El coqueteo de Israel con los antisemitas

El coqueteo de Israel con los antisemitas
Debbi Hill/Pool/AFP via Getty Images

Cuando los líderes políticos, y sus admiradores, dicen que George Soros, el filántropo judío-húngaro-norteamericano, está manejando los hilos de los asuntos mundiales, sabemos que el antisemitismo está a la vuelta de la esquina. Pero la naturaleza antisemita de estos comentarios no ha impedido que el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, el expresidente norteamericano Donald Trump y sus seguidores los propaguen.

Tanto Orbán como Trump suelen decir que su apoyo a Israel es una prueba de que no son antisemitas. “Ningún presidente ha hecho más por Israel que yo”, se ufanó Trump en octubre. Orbán, por su parte, ha citado a Israel y a Hungría como “modelos de comunidades conservadoras exitosas”. Pero también ha dicho que los húngaros “no quieren convertirse en un pueblo de raza mixta” -una declaración con más olor a racismo anticuado que a simpatía por el pueblo judío.

Sin embargo, en el contexto político de hoy, ser pro-Israel y antisemita no es una contradicción. De hecho, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y los miembros aún más radicales de su gabinete tienen mucho en común con las figuras nacionalistas de derecha en Europa y Estados Unidos con quienes se han alineado.

Después de todo, los extremistas de extrema derecha de Israel, al igual que Orbán, son etnonacionalistas. El ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, por ejemplo, ve la identidad nacional en términos raciales y ha exigido la expulsión de ciudadanos palestino-israelíes sospechados de “deslealtad” hacia el estado judío. Su principal modelo de rol es Meir Kahane, el rabino radical que comparó la convivencia con los palestinos con “convivir con el cáncer”.

¿Debe sorprender, entonces, que los judíos liberales en todo el mundo se sientan cada vez más distanciados de Israel bajo su liderazgo actual? El legislador demócrata Jake Auchincloss dijo recientemente que sus votantes judíos difieren en muchas cuestiones, pero están unidos en su preocupación de que Israel vaya camino a convertirse en una “democracia intolerante”. Hasta la Liga Antidifamación, acérrimamente pro-sionista, ha condenado el “racismo judío” que caracteriza al nuevo gobierno de Israel.

Sin duda, algunas de estas tensiones se pueden atribuir a diferencias políticas. El gobierno israelí rechaza las visiones liberales de muchos judíos en la diáspora. Pero la creciente división también refleja un cambio más profundo.

A lo largo de la historia europea, el nacionalismo étnico ha ido de la mano del antisemitismo y, en algunos sentidos, ha ayudado a definirlo. Guillermo II, el último emperador alemán, que estaba influenciado por el británico Houston Stewart Chamberlain, un ferviente antisemita, denunció a Estados Unidos y a Gran Bretaña calificándolos de “judificados”. A diferencia de esos países que, a los ojos de Guillermo, estaban dominados por el dinero y le otorgaban la ciudadanía a cualquiera que estuviera dispuesto a pagar, todos los verdaderos alemanes, supuestamente, estaban arraigados en su tierra natal. Adolf Hitler, por supuesto, compartía esta opinión.

Mientras que muchos antisemitas europeos y norteamericanos consideraban que los judíos eran bolcheviques naturales, la sospecha hacia el pueblo judío no se limitaba a la derecha. Joseph Stalin no suscribía a la ideología de “sangre y tierra”, pero sí consideraba a los judíos como “cosmopolitas desarraigados” cuya lealtad siempre estaba en duda.

Los antisemitas tendían a asociar el cosmopolitanismo judío con el carácter multiétnico de la sociedad norteamericana. Este prejuicio frecuentemente estaba vinculado con el anticapitalismo, ya que la búsqueda de la riqueza era considerada un rasgo típico tanto de los judíos como de los norteamericanos.

Una caricatura política reciente publicada en The Guardian es un perfecto ejemplo del prejuicio de izquierda. La caricatura retrata a Richard Sharp, el presidente saliente de la BBC y exbanquero de Goldman Sachs, como un plutócrata de nariz grande y labios gruesos que lleva una caja que contiene un calamar que despliega sus tentáculos viscosos y una marioneta del primer ministro británico, Rishi Sunak. El mensaje es inconfundible: Sharp, que es judío, está controlando a Sunak detrás de escena.

El populismo radical, esencialmente en la extrema derecha, pero también en la extrema izquierda, es en parte una respuesta a la globalización y al poder de los bancos, las corporaciones multinacionales, las institucioines supranacionales y el libre flujo de capital. Un temor generalizado a ser arrastrado por estas corrientes actuales ha vuelto a encender una añoranza por líderes que prometen devolverle el poder al pueblo “nativo” y erradicar a las élites “globalistas” corruptas.

No hace mucho tiempo, los líderes populistas radicales comúnmente identificaban a estos villanos como norteamericanos y judíos. Sin embargo, bajo la influencia de Trump y sus acólitos, Estados Unidos se ha convertido en un faro para los reaccionarios de todo el mundo, incluidos los líderes actuales de Israel.

Si bien los primeros sionistas aspiraban a establecer a Israel como una tierra judía, nunca se pretendió que fuera exclusiva para los judíos. Los judíos que llegaban a Israel y lo adoptaban como su hogar no eran nativos de esa tierra, y solo los judíos religiosos ortodoxos creían que la habían recibido de manos de Dios. Kahane, que efectivamente creía eso, en realidad había nacido en Brooklyn, Nueva York (y, en 1990, fue asesinado en Manhattan). Su visión era ampliamente compartida por los cristianos evangélicos en Estados Unidos que creen que los judíos están condenados a menos que abracen al cristianismo cuando finalmente llegue el Apocalipsis.

En la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC por su sigla en inglés) que tuvo lugar el año pasado en Dallas, Texas, donde fue un orador principal, Orbán se reunió con su admirador, y orador como él en la CPAC, Yishai Fleisher, portavoz internacional de los colonos judíos en Hebrón. Después de tuitear una foto que se había sacado con Orbán, a Fleisher le preguntaron por el supuesto antisemitismo del primer ministro húngaro, a lo cual respondió que no le importaba.

No era un “judío de la diáspora”, dijo Fleisher, sino un israelí. Como “compatriota”, veía a Orbán como un aliado en la lucha contra “la agenda globalista que pretende abrir las fronteras por la fuerza y borrar las identidades nacionales”. No había mejor manera de describir la creciente ruptura entre Israel y la diáspora judía.

En 1898, Theodor Herzl, el padre del sionismo moderno, se reunió con Guillermo en Jerusalén, confiado en obtener su respaldo para una tierra judía. El Káiser estaba montado en su caballo blanco, Herzl estaba de pie. El Káiser no estaba interesado. Pero, si hoy estuviera vivo, parado en el mismo lugar, bien podría estar complacido con lo que tenía ante sus ojos.

Ian Buruma is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance , Year Zero: A History of 1945,  A Tokyo Romance: A Memoir,  and, most recently,  The Churchill Complex: The Curse of Being Special, From Winston and FDR to Trump and Brexit (Penguin, 2020).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *