El coraje de ser alemán

En lo más hondo de la crisis económica que ha puesto al descubierto la débil identidad y los frágiles mecanismos de la construcción europea, Alemania ocupa un lugar relevante. La superpotencia que hoy copa toda las tertulias es la misma que hace años se esforzaba por no hacerse notar, el país que manifestaba su firme voluntad de renunciar a cualquier proyecto que no fuera compartido con entusiasmo por sus vecinos. Era la justa expresión de una conciencia histórica adquirida a un alto precio, en el periodo de entreguerras. Alemania no deseaba recuperar un primer plano asumido como presuntuosa y falsa ejemplaridad de un pueblo superior en sus costumbres y su carácter.

Quizás, por ello, las palabras de uno de los dirigentes europeos más perspicaces de nuestra historia reciente, Helmut Schmidt, advertían a sus conciudadanos del riesgo de dilapidar la enorme tarea colectiva de haber reconstruido no sólo las bases del bienestar económico de una nación, sino una identidad prestigiosa, basada en la satisfacción de pertenecer a un pueblo que amaba la cultura, el trabajo y la paz. Alemania no debía olvidar el poderoso impulso moral que había permitido restaurar el orgullo de su nacionalidad, cancelando de la memoria de todos los pobladores del continente las pavorosas imágenes de lo que se consideró la forma estricta de ser alemán, durante demasiado tiempo, con demasiada mala fe, con demasiados silencios respecto de otros horrores del siglo XX.

Confieso mi falta de neutralidad en este punto, lo que lleva aparejada la angustia por el temor a esa pérdida que denunciaba el antiguo canciller. Sólo he podido comprender el fuste torcido del pasado alemán gracias a mi admiración fundamental por su cultura. He contemplado, con una indignación justificada, los análisis malévolos que estereotipaban unas circunstancias complejas, cuya primera víctima fue la prodigiosa tradición de un país sometido a los más vengativos arreglos entre vencedores, a los más ultrajantes tratamientos de shock diplomático y, sobre todo, a las más erróneas reflexiones sobre la calidad de su espíritu. He admirado la tenacidad con la que Alemania asumió unas culpas que no eran, en absoluto, privativas de sus actos, sino que deberían haberse atribuido a otros grandes culpables de la tragedia de nuestro siglo XX. Me ha conmovido siempre la humildad sincera con que Alemania utilizó la conciencia del pasado para empuñarla como instrumento que debía abrir los caminos del futuro y restablecer la dignidad de una nación desmoralizada.

Alemania construyó sobre las cenizas de la guerra del 14 una democracia ejemplar, cuyas debilidades institucionales siempre procedieron del deseo de ser fiel a su voluntad representativa. La República de Weimar, sin embargo, fue sacrificada por las actitudes de revancha de los vencedores y la enemistad permanente de una Francia que labraba su identidad sobre la vergüenza de Sedán y el orgullo de Verdún. Aquella democracia proporcionó un estallido cultural que aún nos deslumbra, al suministrar buena parte del material estético con que se levantó la imagen de la modernidad e inspirar el primer gran pacto que ha definido la trama del pasado siglo: la alianza entre las culturas liberal, cristiana y socialdemócrata, comprometidas en rescatar de la cuneta histórica la recia nación en la que había brotado el pensamiento de la Ilustración.

Cuando llegó el espanto, producido por la desesperación de un país llevado a la abolición de su futuro por el egoísmo de los frívolos vencedores de 1918, Thomas Mann hubo de recordar, en su Llamamiento alarazón, que el nacionalsocialismo no era el lugar en el que residía el patriotismo alemán, sino sólo la grotesca figura que centelleaba en los espejos deformes de una crisis, capaz de arrastrar por el fango una tradición nacional que se basaba en valores opuestos a los del movimiento hitleriano. «Donde estoy yo, está Alemania», exclamaba el mejor cronista de las ilusiones de una cultura que la depresión tradujo a los esquemas feroces de la simple supervivencia.

La nación que admiro no es la que se dejó llevar por el impulso de la dominación y la indiferencia hacia el sufrimiento de sus semejantes. Admiro la Alemania que salió de la pesadilla nazi recuperando un íntimo sentido de la dignidad de todos los hombres como divisa de su renovada democracia. Cuando el líder socialcristiano de Baviera, Joseph Strauss, se refirió a la necesidad de pasar la página de la penitencia, sus conciudadanos se encogieron de hombros, a sabiendas de que lo estaban haciendo de un modo mejor: acentuar el recuerdo del mal para confrontarlo con la sociedad que habían sido capaces de levantar. Quisieron proclamar: donde estamos nosotros, está Alemania. Y ese lugar era el de la recuperación de una economía, pero también el de la afirmación de un propósito acerca de la posición de Alemania en Europa y el mundo. Nunca más deberían considerarse un pueblo superior, nunca basarían su identidad en el desprecio de la identidad ajena.

Todos los días la Prensa transmite la imagen de una Alemania que ha añadido una peligrosa reputación a la de su conocido poder económico, a la de su interés por la cultura, a la feliz reconstrucción nacional culminada en la reunificación de 1990. No se trata sólo de las actitudes de su gobierno, sino de un estado de ánimo colectivo cuya más reciente y presuntuosa muestra ha sido el manifiesto de ciento sesenta economistas que atemorizan a sus compatriotas indicando que ni los pensionistas ni los contribuyentes alemanes tienen que pagar los excesos inflacionistas de otros países. De este modo, en los peores momentos de nuestra historia económica, Alemania exhibe una imagen arrogante en la que se incluyen juicios sobre los ciudadanos menos afortunados, cuyo profundo sufrimiento social es atribuido a defectos irrevocables de su carácter.

¿No recuerda Alemania cómo las reparaciones de guerra fijadas por el Tratado de Versalles llevaron al país a la desesperación que acabó con la democracia? ¿No debe considerar que su purgatorio fiscal se aplica ahora a ciudadanos que corren el peligro de caer en una depresión alimentada por su conciencia de falta de culpa? ¿Entenderá Alemania que no nos estamos jugando sólo el euro, sino la consistencia de nuestro sistema de libertades?

En este escenario en que la historia transita a tanta velocidad Alemania corre el riesgo de sepultar, bajo la imagen despiadada de un más que discutible rigor fiscal, bajo ese rostro de colérico director de orquesta que había desterrado de su semblante, aquella reconstrucción de una tradición nacional basada en los ideales del humanismo ilustrado en que aprendimos a estimarla. No sólo porque los tuvo en un tiempo, sino porque pudo restaurarlos cuando la historia los desguazó en una hoguera de vanidades nacionalistas. Sobre sus cenizas, construyó Alemania algo más que su propia imagen: fabricó una conciencia de Europa que hoy se encuentra en mayor riesgo que cualquiera de los factores contables de la estabilidad de los mercados.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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