El corazón de las piedras

Cuando los actores del Teatro de Guerra de Sarajevo decidieron que era más importante para salvar su alma hacer teatro que combatir en el frente le hicieron un gran favor a la razón. No sólo lograron acallar así al nazi que todos llevamos dentro, sino ofrecerles a sus convecinos cercados y batidos como ellos por los radicales serbios emboscados en las colinas que rodean la ciudad que baña el río Miljacka algo más que sacrificio, algo más que fuego contra fuego, diente contra diente... algo de risa, palabras, una experiencia distinta en el tiempo que parecía congelado en la desgracia. Aunque para acudir a los ensayos los actores tenían que sortear el fuego de los francotiradores, el azar calculado de los cañones y los morteros. Como para ir al teatro tenían que jugarse la vida los espectadores. Y algunos la perdieron. No hay que correr tantos riesgos en el centro de Madrid.

El mismo día en que un coche bomba contra la casa-cuartel de la Guardia Civil del pueblo alavés de Legutiano acabó con la vida de Juan Manuel Piñuel volvía a los escenarios de Madrid «Kampillo o el corazón de las piedras», en la que un ex etarra reconvertido en cuidador de perros abandonados y más tarde en payaso le pide perdón a la nieta de su única víctima. Cuando el encuentro está a punto de celebrarse la emoción es tan difícil de soportar -tanto para el personaje como para el espectador- que ruedan lagrimones por la cara. Ya sé que las lágrimas no son dialécticas y que una obra de teatro no puede cambiar el curso de las cosas ni ablandar el corazón de piedra de quien es incapaz de ponerse en el lugar del otro. Para eso hace falta exponerse: a otro dolor, a otros argumentos, a una obra de arte como «Kampillo o el corazón de las piedras», y no convertir al otro en enemigo, al otro en nadie, o en insecto, como muchos hutus hicieron con muchos tutsis, como muchos tutsis hicieron con muchos hutus. Como muchos vascos hacen con otros vascos, con otros españoles. Para poder aplastarlos sin sentir el menor remordimiento, y además por una buena razón, por una causa sagrada, una causa que con semejante método envilece todo lo que toca, una causa y un método que ha convertido a toda una sociedad en un tejido enfermo, un pueblo enfermo de malaria moral. Un pueblo donde los que matan y los que les jalean y los que asienten y los que no están de acuerdo con el método, pero obtienen beneficios políticos y materiales, los que lo lamentan, pero lo entienden, los que piensan que es una aberración, pero no van a correr riesgos por los que no son como ellos («de los nuestros»), los que se quedan en tierra de nadie porque hay que vivir, los que se compadecen, pero no actúan, los que han sido rozados, y todavía les duele, los que han sido tocados de lleno, y les quema, los exiliados y los muertos configuran un mapa topográfico tan desgraciado, tan detallado, tan empapado de sangre, de razones podridas que cuando veo y escucho a este ex extremeño, ex punki, ex compañero de viaje, ex músico, compadeciéndose del perro de su víctima -a quien había bautizado «Juanito», aunque gracias al encuentro con la nieta del muerto pudo saber que se llamaba «Piernas»-, cuidándose de él, y luego llorando a lágrima viva ante la muchacha que acude a su perrera en las afueras de Madrid no en busca de venganza, sino a buscar un perro, a escuchar el gemido de un hombre, a permitirle que ese hombre se redima, amortigüe la angustia que todavía siente por haber contribuido a arrancarle la vida a otro ser humano idéntico a él, lo que me reconforta es el teatro, no la realidad. La realidad sigue intacta al abandonar el teatro, aunque en la ficción tan vívida Kampillo haya recobrado su condición, ha reingresado en nuestro mundo de convicciones claras como nadie es dueño de la vida de nadie, y vuelva a ser alguien un poco menos indigno en este solar de abrojos y piedras y lluvia y soledad indescifrable y piel que necesita ser tocada. Es en ese teatro que sigue en pie después de la lluvia y de las lágrimas que siento que el teatro puede ser aún un arma dulcísima, un arma que nos reviente la costra de hielo y de hiel que cubre las crestas y vaguadas cerebrales, un instrumento valioso para vivir (al menos por espacio de una hora, entre risas y tenso silencio) la angustia y el remordimiento y la sangre inútil y el dolor inútil. ¿Inútiles? La pregunta es ociosa para los muertos, es ociosa (y obscena) para los deudos, no para los deudores, los que no querían matar a Juan Manuel Piñuel, guardia civil de 41 años, con un hijo muy pequeño, que quería aprovechar el plus de peligrosidad con que se recompensa servir en el País Vasco para comprarse una casa en Málaga. No, los ex hermanos de sangre de Kampillo a quien querían matar era a todos los que dormían en la casa-cuartel (triste binomio, casa-trampa en Euskalherria): 15 familias.

En Sarajevo, donde descubrí que el teatro era tan importante para preservar la condición humana, para embridar la sinrazón, tan necesario como el pan, también pude comprobar que lo era el periódico. En Sarajevo, donde muchos días tenía la sensación de haber caído por una tragaluz del tiempo en plena guerra civil española (tan fiera era la enemistad entre los antiguos hermanos yugoslavos, tan parecidos en sus facciones a nosotros), también pude comprobar que el periódico era tan necesario como el pan. Así lo entendieron los periodistas del diario «Oslobodenje», que contra viento y marea sacaban cada día a las calles de Sarajevo batidas por el fuego. Trabajaban en el sótano, porque la torre del rotativo era con frecuencia blanco de francotiradores y cañones. Su mole, no muy lejos del hotel Holiday Inn, donde nos alojábamos los reporteros que habíamos acudido a cubrir la penúltima guerra en suelo europeo, era un recordatorio del coraje frente al mal. Si era aquél un periódico tan necesario como el pan, acaso sea el teatro, algún teatro, tan necesario como respirar, aunque el autor y director argentino Javier Daulte piense que el teatro, algo «necesariamente innecesario». Para él, «el teatro no puede cambiar la realidad, el teatro es realidad. El teatro es celebración y eso es más significativo que lo que en él se cuenta».

Un teatro como el que ahora mismo se enciende cada noche en el Lara de Madrid con «Kampillo o el corazón de las piedras», en el que Pepe Ortega, su autor y director, se deja algo más que alma, algo más que piel: las buenas críticas no impidieron que echara el cierre a su heroica sala Ítaca, acosada por las deudas, donde se encontró con que su teatro de resistencia contra lo prescindible, contra el teatro que no deja ninguna huella honda en la memoria, no tenía público. Con actores tan entregados a la causa de hacer que el arte de fingir represente emociones verdaderas, como Alfonso Torregrosa (como ese Kampillo con el corazón desgarrado), Julián L. Montero (Aurelio, ex legionario, ex empleado en la funeraria donde conoce a Kampillo el día del entierro de su madre, cuando se presenta con «Juanito» y una cresta de punki de cuarenta años, azotado por todas la galernas), o María José Sarrate (como Nina, cuñada de Kampillo, casada con su hermano, policía, «txakurra», perro, que prefirió dejar atrás el País Vasco donde sus padres, emigrantes extremeños, encontraron sustento para salir de la miseria desu tierra natal), nos percatamos acaso de cómo en el teatro -que como la música se consume y consuma en el tiempo, en un lapso que sólo se conserva en la memoria-, uno se ríe y se consuela, se da la vuelta al mundo y hasta las piedras más herméticas, más impenetrables, más pesadas son capaces de llorar lágrimas de sangre, y nosotros con ellas en una catarsis íntima y colectiva que le devuelve al teatro todo su sentido, en el corazón de Madrid, la misma ciudad castigada por las bombas en la guerra civil donde de vez en cuando todavía estallan artefactos para que el azar calculado de los asesinos cause estragos, esparza el miedo, nos haga más idiotas, nos haga sacar conclusiones precipitadas sobre qué hacer y contra quién, o donde el tiro en la nuca se convierte en santo y seña de quienes entienden que una patria justifica que la sangre se derrame, para construir un porvenir ¿de qué naturaleza, para qué paraíso terrenal, limpio de qué enemigos, de qué especie, de qué insectos distintos a los que con el gatillo alumbran un futuro puro como la muerte?

Alfonso Armada, reportero.