El coro de las tinieblas

Por Carlos Amigo Vallejo. Cardenal Arzobispo de Sevilla (ABC, 13/04/06):

TENÍAN que ponerse las manos delante de la cara para no ver lo que estaba pasando en el monte: unos hombres ajusticiados, colgados en el madero de la cruz. Era cuestión de dignidad, porque no se podía juzgar sino como una ignominia el que un hombre fuera condenado a sufrir de esa manera como se hiciera padecer a Cristo. Algunos han querido, apoyados precisamente en la dignidad del hombre, negar la existencia de Dios a la que consideran incompatible con la razón humana. Creer en Dios sería un gran obstáculo para el progreso y la misma dignidad del hombre que tendría poco menos que claudicar ante lo irracional.

Pernicioso fundamentalismo racionalista es éste que se empeña en cortar horizontes y hacer, de la misma razón, anclaje tozudo que se niega a estar en disposición de abrir cualquier portillo por el que venga una luz distinta a la limitada por esos empecinamientos, más sectarios que racionales. Esta postura suele ser acompañante laicista de la autosuficiencia, en la que la libertad queda dañada por la intransigente postura del llamado pensamiento único y racionalista, que no es reconocimiento de la verdad como patrimonio común, sino la negación de posibilidades intelectuales para llegar a un conocimiento de Dios cuya existencia se niega en principio.

De cuando en cuando aparecen unos «demonios racionales», que son como apagaluces de pensamientos de amplios horizontes. Avalistas de todos esos submundos pseudointelectuales de la autosuficiencia, el egocentrismo y la cerrazón. Suelen vencerse con el estudio, la investigación, el diálogo, la honestidad intelectual y la esperanza. Si falta esta última, como posibilidad siempre abierta al bien y a la verdad, todo lo demás queda dañado en origen, pues, antes de crecer, ya se han talado las raíces del árbol de la sabiduría.

En el fondo, hay una cuestión tan ineludible como importante: estar con la muerte, como negación y término, o con la vida, como puerta siempre abierta hacia un futuro sin fronteras. Nada más valioso y digno que la vida. Habrá que cuidarla con exquisito esmero, desde el principio, que es vida en desarrollo, hasta ese tránsito a lo que está detrás de la muerte corporal. Lo extraño y enemigo es la muerte, contra la que hay que luchar con todas las fuerzas de la inteligencia y con los cuidados más nobles de un amor generoso y sincero. Después, armarse del convencimiento que da la esperanza de que se va a vivir para siempre.

Hablar de vida y de muerte puede resultar arriesgado, sobre todo si se piensa que para vivir hay que matar, cuando tiene que ser todo lo contrario. Los números son de escalofrío: destrucción masiva de vida humana en desarrollo, investigación sin ética, la eutanasia legal o camuflada... Esos abultados porcentajes no son más que un trágico indicador de la poca valoración que se hace de la vida, de la persona. Se mata al otro en aras de una supuesta mejor calidad de vida para algunos. Claudicación ante un inconcebible e ilimitado cinismo hedonista que no sabe sino enarbolar la bandera del propio interés egoísta. Todo vale si alguien es feliz, se dice, incluso a costa de la muerte, de la destrucción del otro.

El ejemplo de Cristo no puede ser más clarificador. Por encima de todo busca la vida de la humanidad. Asume y carga sobre sus espaldas la muerte de los demás y la destruye con el sufrimiento en la cruz y gloria de la resurrección. Santo empeño en que triunfe la vida sobre la muerte.

En este forcejeo entre muerte y vida va a brotar un manantial incuestionable de dignidad: la conciencia. Espacio de la mayor libertad, auténtico baluarte contra las agresiones interiores de la propia debilidad y del orgullo, y las exteriores de las incitaciones al mal y del temor. Porque también existe un miedo intelectual. Pánico vergonzante a encontrarse con una luz a la que se desprecia, sobre todo por las consecuencias éticas que pueden derivarse, si se quiere seguir adelante con cierta coherencia personal entre el conocimiento y la conducta moral. Lo malo del miedo es que genera una especie de personas sin identidad, sin postura ni criterio. La huida a las nubes de la indiferencia como remedio, es poco menos que condenarse a la pena de no poder vivir como persona, matando sentimientos y posibilidades de ver días mejores.

En cristiano, la opción queda bien definida. Esa cruz del Calvario, con un hombre muerto, es un potente faro que viene señalando a navegantes inciertos rutas seguras hacia la tierra de la verdad, a la que supuestamente se quiere llegar. Si tanta luz, si tanta verdad encierra, ello es debido a que la cruz está llena de vida, y que esa muerte fue el final de todas las muertes. El hombre está hecho para vivir. ¡Que no sigan gritando el coro de las tinieblas!, se increpaba en la tragedia clásica, pues estamos viendo nacer la luz de la aurora. Ese día, para nosotros, es el de la resurrección de Cristo.

Que no nos pidan, pues, a los cristianos, otras razones para nuestra fe sino aquellas que ofrece Cristo, el que vive. Ya lo ha dicho Benedicto XVI: sólo con el anuncio radical de Cristo se puede responder a los grandes problemas morales y sociales de nuestro tiempo. Cuando se nos diga que la Iglesia vive desconectada de la sociedad, no tenemos sino que responder que la comunidad de los que creen en Cristo no está para adaptarse al mundo sino para evangelizar el mundo. Sin complejos ni arrogancias, pero mostrando su cara más original. Porque la Iglesia no es de sí misma, sino de Cristo y, por ello, habla de Cristo.

Puede decirse que todo este discurso sirve únicamente para el creyente cristiano, que ve en la redención de Cristo un misterio que los demás ni comprenden ni aceptan. No se trata sólo de fe, sino de coherencia entre el convencimiento del valor de la persona y la defensa de la vida por encima de otros injustificables intereses. La vida no es patrimonio exclusivo de cualquier religión, sino de la misma humanidad, que se considera agredida en todas esas condenas a muerte sin justificación posible. Hay muchas formas de condenar a la «pena de muerte». Todas injustificables.

Sobre la muerte y la vida, el llorado Papa Juan Pablo II nos dejó unas esclarecedoras palabras en una homilía pascual que ya no llegó a pronunciar: «a la humanidad que a veces parece desorientada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado ofrece como regalo su amor que perdona, reconcilia y abre el ánimo a la esperanza; es un amor que convierte a los corazones y que da la paz».

La muerte solamente puede dignificarse con la vida. Y la razón de la existencia, con el amor. De todo ello nos dio la mejor lección un Dios que se hizo hombre para que pudiéramos comprender que cuando se trata de la salvación de un hijo, nunca hay sacrificio imposible para el Padre. No un Señor cruel y justiciero, sino un Dios lleno de amor que llega hasta el extremo en su coherente deseo de salvar a todos. Que es necesaria la cruz, pues el Hijo subirá hasta ella para clavar allí la muerte y que desaparezca para siempre. No queremos hacer luto por la muerte, sino que anunciamos la vida en la esperanza de la resurrección de Jesucristo.