El coronavirus está cambiando nuestra relación con la música

Personas tocan el himno nacional de Italia desde las ventanas de sus casas para animar la cuarentena por coronavirus en Roma, el 13 de marzo de 2020. (ANDREAS SOLARO/AFP vía Getty Images)
Personas tocan el himno nacional de Italia desde las ventanas de sus casas para animar la cuarentena por coronavirus en Roma, el 13 de marzo de 2020. (ANDREAS SOLARO/AFP vía Getty Images)

El 2 de febrero de 2019, más de 10 millones de usuarios se congregaron en Pleasant Park, un suburbio de la isla imaginaria de Fortnite, para ver en acción al DJ y productor estadounidense conocido como Marshmello. No fue el primer concierto virtual en la historia de los videojuegos —hubo iniciativas similares en Second Life, por ejemplo—, pero la escala de esto superó cualquier pronóstico. El negocio de la música creyó ver cómo se rompían los antiguos límites: en este futuro no había sobreventa de tickets ni cuerpos transpirados. La comunión se experimentaba desde casa, bajo la piel de un avatar y a los pies de un hombre metido en un casco con forma de malvavisco.

Es tentador decir que la industria de la música viene preparando su cuarentena desde hace años: streaming, hologramas de ídolos muertos, algoritmos, realidad virtual. Sin embargo, por debajo de esa pantalla futurista —utópica o distópica según quién la mire— la enorme mayoría de los músicos siguen ganándose la vida tocando en vivo. Esa estructura es la que derribó la pandemia del COVID-19. Y es difícil predecir cómo y cuándo podrá reconstruirse.

El negocio anual de la música en vivo representa más de 20 mil millones de dólares en todo el mundo. Antes de la irrupción del coronavirus, el informe de Global & Entertainment Media preveía un crecimiento sostenido hasta 2023 de 3.33% anual. Las proyecciones auguraban una personalización cada vez mayor de la oferta de festivales y tours, y un negocio floreciente que seguiría acortando la distancia simbólica entre artistas y fans, reflejo de una era obsesionada con la centralidad del usuario.

De pronto la pandemia puso en duda todo, incluso la viabilidad del modelo de streaming. En la última década, las suscripciones a plataformas digitales resucitaron a una industria que parecía muerta. Siete años atrás Thom Yorke, de Radiohead, definía Spotify como “el último pedo desesperado de un cuerpo agonizante”. Sin embargo, a comienzos de 2019 la plataforma ya contaba con 248 millones de usuarios activos, de los cuales 113 millones pagaban por la versión premium. El streaming abarcaba el 80% del total de ventas de música grabada e impulsaba el quinto año consecutivo de crecimiento, lo que devolvía a la industria a niveles similares a los de 2004.

La bonanza, sin embargo, nunca llegó a los músicos. Spotify no difunde detalles de su fórmula de reparto, pero los análisis estiman que el artista recibe 0.0032 dólares por reproducción. Esto puede redundar en cifras significativas para bandas con millones de seguidores, pero es un negocio muy pequeño para músicos que cuentan sus fans por cientos, o incluso por miles. De algún modo, el negocio digital replica los patrones que le dieron fama a la vieja industria discográfica.

En contraposición, las giras fueron ganando peso en el esquema de ingresos de los artistas. A lo largo de 2018, según un estudio de la Music Industry Research Association, un músico estadounidense promedio embolsó 5,427 dólares gracias a sus presentaciones en vivo, mientras que apenas se llevó 100 dólares de regalías de las plataformas de streaming.

La pandemia del COVID-19 arrasó con la mitad más fértil para los artistas y trabajadores del sector. Mientras algunas asociaciones piden intervención gubernamental, un grupo de músicos impulsa una petición para que Spotify triplique las regalías destinadas a los autores. Desde la plataforma se reconoce “el momento desafiante” que atraviesa “nuestra comunidad creadora” e informan que están canalizando su apoyo a través de la fundación MusicCare’s COVID-19. No está en los planes, al menos públicamente, un cambio en la ecuación de regalías.

Spotify tampoco está sacando rédito de la crisis. A diferencia de servicios de video como Netflix, las métricas de la plataforma musical cayeron durante la pandemia. En Italia, el país más golpeado por el coronavirus, el promedio de reproducciones de los hits que encabezan las listas pasó de 18.3 millones por día a 14.4, según un análisis de Quartz. La misma tendencia se registró en Francia, España, Estados Unidos y Gran Bretaña.

Mientras tanto, los músicos de todo el mundo, de Chris Martin a Silvana Estrada, de Patti Smith a Fito Páez, mantienen la conexión con los fans a través de conciertos caseros que transmiten por redes sociales. Se puede observar este fenómeno con cierto escepticismo, como actos de vanidad estelar en medio del drama. Pero hay mucho más ahí. El encierro, los miedos y la sensibilidad general hacen que estas performances domésticas se vuelvan momentos únicos, de una rara intimidad masiva. “Se trata de acompañar a toda la gente que se pueda, regalándole un poco de música”, me dijo Fito Páez, cuya transmisión del 20 de marzo se convirtió en una catarsis colectiva. “En algún sentido nos devuelve al espíritu originario de la música, sin la idea del espectáculo y sin la idea del lucro. Me parece algo muy noble dentro de toda esta pesadilla”.

La música, se ha dicho millones de veces, es un lenguaje universal que tiene el poder de hermanar, y no es casual que en estas horas de aislamiento aparezca en todas partes, no solo en los streams de artistas famosos. Una mujer canta blues desde una ventana en Madrid. Una pareja sale a bailar un tango en su balcón de Buenos Aires. Alguien lo graba desde el edificio de enfrente y lo sube a YouTube; alguien se emociona en la otra punta del planeta. No es el futuro que prometía el concierto virtual en Fortnite. Es otro tipo de comunión. Más desolada, menos brillante, escalofriantemente humana.

Pablo Plotkin es periodista y escritor. Dirigió la edición argentina de la revista ‘Rolling Stone’. Es autor de la novela ‘Un futuro radiante’.

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