El coste de la «no Constitución»

Por Íñigo Méndez de Vigo. Eurodiputado del Grupo Popular (ABC, 20/02/06)

Hace un año, en un día tal como hoy, los españoles nos pronunciamos en referéndum sobre el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Y lo hicimos masivamente a favor, aunque el índice de participación fuera decepcionante. Zapatero justificó entonces su apresuramiento en la convocatoria de la consulta popular por su deseo -las palabras son suyas- de enseñar el camino a Europa. Pues bien, estos nobles propósitos chocaron con la dura realidad cuando meses después la mayoría de franceses y holandeses hizo oídos sordos a nuestro presidente y rechazó el texto. Tras unas semanas de vacilación, el Consejo europeo adoptó una decisión salomónica que de facto dejó sin efecto el compromiso para la entrada en vigor de la Constitución a finales del año 2007 y abrió un periodo de reflexión cuyo objetivo era escuchar a los europeos y reconectar las opiniones públicas con las instituciones comunitarias.

¿Qué balance puede hacerse un año después del referéndum español? Ante todo una constatación: la entrada en vigor del Tratado constitucional requiere la unanimidad de los veinticinco estados miembros. En la actualidad, catorce se han pronunciado favorablemente y previsiblemente Estonia se unirá al grupo en las próximas semanas. Esos quince estados representan más de la mitad de los componentes de la Unión e igualmente más de la mitad de la población europea. Ambos datos, siendo concluyentes, no son, sin embargo, suficientes. ¿Qué hacer? Frente a quienes opinan que la Constitución está muerta cabe argumentar que de los muertos no se habla y últimamente la Constitución es objeto de numerosas cábalas, la última protagonizada por el presidente de Austria en Estrasburgo el pasado miércoles.

En mi opinión, el mayor riesgo para la Constitución consiste en que la gente no otorgue importancia a su inexistencia. Es decir, que afirme algo así como «sin Constitución no pasa nada porque están los Tratados actuales.» En política, como en el amor, lo más pernicioso es la indiferencia. Por ello creo que la mejor manera de apoyar la Constitución es explicar el coste de su no vigencia -lo podríamos denominar el coste de la «no Constitución»- a través de varios ejemplos.

Estos días, Europa está conmocionada por la crisis provocada -y digo «provocada» conscientemente- por el episodio de las caricaturas de Mahoma. He dicho Europa porque afecta a todos los europeos, aunque en el debate se han oído muchas voces... salvo la de Europa. La razón es de voluntad política pero también estructural: cuando el canciller Schüssel interviene en el debate, la gran mayoría ve en él al primer ministro austríaco y no al presidente del Consejo; por otra parte, el Alto Representante de la política exterior es, a su vez, el secretario general del Consejo europeo y su actuación queda restringida a las instrucciones que reciba de éste. Si encima los gobiernos británico o francés actúan en función de sus respectivas poblaciones inmigrantes, adiós Europa. Por el contrario, si la Constitución europea hubiera entrado en vigor, tendríamos un presidente permanente del Consejo no sometido a la incómoda rotación semestral y garante de visibilidad y continuidad. Además, contaríamos con un ministro de Asuntos Exteriores de la Unión, facultado para convocar a los ministros nacionales, cuyo Consejo preside y con medios materiales y personales a su disposición, en su calidad de vicepresidente de la Comisión, para que las medidas sigan a las propuestas. Por si todo ello no fuera poco, el Parlamento europeo dispondría de un control político sobre ese ministro del que hoy carece.

Otro ejemplo. Hace pocas semanas Consejo y Parlamento aprobaron conjuntamente el presupuesto de la Unión para el año 2006. ¿Sabían ustedes que el Parlamento europeo, institución elegida por sufragio universal y que representa a los ciudadanos, sólo interviene de hecho en la aprobación del 20 por ciento de los gastos del presupuesto? Tamaña incongruencia queda resuelta en el texto constitucional en virtud del cual Parlamento y Consejo intervienen en la negociación y aprobación de la totalidad del presupuesto de la Unión.

Como no hay dos sin tres les relato algo que me sucedió recientemente. Una veterana diputada explicaba a un grupo de visitantes las ventajas e inconvenientes de la reglamentación comunitaria sobre el azúcar, que en ese momento se encontraba en tramitación parlamentaria. Ante la sorpresa de la audiencia, concluyó su intervención reconociendo el papel puramente consultivo del Parlamento, puesto que la última palabra la tenía el Consejo de Ministros. Esa nueva expresión del déficit democrático queda salvada por la Constitución, que otorga igualdad de derechos legislativos a Parlamento y Consejo. Podría añadir otros ejemplos, como la inclusión de la Carta de los derechos fundamentales, la participación de los parlamentos nacionales en el proceso legislativo comunitario o la consagración de la iniciativa popular, para justificar el coste que en términos de mayor democracia, mejor eficacia y más transparencia supone para cada uno de los europeos la «no Constitución». Pero nada de esto están haciendo los gobiernos europeos durante el denominado periodo de reflexión, que más se asemeja a una siesta que a otra cosa. Por ello, el Parlamento europeo aprobó el pasado mes de enero por una gran mayoría una resolución en la que, ante la falta de ambición y desidia de los gobiernos, instaba a los representantes populares, tanto diputados nacionales como europeos, a adoptar iniciativas con el fin de retomar el debate constitucional. Consecuencia de ello, los próximos 8 y 9 de mayo se reunirá en Bruselas el primer Foro parlamentario para organizar los debates con los ciudadanos.

Y, mientras tanto, sólo nos queda coger el bastón de peregrino para convencer a la gente de las ventajas que aportará el texto constitucional. A finales de esta semana, junto con otros colegas del Parlamento, lanzaremos el programa Euroescola, en el que participan miles de niños españoles. En ellos, también, reside nuestra esperanza.