El costo de perder la marca Chile

Manifestantes ondean una bandera de Chile durante una protesta en diciembre de 2019 en Santiago. Credit Iván Alvarado/Reuters
Manifestantes ondean una bandera de Chile durante una protesta en diciembre de 2019 en Santiago. Credit Iván Alvarado/Reuters

Parecía que la agitación social comenzaba a menguar en Chile. Después de que en octubre de 2019 las calles del país se llenaron de ciudadanos enfadados con la desigualdad del país, el gobierno se vio obligado a hacer algo inédito: repensar su rumbo. El presidente, Sebastián Piñera, anunció una serie de cambios en su gobierno, su ministro de Economía se hizo a un lado y se convocó a un referéndum (que será el 26 de abril) para determinar si los ciudadanos quieren redactar una nueva constitución.

Así que las inquietudes sociales habían disminuido. Pero en los últimos días las protestas se reanudaron. La semana pasada, decenas de manifestantes querían aprovechar la visibilidad del Festival de Viña del Mar para dejar claro que la ira colectiva sigue despierta. Con esto se confirma que la “marca Chile” —la noción generalizada de que ese país es la democracia más estable y próspera de América Latina gracias a su revolución capitalista— está rota.

Si se termina de instalar la percepción de fracaso del modelo chileno, la región perderá un referente que servía como ejemplo de sus posibilidades de desarrollo. Y el riesgo es muy grande: Chile podría unirse a la deriva latinoamericana que se ha dejado seducir por populismo mesiánico, con su saldo de fragilidad política, económica e institucional.

Pero América Latina y la propia Chile no pueden dejar morir la marca Chile: es necesario rescatar la esperanza de que —con los ajustes necesarios para terminar con la desigualdad estructural— la democracia liberal y la economía de mercado siguen siendo los medios más efectivos para alcanzar un desarrollo estable en el continente.

La historia de la marca Chile es paradójica. Hasta los años setenta y descontando a Gabriela Mistral y Pablo Neruda, poco se escuchaba hablar sobre Chile. De repente el mundo empezó a hablar de Salvador Allende, el primer marxista en alcanzar la presidencia de una nación por la vía del voto, una historia que se interrumpió abruptamente: Augusto Pinochet lideró un golpe militar en 1973 que derivó en una larga dictadura que dejó un saldo de violaciones a los derechos humanos hasta que salió del poder en 1990.

Desde el fin de la dictadura hasta el reciente sacudón sociopolítico, Chile había permanecido en una envidiable situación de estabilidad, sin generar mayores noticias de alcance global. El país desarrolló el mejor clima de negocios de Latinoamérica y una clase empresarial con vocación cosmopolita. También prosperó la clase media más amplia —más del 50 por ciento de la población—, aunque quizás también una de las más endeudadas, del continente y se redujeron dramáticamente las tasas de pobreza. Todo esto se logró al amparo de un experimento neoliberal que no se dio con la misma profundidad en ninguna otra democracia latinoamericana.

En esta revolución fue fundamental la llamada “constitución de Pinochet”, impuesta a sangre y fuego. La carta magna de entonces le dio piso legal a dos pilares esenciales del gran viraje chileno: un programa radical de privatización de empresas públicas y un sistema privado de pensiones. Actualmente, los trabajadores aportan por ley el 10 por ciento de su salario a las administradoras privadas de fondos de pensiones asociadas a los grandes bancos que en pocos años acumularon un capital estrambótico. El resultado de este experimento ha sido el auge de las entidades financieras en detrimento de las sumas miserables de jubilación que reciben los trabajadores.

Al terminar la dictadura, los gobernantes de la democracia no alteraron estos fundamentos, lo que permitió el aumento grotesco de las tasas de desigualdad. Según algunos estudios, desde hace más de veinte años Chile tiene una distribución del ingreso muy limitada, lo que ha provocado que el país sea el más desigual de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Este ha sido el caldo de cultivo de las protestas de los últimos meses que han dejado la percepción de que los chilenos no marchan juntos hacia un destino común. Para retomar el sentido de unidad, la clase política accedió a las demandas ciudadanas de, entre otros reclamos, repensar la constitución.

Es legítima la aspiración de que este país se reunifique en torno a un nuevo pacto social, pero el riesgo de un retroceso hacia un marco populista es real. Sería una desgracia para Chile y para América Latina, una región que parece destinada a erigir proyectos de desarrollo frustrado. Por eso al Chile liberal debemos protegerlo todos.

La idea de la nueva constitución es buena en teoría: Chile podría sentar las bases de un capitalismo más incluyente y sería también una oportunidad para sanar heridas heredadas de los tiempos de la dictadura, lo que incluye debatir el papel de los militares en la sociedad e iniciar procesos de justicia para quienes cometieron crímenes durante los cruentos años de Pinochet.

Sin embargo, hay también una posibilidad preocupante que no podemos dejar de lado: el proceso constituyente pone en suspenso el destino de la marca Chile por un tiempo indeterminado y podría también eliminar los elementos que han ayudado al país a esquivar las crisis económicas y políticas que han erosionado las democracias de sus vecinos. Los ánimos enaltecidos, justificados en muchos sentidos, no deberían alimentar la idea de que es mejor desecharlo todo.

Se deben preservar las conquistas establecidas en la constitución chilena y solo modificar los elementos que han incentivado la desigualdad. Pero ¿quién mediará entre la derecha católica y feudal y la izquierda adolescente que ha dominado el pulso de las protestas?

A estos riesgos que hay en la elaboración de una nueva constitución, se debe agregar la percepción de que el Foro de São Paulo —la gran contrafigura política de la marca Chile— intervendrá en el proceso. En las últimas dos décadas, ha habido en la región dos modelos inevitablemente contrastados en la cabeza de los latinoamericanos: la marca Chile y el modelo socialista del Foro. Bajo el auspicio del Foro, se creó una franquicia de naciones autodenominadas socialistas que procedió en casi todos los casos a cambiar desde cero la constitución, tal y como sucedió en Venezuela, Ecuador y Bolivia. En medio del razonable enojo social contra las élites políticas y de un clima global anticapitalista y antiglobalización, Chile tiene el enorme desafío de transitar con madurez por el proceso constitucional.

Una economía abierta no debe estar peleada con garantizar una agenda social incluyente. En lugar de mirar a sus vecinos atribulados, con izquierdas anacrónicas o derechas autoritarias, Chile debe seguir siendo un modelo para todos, por lo que es requisito defender los avances que permitieron su estabilidad pero sin dejar de buscar las condiciones de una prosperidad compartida. Ese debería ser el destino de la nueva marca Chile.

Aquiles Esté es semiólogo, publicista y consultor en mercadeo electoral.

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