El COVID-19 mató a mi hermano y hermana en una semana. Esto no debió haber sucedido

Las personas que no se han puesto vacunas contra el COVID-19 corren más riesgo de morir, las nuevas variantes del virus como delta u ómicron son además otra amenaza. (Ann Kiernan para The Washington Post)
Las personas que no se han puesto vacunas contra el COVID-19 corren más riesgo de morir, las nuevas variantes del virus como delta u ómicron son además otra amenaza. (Ann Kiernan para The Washington Post)

Cuando recibí la llamada de que mi hermano y mi hermana estaban en el hospital, dije: “COVID”. Era una afirmación, no una pregunta. Lo sabía. A pesar de nuestras súplicas y diversas estrategias, ambos habían rechazado las vacunas.

De inmediato comencé el proceso de duelo. Me salté la negación y la negociación. Las probabilidades eran innegables, y la negociación requería de fe. La rabia fue mi emoción predominante. Por mucho que los amo, estaba furiosa por el sufrimiento que se estaban provocando, la angustia que le estaban causando a su familia y muchos amigos, y el trauma que le estaban infligiendo al personal de salud abrumado de casos similares al de ellos.

Los siguientes días fueron una montaña rusa de emociones, y vacilaron entre una depresión paralizante y ataques de pánico. Mi corazón se aceleraba; no podía respirar. No sabía que las emociones pudieran causar tal dolor físico: me palpitaba la cabeza, me dolía el corazón, me ardía el estómago, me hormigueaban las extremidades. Conocía los rituales de la muerte, pero no se me permitiría sentarme a su lado ni cantarles mientras se marchaban.

Los hospitales solo podían reservar tiempo para brindarle información a una persona, así que esperábamos los informes y luego se los comunicábamos a los demás. Mi teléfono celular se convirtió en mi recurso vital así como las máscaras de oxígeno lo fueron para ellos. Llevaba mi teléfono constantemente en la mano para poder escuchar y sentir de forma visceral todos los mensajes de texto y llamadas telefónicas que llegaban en tropel. Dejé de utilizar mi cepillo de dientes eléctrico porque dos minutos era demasiado tiempo como para no revisar el teléfono.

Dejé de leer periódicos porque ya no podía soportar más malas noticias. No sabía qué día era. Busqué en Google todo lo que pude sobre COVID-19 para aprender las cosas que los médicos y enfermeras, en su amabilidad, no nos habían dicho. Guardé en mis “favoritos” algunas páginas de funerarias, de obituarios de periódicos y listados testamentarios. Cuando me ofrecieron comida, me sorprendí de que fuera capaz de tener hambre.

Hacer malabares con las comunicaciones en tres zonas horarias distintas significaba que los días comenzaban temprano, a veces incluso a las 3 de la mañana. Anhelaba la llegada de la noche, cuando ya no habría más llamadas o mensajes de texto, pero al mismo tiempo temía el vacío de esos momentos en los que no había nada más que pudiera hacer excepto sumirme en la autocompasión y la angustia.

Esperamos lo inevitable. Oramos, en espera de un milagro, sabiendo que no habría uno.

Mi hermano se quitó la máscara de oxígeno repetidas veces, y suplicó que lo dejaran irse a casa. El médico sugirió sedación y hacia el final, intubación. En menos de una semana desde esa primera llamada, mi hermano murió.

Mi hermano fue un padre soltero que había criado a su hija desde que tenía dos años. Era un jugador de rugby sociable, y su forma de ser estaba repleta de gracia y labia. Era amigo de todos, y su saludo siempre reconfortó el alma de los demás.

Comenzamos los preparativos para su descanso final mientras nos dirigíamos de inmediato hacia la inminente muerte de mi hermana. Yo estaba como entumecida. Repetí información por teléfono tantas veces durante el día que olvidaba qué le había dicho a quién, y ya estaba afónica.

Me preocupaba haber olvidado algún detalle importante o haber dejado a alguien fuera de la lista de llamadas. Llamé a las personas por el nombre equivocado. Le dije “te quiero” a personas que apenas conocía, y lo dije en serio porque esas personas amaban a mis hermanos.

Una mañana me desperté y, por un breve instante, no recordé que mi hermano había muerto o que mi hermana, con casi toda seguridad, le seguiría. Entonces volví a mi realidad y me pregunté por qué el sol se atrevía a brillar.

Mi hermana se quitó la máscara de oxígeno repetidas veces, y suplicó que la dejaran irse a casa. El médico sugirió cuidados terminales. Murió una semana después que su hermano.

Mi hermana es mi heroína. Era una veterana militar que sirvió un año en Vietnam como enfermera del Ejército. Fue una maravillosa enfermera y luego empresaria. Su esposo había muerto años antes y no tenía hijos, pero su casa y corazón siempre abiertos le habían dado muchos amigos.

Mis hermanos ya no necesitan máscaras de oxígeno. Se han ido, pero no a la casa que añoraban desde sus camas de hospital. Mi hermano y hermana vivieron vidas plenas, pero sé que podrían haber estado más tiempo con nosotros si se hubieran vacunado. Mi corazón está doblemente roto. Hemos perdido la reconfortante risa de mi hermano, el humor fino de mi hermana y el abrazo amoroso de ambos.

Michele Genthon es escritora en Mercer Island, Washington.

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