El COVID-19 y la biorrevolución

Pocas veces la promesa de la investigación biológica ha convocado la atención mundial con tanta intensidad como durante la crisis del COVID-19. A medida que el recién llegado infecta a millones en todo el planeta y hace estragos en la economía global, nuestra mejor esperanza de superarlo es una nueva generación de herramientas y capacidades biológicas que están en rápido desarrollo. Pero afrontar el COVID-19 apenas rasguña la superficie de lo que pueden hacer las innovaciones biológicas.

Los avances en las ciencias biológicas se han ido acelerando desde que se mapeara el genoma humano, proceso de 13 años completado en 2003. Como muestran los nuevos estudios del McKinsey Global Institute, la biorrevolución resultante se ha visto impulsada por el rápido progreso en los ámbitos de la informática, la automatización y la inteligencia artificial (IA).

Los estudios del MGI identificaron cerca de 400 aplicaciones biotecnológicas ya vislumbrables en el futuro, que en su conjunto podrían generar hasta $4 billones al año a lo largo de las próximas 1 o 2 décadas. Más de la mitad se ubican fuera del ámbito de la salud humana, en dominios como la agricultura y alimentación, productos y servicios de consumo, y la producción de materiales, energía y sustancias químicas.

COVID-19 and the Bio-Revolution-1Pero los efectos últimos de la biorrevolución serán inmensamente mayores. Por ejemplo, en principio, un 60% de los insumos físicos de la economía global se podrían producir por medios biológicos, lo que incluye no solo los materiales biológicos (un tercio), sino también bienes producidos utilizando procesos biológicos, como los bioplásticos (dos tercios). Además, ofrecerían un rendimiento y una sostenibilidad superiores.

Más aún, la innovación biológica podría reducir en los próximos 10 a 20 años entre un 1% y un 3% de la carga de morbilidad global (más o menos equivalente a la carga conjunta del cáncer de próstata, mamas y pulmón). Si se hace realidad todo el potencial de estas innovaciones, la carga de morbilidad global se podría reducir en un 45%.

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Para llegar a ese punto tendremos que vencer muchos retos, tanto desde la perspectiva científica como en términos de comercialización y escalamiento de las innovaciones. Pero aquí también se ven tendencias promisorias. Para comenzar, el coste de mapear el genoma humano se ha desplomado, desde cerca de $3 mil millones en 2003 a menos de $1000 en 2016. La cifra podría caer a menos de $100 dentro de una década.

El genoma completo del SARS-CoV-2 (el virus causante de la COVID-19) se secuenció y publicó a las pocas semanas de su identificación. En contraste, tras su aparición en 2002 fueron necesarios varios meses para hacerlo con el genoma del SARS-CoV-1, causante del síndrome respiratorio agudo grave. Hoy el genoma del SARS-CoV-2 se secuencia con regularidad en varios lugares del mundo para examinar sus mutaciones y conocer mejor la dinámica de su transmisión.

Otra faceta de la innovación biológica que se está desplegando contra el COVID-19 es la sustancial mejora en la velocidad del diagnóstico. De manera similar, la constante miniaturización de los equipos de transcripción inversa de la reacción en cadena de las polimerasas (RT-PCR), la tecnología de vanguardia para las pruebas de COVID-19, la ha hecho más accesible para su uso en el campo.

Luego está el aprendizaje de máquina y otras tecnologías de IA, que los científicos están aprovechando para procesar enormes cantidades de datos genómicos (y microbiómicos) más velozmente que nunca antes. En conjunto con la producción de vacunas basadas en ácidos nucleicos, más rápidas y versátiles, estas capacidades han acelerado considerablemente la búsqueda de una vacuna para el COVID-19.

Para mediados de abril, menos de cuatro meses después de la identificación oficial del COVID-19, ya había más de 150 proyectos de vacuna en laboratorios de todo el mundo. Tras el comienzo de la epidemia del Zika en 2015, fue necesario más de un año para que se lanzara la fase 1 de ensayos clínicos para una posible vacuna.

Pero la capacidad de analizar sistemas y procesos biológicos es solo parte de la historia. En el centro de la actual biorrevolución se encuentra nuestra creciente capacidad para “diseñar” la biología mediante modernas herramientas de edición genética, como el CRISPR-Cas9. Con el SARS-CoV-2 se han utilizado organismos modificados genéticamente para desarrollar potenciales terapias. Por ejemplo, se ha utilizado ingeniería genética en ratones para producir anticuerpos monoclonales y en vacas para anticuerpos policlonales.

Más todavía, los científicos están explorando tratamientos para el COVID-19 que utilizan ARN pequeño de interferencia (ARNip, o siRNA por sus siglas en inglés) para interferir moléculas pequeñas, o RNA de interferencia (RNAi) para suprimir determinados genes. Otros tratamientos se basan en células T (elementos clave del sistema inmune) y células madre (que se pueden utilizar para dar origen a diferentes tipos de células). En total, se están investigando más de 200 potenciales terapias para el COVID-19.

Nuestra capacidad cada vez más sofisticada de conocer en profundidad los datos genómicos (y microbiómicos) y de diseñar células, tejidos y órganos a través de la ingeniería genética tiene implicancias que van mucho más allá de la salud humana. Ya se está aplicando en sectores tan diversos como la agricultura y la manufactura textil y de combustibles. Y hoy está surgiendo una nueva frontera: la interfaz cerebro-máquina. Las aplicaciones impulsadas por señales directas del cerebro no solo generarían una revolución en los aparatos prostéticos: también harían posible el almacenamiento de datos de ADN.

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No se pueden subestimar los riesgos que conllevarían innovaciones así de revolucionarias. Por una parte, el acceso desigual a las innovaciones biológicas profundizaría las desigualdades socioeconómicas, tanto al interior de los países como entre ellos. Más aún, ya que los sistemas biológicos son en lo fundamental autosostenidos y autoreproductivos, interferir en sus procesos podría tener efectos profundos, duraderos e impredecibles en los ecosistemas. Una vez abierta la caja de Pandora, puede que perdamos el control de lo que ocurra después.

Nunca es más evidente el valor de invertir en la innovación biológica que en tiempos de pandemia. Pero esa inversión debe ir acompañada de rigurosos esfuerzos de mitigación de riesgos, idealmente coordinados de manera global. Por desgracia, y como hemos visto en las respuestas en gran parte nacionales al COVID-19, eso puede resultar siendo un reto en sí mismo.

Matthias Evers is a senior partner in McKinsey’s Hamburg office and co-leads the firm’s global research and development work in the pharmaceutical and medical products practice. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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