El Covid y el sastre de Sánchez

En esta segunda Navidad covidiana, lejos de ser la de los reencuentros y la del resarcimiento económico brindado por quienes hablan por no callar, no sólo se registra una mortificante fatiga pandémica por la persistencia de este mutante Covid-19, sino también una creciente indignación contra unos gobernantes que se revelan unos impertérritos «optimistas sin escrúpulos» vendiendo espurias esperanzas. Siendo legión los políticos encasillables en ese apartado –más en tiempos revueltos en los que el populismo se adueña de la política–, no hay duda de que el presidente Sánchez es digno de descollar entre ellos, dado como desmerece su palabra cada vez que la emplea y como la deprecia al nivel del bolívar venezolano como prototipo de moneda basura.

En su caso, más le vale no someterse, ni como diversión turística, a La bocca de la verità, el pétreo medallón esculpido en la fachada de la iglesia romana cercana al Circo Máximo. Allí, según la leyenda a la que da pie la broma que Gregory Peck le gasta a Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, el embustero que introduce su mano en las fauces del monstruo barbado puede perderla como Juliano el Apóstata.

El Covid y el sastre de SánchezCiertamente, como coligen los protagonistas de la cinta de Wyler –el fotógrafo y la princesa, al cabo de su romántica aventura–, la vida no es siempre como uno quiere, y la política no es una excepción, si bien exige un liderazgo guiado por el conocimiento y la razón, en vez de apañar ficticias soluciones que, por su simpleza e improvisación, agraven los males y los enquisten.

Frente a los que quieren mandar «aunque sea un hato de ganado» –como verbaliza Sancho Panza al otorgarle el Duque la autoridad sobre la ínsula Barataria, algo que apetece por «probar a qué sabe el ser gobernador»–, es juicioso atenerse a la admonición de Don Quijote a su fiel escudero sobre que «los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones». Mandar es oficio bien distinto de gobernar y ejercer el liderazgo cuando no cabe pasividad al aguardo de la marea que conduzca a la fortuna, siendo causa de naufragio seguro el político que se ufana de su engreimiento y vuelve la espalda a esa elemental prudencia para no hincharse como la rana que quiso igualarse al buey.

No ayuda, en palabras del gran politólogo italiano Giovanni Sartori en su comunicación a las Cortes españolas en el vigésimo aniversario de la Constitución, que las elecciones, concebidas como instrumento cuantitativo para escoger de forma cualitativa a los representantes democráticos, hayan sido pervertidas a causa de la partitocracia, en un método para seleccionar lo malo. Por mor de esa devaluación, el liderazgo valioso –concluía Sartori– es reemplazado por otro impropio en el que, mezclando mediocridad y demagogia, irradia el populismo como una variante política de la pandemia sanitaria.

Así, después del rosario de despropósitos que jalonan la negligente gestión de la pandemia de Sánchez, su última ocurrencia sobre la obligatoria reposición de las mascarillas en espacios abiertos para sofocar la propagación del Covid impulsada por la nueva cepa ómicron lo ha vuelto a desenmascarar y le ha granjeado la abierta crítica de los presidentes autonómicos sin distingos de partido. Tras endosarles el mochuelo con el ardid de una supuesta «cogobernanza» –en realidad, «desgobernanza»– con las administraciones autonómicas, ni siquiera ha provisto a estas –al cabo de dos años– del paraguas de una ley de pandemias que no les deje a la intemperie judicial.

Él sí se dispuso de un estado de alarma para imperar cesáreamente a cuenta del Covid, según le ha reprochado el Tribunal Constitucional en varias sentencias contrarias a tales abusos. Como ha significado el presidente castellanomanchego, García-Page, ello les impone mendigar a los tribunales la aprobación de unas medidas que, trastocando los papeles de los poderes del Estado, transfigura a esos togados en gobernantes por el vacío legal, en vez de garantes del cumplimiento de unas normas inexistentes por dejación de quien se lava las manos como Poncio Pilatos en la jofaina de la arbitrariedad.

Así, con su querencia por el melodrama y por la sobreactuación, el parto de los montes que Sánchez anunció para el pasado miércoles con gran prosopopeya en su declaración institucional del sábado anterior en Barcelona ha engendrado no sólo el ridículo ratón de tantas veces, sino el mismo. Hace bueno lo que contaba Bernard Shaw para certificar que el music-hall de su época no experimentaba evolución alguna. Aburrido de contemplar a un prestidigitador que hacía ejercicios con unas bolitas, se marchó y, al regresar al cabo de 10 años, el artista jugaba allí con el número de antaño. Tal fiasco ha sobrevenido en la víspera de esta Nochebuena con el parto de los montes de Sánchez para envolver la nada más absoluta con un decorativo celofán, mientras el repunte del Covid desbarataba cenas familiares.

Como maniquí expuesto en el gran escaparate de las televisiones, Sánchez es como esos bailarines de minué a los que aludía Voltaire para criticar a los metafísicos de su época: muy elegante, mucha inclinación, mucho exhibirse, pero sin avanzar nada, mientras entroniza el lugar común y canoniza la frase hecha en una política de trampantojos que le faculte trampear hasta el escrutinio de las urnas. Para su minué, endilga promesas vanas que exhibe como originalidades a base de sofismas y falacias para que desplacen, al igual que la falsa moneda hace con la de curso legal, realidades tan palmarias y onerosas como el precio de la luz.

Esta vertiginosa subida, que se comprometió a revertir al nivel de 2018, desata una espiral de inflación que empobrece de modo galopante a una España que, pese a sus altos niveles de vacunación, sigue a la zaga de la recuperación, de la misma manera que fue la que mayor impacto sufrió con la explosión del Covid y sus casi 100.000 muertos. Ante ello, los «bla, bla, bla, presidente» sólo mueven al hastío de unos ciudadanos que sacan más cosas en claro conversando con la máquina del café que oyendo los vaniloquios sanchistas. Diríase que, en La Moncloa, el único que parece tomar medidas es el sastre de Sánchez para sus apariciones televisivas sobre el Covid.

Como tantos otros ilusionistas patológicos, una vez que los españoles parecen haber perdido la inmunidad de grupo adquirida con los desaguisados infligidos por el optimista antropológico Zapatero, Sánchez personaliza lo que, en las escuelas de negocios, se denomina la «paradoja Stockdale» en alusión al drama del prisionero estadounidense de mayor rango de la guerra del Vietnam tras ser derribado el avión que tripulaba al sobrevolar territorio enemigo, y que permaneció casi ocho años recluido en una celda de uno por tres metros, carente de ventana, en la prisión bautizada irónicamente por la guerrilla del Vietcong como «Hanoi Hilton».

Cuando le preguntaron a este jefe del ejército de EEUU por quienes no sobrevivieron, James Stockdale contestó: «Oh, eso es sencillo, los optimistas eran los que decían: ‘Saldremos para Navidades’. Y las Navidades venían y las Navidades se iban. Entonces decían: ‘Saldremos por Pascua’. Y llegaba la Pascua y la Pascua se iba. Y después, el día de Acción de Gracias; y después eran de nuevo las Navidades. Murieron a causa del corazón roto... Ésta es una lección muy importante. Nunca se debe confundir la confianza en que al final triunfarás –que nunca puedes permitirte el lujo de perder– con la disciplina para enfrentarte a los hechos más brutales de la propia realidad, sea cual sea».

El devenir de quien logró vivir para contarlo porque, en medio de su calvario, mantuvo la lucidez racional para ver lo que podía y lo que no podía hacer durante su cautiverio hizo acuñar al consultor estadounidense Jim Collins, en su manual Empresas que sobresalen, el concepto de «la paradoja Stockdale». Describía así como el exceso de optimismo puede causar destrozos como los que acarrearon la muerte, cayendo en el desánimo, de aquellos soldados tras desvanecerse sus vaticinios, al revés de quien aceptó aquella brutalidad sin perder la fe en ser liberado de aquella pesadilla. En este sentido, conviene no perder nunca la confianza, pero ser prudentes cuando la circunstancia advierte en contrario.

Para doblegar la realidad como la curva de la pandemia, hay que investirse de liderazgo y no rehuir la responsabilidad de la encomienda que se desempeña mediante compromisos apócrifos en foros con presidentes autonómicos en los que se adoptan acuerdos que, en apariencia, satisfacen todas las exigencias contradictorias, pero sin concretar respuestas. Ante tal argucia, la perversión del preciado consenso degenera en un costosísimo sistema de organizar la irresponsabilidad en el que, en consonancia con el refranero, «entre todos la mataron y ella sola se murió».

Siguiendo la estela del gran liberal Isaiah Berlin en su ensayo sobre Tolstoi, inspirado en el verso del poeta griego Arquíloco de que «la zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una importante», Collins se inclina por los erizos a la hora de alcanzar resultados efectivos al centrarse éstos en lo esencial, como el agraciado Stockdale; así como «subir al autobús a las personas adecuadas», esto es, rodearse de equipos con talento para afrontar la adversidad por dura que sea. Por eso, ni el optimismo a tutiplén ni el lanzamiento de pronósticos esperanzadores como si fueran confetis –cuando existe riesgo serio de que se vean incumplidos– son virtudes políticas, como espolvorea Sánchez con la bobería solemne con la que Zapatero arruinó y enfrentó a los españoles. Son maniobras desatentadas que acarrean el descrédito político y el infortunio ciudadano haciendo que sólo se pueda ser optimista respecto al futuro del pesimismo.

«Sólo un tonto optimista puede negar la oscura realidad del momento», fue el resorte que llevó en 1933, en una situación no menos hostil que la presente, al presidente Franklin D. Roosevelt en su discurso inaugural como inquilino de la Casa Blanca, a rescatar antiguas verdades para revivir una gran nación a fin de que perdure en el tiempo. «Tengo –aseveró– la firme convicción de que lo único que tenemos que temer es al miedo en sí, a ese injustificado terror que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir el retroceso en una marcha hacia adelante. Nuestra angustia no viene de la falta de talento ni estamos afectados por ninguna plaga bíblica. En comparación con los peligros que nuestros antepasados superaron, todavía nos queda mucho que agradecer».

En aquella encrucijada, como la de Inglaterra de la II Guerra Mundial con Churchill, EEUU se dotó de un liderazgo competente en contraposición con estos otros, como le espetó hace días el líder laborista a Boris Johnson en los Comunes, al frente de países como España que padecen el peor primer ministro en el peor tiempo posible.

Ello hace que, cuando Sánchez pide tranquilidad, todos deducen que hay que inquietarse seriamente y correr en busca del bote salvavidas sin reparar en la orquesta del Titanic. Si el Churchill del «sangre, sudor y lágrimas» ironizaba con que «soy optimista porque no parece muy útil ser otra cosa», algunos parecen tomárselo al pie de la letra para escurrir el bulto.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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