El crecimiento económico es la respuesta

Diciembre suele ser un momento para mirar para atrás al año transcurrido y hacia adelante, al año por venir. En 2019, hemos sido testigos de un creciente extremismo político (tanto en la izquierda como en la derecha) y polarización, de una mayor inestabilidad gubernamental y de crecientes tensiones entre los gobiernos centrales y subnacionales. Todas estas tendencias continuarán en 2020. En casi todas partes hacia donde miremos, existe una brecha cada vez mayor entre lo que la gente les exige a los gobiernos y lo que los gobiernos pueden ofrecer. Las razones varían, pero una causa subyacente importante explica muchos de los reclamos: un crecimiento económico aletargado.

Mientras que la desigualdad en alza –un problema que, según sugieren los datos, es real pero sobreestimado- ha pasado a ocupar el centro del debate público, la cuestión clave es que los estándares de vida no están mejorando lo suficientemente rápido entre quienes se están quedando rezagados. En Estados Unidos, las políticas que se proponen para abordar esta cuestión incluyen tasas marginales del impuesto a las ganancias mucho más altas, un impuesto importante al patrimonio y nuevas asistencias y subsidios masivos, lo que implica mayores déficits y mucho más control de la economía por parte del gobierno. Desafortunadamente, esta combinación de políticas promete reducir, no aumentar, los estándares de vida. Para expandir la torta económica, la opción de permitir que las personas y las empresas interactúen libremente en los mercados es mucho mejor que depender de los planificadores o burócratas del gobierno. El papel del gobierno debería limitarse a fijar y hacer cumplir reglas de juego justas.

En Estados Unidos, el ingreso per cápita después de descontar impuestos es 50% más alto que en las democracias sociales escandinavas, que financian sus estados de bienestar a través de impuestos regresivos altos al consumo que afectan a la clase media. Reacios a aceptar esa realidad, los analistas en la izquierda dicen que la desigualdad en sí misma es la causa del crecimiento lento. Tras observar que los ricos tienden a ahorrar una proporción mayor de sus ingresos, sostienen que una mayor redistribución hacia abajo impulsaría el consumo y, por lo tanto, el crecimiento.

Pero este argumento es una consideración menor aplicable exclusivamente en el contexto de una recesión que viene de largo. En una economía de pleno empleo, los ahorros hacen falta para financiar la inversión, lo que a su vez impulsa la productividad –producción por hora de trabajo- y los salarios. Es más, existen otras maneras de aumentar los ingresos bajos que no perjudican el motor de la inversión de los ahorros; los principales ejemplos incluyen inversiones en educación y capacitación laboral.

El presidente John F. Kennedy dijo que “una marea alta levanta todos los barcos”. Obviamente, ese argumento es un tanto hiperbólico; pero aún si el crecimiento no puede levantar todos los barcos todo el tiempo, claramente levanta la mayoría, y son pocos los que quedan varados o hundidos. En el contexto de hoy, un crecimiento más fuerte de Estados Unidos ha ajustado el mercado laboral, a tal punto que los salarios de quienes menos ganan están subiendo más rápido que los de quienes pertenecen a cualquier otro grupo. El desempleo está en un mínimo de cinco décadas, y en un mínimo sin precedentes en el caso de los afronorteamericanos e hispanos.

No obstante, necesitamos un crecimiento económico aún más sólido para aliviar la presión por una reforma económica y política radical. Existe un debate en curso sobre si la desaceleración del crecimiento de la productividad de los últimos 15 años refleja fuerzas estructurales de largo plazo u otra cosa. El campo pesimista –que incluye, principalmente, al economista de la Northwestern University Robert J. Gordon- sostiene que los efectos de mejorar la productividad de los recientes avances tecnológicos no están a la altura de los efectos asociados con tecnologías anteriores como la electricidad, las cañerías interiores y el automóvil.

Los optimistas, por su parte, apuntan a la nanotecnología, la biomedicina de precisión y la inteligencia artificial como posibles precursores de una nueva era de logros impulsados por la tecnología. La próxima “aplicación asesina”, dicen, puede ser imposible de predecir, pero la historia sugiere que surgirá alguna, como ha sucedido siempre.

Además, el principal valor comercial obtenido de una nueva tecnología no siempre es lo que el inventor tenía en mente. La intención original de James Watt no era introducir ferrocarriles a vapor, sino crear un método para extraer agua de las minas de carbón. Guglielmo Marconi quería competir con el telégrafo en el terreno de la comunicación punto a punto, sin ver que sus esfuerzos conducirían a la radiotransmisión. La leyenda dice que Thomas Edison presentó una demanda legal para impedir que el fonógrafo fuera utilizado para pasar música (su intención original era ayudar a los ciegos).

Otra complicación tiene que ver con la medición de la productividad, el PIB (ajustado por inflación) real y la inflación. Consideremos el caso de Estados Unidos, donde un porcentaje cada vez mayor de la economía -70% del sector privado- incluye servicios difíciles de medir, en lugar de producción de bienes. Durante décadas, los cambios bien documentados en calidad, nuevos productos y sesgos de sustitución han subestimado el crecimiento y sobreestimado la inflación. Y las mejoras de las agencias de estadísticas sólo han superado en parte este problema.

La proliferación de servicios (presuntamente) gratuitos –redes sociales, video-llamadas, motores de búsqueda, correo electrónico- plantea nuevas cuestiones en torno a la medición. El PIB captura el valor total de los bienes y servicios a precios de mercado. Pero si el precio de mercado es cero, ese valor no se cuenta, a menos que se utilice una medición alternativa, como el ingreso publicitario que subsidia el servicio.

¿Qué estarían dispuestos a aceptar como compensación los consumidores por no recibir un servicio gratuito determinado? Para responder esas preguntas, Erik Brynjolfsson del MIT y Erwin Diewert de la Facultad de Economía de Vancouver realizan experimentos en los que se les pregunta a los participantes si resignarían un servicio a cambio de una chance poco probable de ganar alguna cantidad modesta de dinero.

En el caso de Facebook, Brynjolfsson y sus colegas concluyen que el valor del servicio –basado en una “voluntad marginal estimada de prescindir de él”- es tres veces el ingreso publicitario de la compañía. Obviamente, esas estimaciones son preliminares. Privarse de un servicio durante un mes a cambio de algo similar a un billete de lotería ofrece una aproximación razonable de valor sólo bajo suposiciones muy fuertes. Mientras tanto, los académicos y las agencias estadísticas del gobierno seguirán trabajando en métodos para mejorar las medidas existentes.

En cualquier caso, todavía no está claro si se cuenta el valor de las nuevas tecnologías con la misma exactitud que a fines de los años 1990, cuando una comisión que yo encabezaba estimó que las mejoras de calidad y los sesgos de los nuevos productos representaban aproximadamente las tres cuartas partes de un punto porcentual (de un total de 1,1%) por año en incrementos sobrevaluados del costo de vida.

Por supuesto, es de esperar que los optimistas tengan razón. Pero si las alzas de productividad son y seguirán siendo magras, como advierten los pesimistas, los responsables de las políticas económicas a nivel nacional e internacional deberían actuar en consecuencia. Lograr un crecimiento de largo plazo más rápido debe ser la principal prioridad.

Michael J. Boskin is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H. W. Bush’s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in official US inflation estimates.

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