El crecimiento exponencial puede matarnos o hacernos más fuertes

Un buen modo de pensar la pandemia de coronavirus es verla como el cambio climático a mucha más velocidad. Lo que al clima le lleva décadas o siglos, a una enfermedad contagiosa le lleva días o semanas. Esa velocidad es un llamado de atención que ofrece enseñanzas respecto de cómo pensar los riesgos en un mundo interconectado.

Tanto con el cambio climático como con la COVID‑19, el problema real no son las cifras absolutas (la cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero o de infecciones) sino el ritmo (tasa) de cambio. Ya bastante malo es que el promedio mundial de temperaturas haya aumentado 1 °C (casi 2 °F) por encima de los niveles preindustriales. Pero un calentamiento de dos, tres o muchos más grados sería mucho peor.

También en las pandemias, incluso una pequeña diferencia en la trayectoria de crecimiento tendrá grandes consecuencias más adelante. Las infecciones por coronavirus vienen creciendo a un ritmo aproximado del 33% diario en la mayoría de los países europeos (en Estados Unidos la cifra es apenas un poco menor, tal vez por una relativa falta de detección). A ese ritmo, una decena de casos hoy se convierte en 500 en dos semanas y en 20 000 dos semanas después de eso.

Italia tuvo que paralizar buena parte de su economía tras alcanzar apenas 12 000 casos. Y es lo que hay que hacer, antes de que más sistemas sanitarios se acerquen al punto de saturación. Insisto, la prioridad es frenar el ritmo de crecimiento. Hong Kong y Singapur cerraron las escuelas y dictaron cuarentenas mucho antes de que el brote se descontrolara, y el ritmo diario de crecimiento del coronavirus allí parece rondar el 3,3%.

El quid del crecimiento exponencial es que una tasa de infección del 3,3% no es apenas diez veces mejor que una tasa del 33%; transcurridas tres semanas, la diferencia es 150 veces. En ese lapso y con la tasa más baja, 100 casos no llegan a duplicarse, pero con la tasa más alta, 100 casos se convierten en 30 000.

Según una estimación, entre 10 y 15% de los primeros casos de COVID‑19 en China fueron graves, lo que implica que en nuestro escenario de crecimiento limitado necesitarán terapia intensiva unas 20 personas, mientras que en el caso de crecimiento acelerado serán 3000. Esa diferencia tiene importantes consecuencias para los sistemas sanitarios. Italia es un buen ejemplo: sus hospitales han tenido que clasificar a los pacientes por el grado de urgencia o incluso rechazarlos, y su tasa de mortalidad por COVID‑19 es considerablemente superior a las de otros países.

Estos «puntos de saturación» sanitarios son a la pandemia de COVID‑19 lo que los «puntos de inflexión» son al cambio climático. No es seguro cuándo y dónde se alcanzarán, pero son una realidad. Asimismo, en ambos casos (y en la mayoría de los países) ya es demasiado tarde para la contención. La prioridad ahora es la mitigación, seguida de cerca por la adaptación a lo que ya es inevitable. Frente a la COVID‑19, el objetivo es «aplanar la curva», así como debemos «torcer» la curva de las emisiones de gases de efecto invernadero. Una reducción pequeña e inmediata de la tasa de crecimiento ahora producirá efectos cada vez más grandes con el correr del tiempo.

Claro que lograr esa reducción no es fácil. Cerrar las escuelas corta uno de los canales de transmisión de la enfermedad, pero también conlleva un importante peso adicional para familias donde los padres deban quedarse en casa y adoptar la escolarización hogareña de un día para el otro. En eso, la decisión de Nueva York de proveer almuerzos escolares para llevar y guarderías para los hijos del personal sanitario, de respuesta a emergencias y de control de tránsito es un paso importante, ya que en la práctica puede ocurrir que los cierres de escuelas, al inhabilitar a trabajadores cruciales, aumenten la tasa neta de mortalidad derivada de la COVID‑19.

Estos dilemas apuntan a lo que tal vez sea el parecido más importante entre la COVID‑19 y el cambio climático: las externalidades. En ambas crisis, el cálculo personal de un individuo puede afectar el bienestar de la sociedad en su conjunto. Jóvenes saludables cuyo riesgo de morir de coronavirus es considerablemente menor tal vez prefieran seguir yendo a la empresa a hacer «acto de presencia» para avanzar en su carrera profesional. Por eso es necesaria la intervención proactiva de los gobiernos para modificar el cálculo individual.

Imaginemos que Italia se hubiera paralizado a mediados de febrero, cuando todavía tenía menos de 30 casos de COVID‑19. Los costos de la disrupción hubieran sido grandes, y el malestar público se hubiera hecho oír. Pero se hubieran evitado miles de muertes, y el costo económico general de una paralización apresurada y proactiva sería sin duda menor al de esa misma medida tomada en forma todavía más apresurada y reactiva. A diferencia de Italia, Hong Kong ya está saliendo lentamente de su paralización proactiva.

Felizmente, mitigar el cambio climático no demanda nada parecido a paralizar la economía. Pero sí demanda una redirección radical de las fuerzas de mercado para alejarnos de la ineficiente y contaminante trayectoria actual y adoptar en cambio una trayectoria eficiente con baja emisión de carbono. Eso supone políticas públicas proactivas y un aumento de la inversión y de la innovación. Los resultados llegarán después de años y décadas, pero dependen en gran medida de lo que hagamos ahora.

En ambos casos, se necesitan políticas públicas integrales. La crisis de COVID‑19 resalta la necesidad de proveer licencia por enfermedad paga y atención universal de la salud, así como la crisis climática lo hizo en relación con la inversión en empleo y fabricación sustentables y en medidas para resolver las inequidades ambientales. No hay que quedarse sentados a la espera de una solución tecnológica. Es obvio que el desarrollo de una vacuna para la COVID‑19 es importante, lo mismo que la investigación en grandes proyectos para la generación de energía limpia e incluso en geoingeniería. Pero todo esto llevará tiempo y una inversión real en ciencia.

Como es bien sabido, en chino la palabra «crisis» se compone con los caracteres «peligro» (危) y «oportunidad» (机). En el caso de la COVID‑19, la oportunidad puede estar en demostrar que un cambio rápido de conductas es posible. De hecho, en abril, el Grupo Intergubernamental de Expertos de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático celebrará su primera reunión virtual de autores principales. Organizar una reunión por Internet con 300 personas en cinco continentes es un desafío, pero es indudablemente más fácil que volar al otro lado del mundo. Los especialistas en física de alta energía llevan años haciéndolo.

A futuro, debemos preguntarnos si estamos tomando medidas suficientes para «aplanar la curva» de las transmisiones y para «torcer la curva» de las emisiones. Puede que el coronavirus haya reducido la emisión china de CO2 este año, por los cierres de fábricas en Wuhan y las dificultades económicas generales. Pero en última instancia, todo se reduce a la trayectoria. Para confrontar las crisis globales actuales, debemos entender el poder matemático del crecimiento exponencial, que tanto puede ser una condena como una bendición.

Gernot Wagner teaches climate economics at New York University. He is the co-author, with the late Martin Weitzman, of Climate Shock: The Economic Consequences of a Hotter Planet. Traducción: Esteban Flamini.

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