El crepúsculo del felipismo

Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado excedente (EL MUNDO, 01/05/04):

Una semana después de las pasadas elecciones generales escribí en esta misma tribuna un artículo que titulé Dos cartas sobre la mesa. La primera iba dirigida al presidente del Gobierno en funciones; la otra, al que entonces llamé presidente in pectore y hoy lo es en servicio activo. Pues bien, al cabo del tiempo transcurrido y coincidiendo con la constitución del nuevo Ejecutivo, vuelvo a tomar la pluma para insistir en mi cauto optimismo.El pueblo español expresó su voluntad en las urnas el 14 de marzo en unas circunstancias de terror, inquietud y zozobra -el atentado del 11-M no era para menos- que no deben ponerse como ejemplo de normalidad democrática, y el nuevo presidente, aunque ya se sabía con bastante antelación, ha formado un gobierno de ocho mujeres y ocho hombres que constituyen un equipo, en términos generales, bastante aceptable. De la nómina de ministros sólo conozco personalmente a dos -vaya para la señora y el señor juez, mi sincera y cordial enhorabuena-, pero me parece que todos los nombramientos se han realizado inspirados en un criterio de moderación.Unicamente me cabe la duda de si a todos pudiera llamárseles propiamente ministros y ministras de izquierdas, pues determinadas cercanías de algunos con la clase financiera dominante del país, podría dar que pensar que tienen de derechas tanto o más que muchos de derechas.

El ilustre e ilustrado Jaime Campmany dice que lo que se ha pergeñado es un gobierno felipista más que zapatarista, con lo cual supone que el felipismo no ha muerto, sino que, muy al revés, está vivo y coleando; apreciación en la que parecen coincidir el no menos preclaro Gabriel Albiac cuando habla del retorno del felipismo puro y duro de Filesa y el GAL, y también este periódico al afirmar que el hecho de que la mitad del Ejecutivo fueran altos cargos durante la época de Felipe González cuestiona no sólo la voluntad de regeneración de los nuevos gobernantes sino además su autonomía respecto al felipismo. En buena lógica, esto no debería ser cierto -tampoco deseable-, pero no podemos olvidar que la política, muy a menudo, se rige por fórmulas extrañas.

No obstante todas las apariencias y al margen, también, de añoranzas, para mí no parece sino que el felipismo se bate en retirada, aunque es seguro que quienes opinan lo contrario tienen fundadas razones. Reconozco que alguna que otra designación llamativa -léase la de un tal José Enrique Serrano, jefe de Gabinete de la Presidencia del Gobierno, la del señor Rubalcaba como portavoz del grupo parlamentario socialista en el Congreso, o las de los señores López Guerra y Rubio Llorente como, respectivamente, secretario de Estado de Justicia y presidente del Consejo de Estado- quizá justifiquen que los analistas lleguen al resultado inverso. Particularmente, entiendo que se trata de no más que de unos cuantos espejismos.

Es verdad que todavía los hay que se aferran con uñas y dientes a posiciones felipistas, pero no es menos cierto que una buena parte de los socialistas españoles hace años que cortaron amarras con esa faceta del socialismo y da la impresión de que el nuevo presidente del Gobierno -léase la entrevista que el director de este periódico le hizo el miércoles 21 de abril- quiere barrerla, quizá para evitar que alguien le recuerde determinados métodos de gobernar de sus antepasados que repugnaron a muchos, aunque bien sé que, desgraciadamente, no a todos. No es fácil olvidar que durante aquellos 14 años, el crimen de Estado y la corrupción estuvieron a la orden del día, tal y como nos rememora Pedro J. Ramírez en El desquite, su último libro y que, a mi juicio, tiene el gran mérito de estar escrito para que la memoria no se pierda, ni se aje, ni se confunda.

Al margen de la consideración de algunos observadores políticos y periodistas que lo asocian con el cesarismo, es muy posible que el felipismo, a estas alturas, no sea otra cosa que un sistema harto caduco, desprestigiado e ineficaz a los fines democráticos que se deben alcanzar. Aquella situación, que no ideología, representa el pasado y el pasado siempre pierde, lo cual es una constante histórica en la que no suele repararse, tal vez por desconocimiento de un principio tan natural como que si el pasado vence al futuro, los países se atoran y no evolucionan. En política, quien mira para atrás acaba convirtiéndose en estatua de sal, como la mujer de Lot.

Sería injusto negar que el gobierno del Partido Socialista Obrero Español al que aludo representó su papel, mejor que peor -mejor en unos casos y peor en otros-, en una situación determinada y pretérita -no se olvide su victoria en las elecciones de octubre de 1982, precedida del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981-, pero de lo que no cabe duda es que, hoy por hoy, aquel periodo representa un lastre que el país -espero- y el Gobierno -supongo- desean tirar por la borda para poder navegar con favorables vientos. La inerte actitud de cierta oligarquía política puede acarrear muy considerables baches en el proyecto que Rodríguez Zapatero ha diseñado para gobernar España y «hacer una democracia ejemplar», que es lo que, literalmente, ha proclamado.

Hay algo, sin embargo, que deberíamos analizar. Me refiero a que los casi tres lustros de gobierno de Felipe González impregnaron de felipismo a muchos españoles y marcaron una huella indeleble en no pocos aprendices de políticos. Ante la eficacia que demostró para mantenerse en el Gobierno -pese a lo que le caía encima-, fueron no pocos los que le imitaron y hasta plagiaron sus tácticas y de ahí que, ahora, a todos ellos les sea difícil sacudirse la impronta de aquel estilo que tan firmemente les marcó. Aun así, insisto en que la política hay que hacerla con hombres de refresco y del felipismo no queda -o no debe quedar- sino el recuerdo. Además, de nada sirve querer resucitar lo que ya es carne de historia.

El inclemente Eduardo Haro Tecglen, que en su juventud padeció de fuertes ataques de fervor fascista -a su artículo Dies irae publicado en la primera página del periódico Informaciones nos remitimos-, recomienda al presidente Rodríguez Zapatero que se inspire no tanto en Felipe, como en la izquierda de Indalecio Prieto, Largo Caballero, en el Abuelo, en Araquistaín, en Bayo, en Zugazagoitia y así. Exhortación ésta del señor Haro que me recuerda aquella otra del plasmafranquismo que preconizó, muerto Franco, uno de sus ex ministros añorantes y que dio lugar a que Camilo José Cela construyese su brillante teoría político-celular sobre el franquismo.

Y es que si, como Cela hizo por aquel entonces, nos adentrásemos en el sutil campo de la biología, lo que el señor Haro parece patrocinar es el plasmasocialismo en la variante del protofelipismo, que podría definirse -véase el diccionario médico de EL MUNDO- como aquella substancia constitutiva de las células, de firmeza más o menos líquida -o sea, viscosa-, estructura coloidal y composición química -aquí diríamos, política- nada compleja, que contiene una gran cantidad de agua en la que están disueltos -es decir, residuales- númerosos cuerpos orgánicos -entiéndase, escándalos- y algunas sales inorgánicas -o lo que es igual, abusos- en suspensión.También podría hablarse del citofelipismo, que vendría a ser como la parte de aquellas células formada por los que en su día fueron designados por el dedo divino para velar por la conservación de las más puras esencias del felipismo. La mayoría de sus nombres, pertenecientes a casi todos los ámbitos de la vida nacional, aparte de estar en la mente de muchos, puede leerse en ediciones pasadas -y actuales- del Boletín Oficial del Estado; mas si el lector quisiera, sepa que puede ampliar conocimientos con la muy ilustrativa lectura de las hemerotecas.

Por si fuera poco, el señor Haro Tecglen recomienda al señor Rodríguez Zapatero que no haga socialismo, porque le matarían, consejo que me preocupa pues es todo un síntoma de que el autor pudiera estar afectado de la dolencia que científicamente se conoce con el nombre de protrusión o amontonamiento de células junto al núcleo. En serio, dudo mucho que a los españoles de hoy les apetezca ser gobernados por restos ectoplasmáticos. Así, pues, retírense del mundanal ruido los felipistas y dejemos que España siga el camino que parece haber diseñado el nuevo presidente del Gobierno y secretario general del partido socialista. Estoy convencido de que la política no debe fabricarse con material oxidado y que el olvido, pasados los razonables plazos de caducidad, quizá sea la mejor de las terapias.

El nuevo presidente es hombre de mediana edad y todavía no tiene malas artes adquiridas, sea porque no ha tenido tiempo para haberlas aprendido, sea porque conocidas no ha querido aprenderlas, lo cual, en ambos casos, es una suerte para él y para todos. Circunstancia ésta que nada tiene que ver con esa conclusión a la que llega el académico de la lengua Juan Luis Cebrián cuando, puesto a ensalzar al nuevo presidente, cuenta lo que Felipe González le dijo un día: que Zapatero tenía la mirada limpia (El País, 15.03.04).Para mí que la figura de un presidente de Gobierno no puede basarse tan sólo en la confianza que inspira su mirada, la pinta de buena persona, su aspecto gozoso -no entiendo lo del «método de la sonrisa»- o la sencillez de sus comportamientos, matices que no descarto se den en el señor Rodríguez Zapatero, pero la imagen del jefe del Ejecutivo no puede quedarse en el simple decorado.Este pensamiento se me ocurre ante el temor de que el señor presidente o algunos de sus ministros puedan prestar más atención a los susurros procedentes de grupos -en especial, del más potente en medios de comunicación-, preocupados exclusivamente por obtener más privilegios y más sinecuras, que a las palabras que se pronuncien en el Congreso de los Diputados o las reflexiones que se hagan en el Consejo de Ministros.

Hay gente empeñada en caminar mirando por un espejo retrovisor, en vez de mirar al frente con gafas correctamente graduadas.El «tardofelipismo», como bautizó Umbral a los restos de esa dinastía política, no debe salirse de su órbita que, dicho sea de pasada, ya está bastante amortizada. El error de Felipe González, entre otros, pudo ser el de suponer que el felipismo habría de sobrevivirle. De Felipe González, cuyo estatuto de ex presidente de Gobierno le hace merecedor del debido respeto, un buen socialista llegó a decirme hace unos días que quizá no sea inmortal pero de lo que no había duda era de que es «inmorible», cosa que él mismo proclama cuando dice eso de que «nunca me he ido» y fundamenta en que le «ha traicionado la biología», pues se siente con fuerzas para seguir en la brecha.

Algunos politólogos dicen que peor que un muerto político, es el político vivo que se pasea con un cadáver a cuestas. Sin embargo, después de la declaración del señor Rodríguez Zapatero de que piensa contar con él para misiones internacionales, no parece que el nuevo presidente del Gobierno esté de acuerdo con quienes creen que ya es hora de que Felipe González, que, por no ser, no es ni diputado, descanse en la paz del cementerio político.