El cruce de destinos del Reino Unido y Suiza

Comencemos el año con una adivinanza. ¿Cuál fue el dirigente que apeló a la creación, lo antes posible, de una federación de Estados europeos al término de la Segunda Guerra Mundial? En la página oficial de la UE (europa.eu), la respuesta parece evidente: Winston Churchill. Ahí se explica detenidamente que, con ocasión de un discurso que tuvo lugar en la Universidad de Zúrich, en 1946, el primer ministro británico “que había sido el motor de la coalición contra Hitler se convirtió en un militante activo de la causa europea”. Y se cita una frase clave suya: “Hay que reconstituir la familia (…). Tenemos que erigir algo como los Estados Unidos de Europa”. Un gran malentendido se ha mantenido así desde hace más de 70 años. Se ha olvidado que el viejo león había puntualizado en su famoso discurso quiénes deberían constituir el doble motor de ese conjunto (Francia y Alemania) y, sobre todo, cuáles eran las tres entidades que podrían acompañar a tal construcción con su benevolencia. Citó entonces a “la poderosa América” y, deseándolo de todo corazón, a la Rusia soviética. ¿Y el tercer padrino situado fuera de esa edificación? El Reino Unido, sencillamente. Porque Churchill no tenía, de facto, ningún deseo de participar activamente en esa construcción europea y, todavía menos, de ver a los británicos unirse a ella.

A este respecto, Charles de Gaulle nunca tuvo duda alguna. El general se regodeaba al recordar que, en varias ocasiones, Churchill le había dicho: “Sepa usted que si tuviera que elegir entre Europa y el mar abierto ¡siempre elegiré el mar abierto!”. Para el conservador británico, en caso de entente o de alianza, el vínculo trasatlántico con el Nuevo Mundo le parecía más seguro que el de apostar por el Viejo Continente.

En la esfera de influencia de la UE, Suiza sigue figurando hoy como un islote en el centro de Europa occidental. Pero conviene recordar que, durante muchos años, esta confederación ha trazado su destino continental a la par que otra isla, el Reino Unido. Como reacción a la inicial comunidad de seis (Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo), Londres había conseguido agrupar, en 1960, a Suiza, Austria, Dinamarca, Noruega, Portugal y Suecia en la Asociación Europea de Libre Comercio. La AELC (o EFTA) reunía así a aquellos que apostaban únicamente por acuerdos económicos, pero en ningún caso por una entidad de vocación política.

Cuando, un año más tarde, la pérfida Albión cambia de chaqueta y pide su adhesión al Mercado Común, seguida por Dinamarca y Noruega, se desata un viento de pánico en Suiza, donde se teme un repliegue por parte del comercio internacional. El país, que siempre había considerado que el proyecto de superestado era incompatible con su neutralidad y su sistema de democracia directa, se apresta a hacerle insinuaciones a la Comunidad Económica Europea (CEE). Berna propone entonces no solamente aceptar las cuatro libertades de circulación (bienes, capitales, servicios y personas), sino también una amplia alineación con los ámbitos de la agricultura y de la política aduanera o comercial. Nunca renovada en bloque, esta solicitud suscita solo un débil eco por parte de los Seis, ocupados como están en negociar con el Reino Unido, un candidato bastante más serio.

En 1963, De Gaulle pone fin al suspense. Al considerar a los británicos como caballo de Troya de Estados Unidos en el recinto, impone su veto a la entrada del Reino Unido. De lo que Suiza se congratula. Sucederá lo mismo cuatro años más tarde, cuando el general renueve su oposición a una nueva demanda del Reino Unido. Londres deberá esperar hasta 1973, y a la desaparición del gran Charles, para celebrar su Brexin.

Abandonada finalmente por su prima lejana, Suiza urdirá paso a paso, en el curso de los decenios siguientes, tratados bilaterales con la que ya ha pasado a ser la Unión Europea. Pero se enfrenta hoy a una exigencia de Bruselas que quiere un acuerdo-marco institucional para adaptar casi automáticamente los acuerdos alcanzados a la evolución del derecho comunitario. Se trata de un deal que comporta semejanzas con el que la UE intenta establecer con el Reino Unido una vez consumado el Brexit. Berna y Londres se encuentran hoy en una situación similar, por no decir que “en el mismo cesto”.

Los dos países insulares —teniendo en cuenta sus afinidades históricas— han convenido con bastante facilidad siete acuerdos bilaterales, etiquetados como Mind the gap, para preservar los intereses mutuos de sus conciudadanos: residentes y empresas en activo de uno de estos dos Estados no se verán perjudicados en el otro.

Sin embargo, el riesgo de una ruptura abrupta con Europa ronda como un espectro. En Suiza, como en adelante en el Reino Unido, una mayoría de habitantes estima que el futuro es más radiante fuera del recinto comunitario. Pero a condición de entenderse con la Unión Europea, no de oponerse a ella.

Denis Etienne es redactor jefe adjunto de Tribune de Genève. Traducción de Juan Ramón Azaola.

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