El crujido del hielo

Antes del ataque japonés a Pearl Harbor y Malaca, la increíble complacencia y la arrogancia racial de la sociedad colonial había dado lugar a un peligroso autoengaño. Casi nadie en Occidente se había tomado la molestia de estudiar las lecciones de la guerra chino-japonesa. Hay que decir que tampoco Hitler. quien no supo verlas útiles lecciones que podía derivar para su propia invasión de la Unión Soviélica cuatro años más tarde. El impacto y el terror de la crueldad no siempre llevan a la sumisión del adversario. Por el contrario, pueden llevarlo a una resistencia desesperada, Y si aquel dispone de una gran masa de tierra a la que retirarse, un ejército invasor numéricamente inferior, por excelente que sea. fracasará en conseguir una victoria decisiva.

Los soldados japoneses habían sido formados en una sociedad militarista. Sus madres les habían confeccionado amorosamente el pañuelo «de las mil puntadas», que se suponía que tenia el poder de desviar las balas. En homenaje a semejantes valores marciales todo el pueblo o la vecindad se congregaban para despedir al recluta que partía para incorporarse al ejército. Los soldados temían avergonzar a su familia o a su comunidad, un sentimiento que. según numerosos historiadores japoneses, era mucho más poderoso que la idea de morir gloriosamente por el emperador.

Su adiestramiento básico iba dirigido a destruir su individualidad. Los reclutas eran constantemente insultados, abofeteados y apaleados por sus sargentos y cabos con el fin de endurecerlos. En lo que podría llamarse la teoría del palo, se trataba de provocarles para que toda su ira se volcara contra los soldados y los civiles de un enemigo derrotado. Todos ellos habían sido adoctrinados desde la escuela elemental para creer que los chinos eran totalmente inferiores a la «raza divina» japonesa y aun «inferiores a los cerdos». Un soldado japonés admitió que, aunque le había horrorizado la tortura gratuita de un prisionero chino, pidió que se le permitiera tomar parte en ella para que nadie considerara su actitud como insultante.

Durante la masacre de Nanking, en diciembre de 1937 los oficiales japoneses obligaron a los prisioneros chinos a arrodillarse en fila para practicar con ellos la decapitación con sus espadas de samurai. A los soldados les ordenaron hacer prácticas de bayoneta contra miles de prisioneros chinos, atados a los árboles. Cualquier soldado que se negara era azotado por sus suboficiales.

El trato que daba el ejército japonés a las poblaciones conquistadas y a los enemigos vencidos sobrecogía a los occidentales, que jamás habían imaginado que pudiera darse tal crueldad en los tiempos modernos. Los oficiales japoneses se jactaban del honor del samurai, que exigía un trato generoso para los derrotados, pero ellos nunca lo pusieron en práctica. Afirmaban que estaban liberando Asia del colonialismo occidental, pero ellos practicaban una opresión mucho peor que condujo a hambrunas y al colapso económico en cada país que ocuparon.

Creo que el hallazgo que me conmovió más mientras escribía «La Segunda Guerra Mundial» fue que los japoneses no solo perdonaban el canibalismo, sino que lo fomentaban activamente,sobre lodo hacia el final de la guerra. No se trataba solo de casos aislados. Semejante comportamiento se vio también en el ejército que estaba en China y en las guarniciones del Pacifico a las que la Marina estadounidense había cortado la vía de suministros. A partir de los informes realizados posteriormente por las autoridades americanas y el Departamento Australiano de Crímenes de Guerra, se pudo constatar que «la extendida práctica del canibalismo por soldados japoneses en la guerra de Asia y del Pacífico fue algo más que meros actos aislados perpetrados por individuos o pequeños grupos sometidos a condiciones extremas. Los testimonios indican que el canibalismo fue una estrategia militar sistemática y organizada».

Tanto a los prisioneros de guerra locales como a los aliados, especialmente a los del Ejército Indio que permanecieron leales, se les mantuvo vivos como a «ganado humano», para luego ser sacrificados, uno a uno, para consumir su carne. Las autoridades aliadas, conscientes del horror que semejante información iba a causaren las familias de todos los que murieron en los campos de prisioneros, decidieron silenciar totalmente los hechos. A consecuencia de ello, el canibalismo no compareció nunca en el Tribunal de Crímenes de Guerra de Tokio, en 1946.
El aborrecimiento por los japoneses que compartían marines y soldados americanos se hizo más intenso aún por la suicida resistencia nipona y por las noticias del trato inhumano que dispensaban a los prisioneros de guerra aliados. Los soldados americanos, como la mayoría de los británicos en Birmania, no veían a sus enemigos japoneses como seres humanos. A los hombres de la Primera División de Marines que desembarcaron en Nueva Bretaña el día de San Esteban de 1943, su comandante les dijo: «No apretéis el galillo hasta que no veáis carne. Y cuando lo hagáis, derramad sangre, derramad sangre amarilla». Algunos marines decapitaron cuerpos de japoneses para hervir la cabeza y vender el cráneo al volver a casa.

En mayo de 1945. cuando las compañías de fusileros de la Primera División de Marines en Okinawa se enteraron de que los alemanes se habían rendido, su reacción fue: «Bueno, ¿y qué?». Estaban exhaustos y sucios y lodo a su al rededor apestaba. Por lo que a ellos se refería, la guerra en Europa era otra guerra en otro planeta. Tras los salvajes combates en Okinawa todavía quedaba la perspectiva más ominosa de tener que invadir las islas nacionales de Japón de Honsu y Hokkaido. donde militares y civiles a la vez se preparaban para combatir hasta la muerte. Ninguno de los marines sabia entonces que en el más estricto secreto se estaban preparando las bombas atómicas.

Ningún periodo de la historia ofrece —como la Segunda Guerra Mundial— un arsenal tan nutrido para el estudio del ejercicio de la opción moral, de la tragedia individual y colectiva, de ta corrupción del poder político, de la hipocresía ideológica, de la egolatría de algunos comandantes en jefe, o de la traición, la perversidad, de un sadismo increíble, pero también del autosacrificio y de una compasión inesperada. En resumen, la Segunda Guerra Mundial desafía las generalizaciones. Pero ¿se trató de una «guerra justa» desde el punto de vista de los Aliados? Como ya han puesto de relieve otros historiadores, sacrificamos la libertad de la mitad oriental de Europa para salvar la otra mitad occidental. No creo que, dadas las circunstancias, existiera otra opción, pero desde luego esta realidad debería poner punto final a cualquier triunfalismo.

Hace escasamente unas semanas, cuando mi libro se estaba imprimiendo, me enteré de que el suegro de la hermana de un amigo mío alemán había muerto. Los recuerdos más intensos de la niñez de este hombre databan de enero de 1945 en Prusia Oriental, cuando su madre le llevó a pie, junto a sus hermanos, por la laguna helada de Frisches Haff para huir de la indiscriminada venganza del Ejército Rojo. La capa de hielo comenzó a resquebrajarse y muchos cayeron a las aguas heladas, pereciendo ahogados. Casi setenta años más tarde, sus últimas palabras antes de morir fueron: «Aún puedo oír el crujido del hielo». En el enloquecido diseño de semejante guerra, la vida humana era muy frágil. Sobrevivir era completamente impredecible,

Antony Beevor, historiador.

1 comentario


  1. Como no, el artículo tiene su buen chorrete de propaganda anti-soviétiva, algo que los medios de comunicación empresariales consideran muy necesario hoy en día para que nadie cuestione el capitalismo como único sistema económico posible.

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