El cuello de botella de la Sanidad

Cuando a un paciente se le aconseja una operación quirúrgica suele entrar, salvo en casos de urgencia, en una “lista de espera”. Esta es el resultado de la incapacidad para satisfacer inmediatamente la demanda por parte de quien presta este servicio. Desgraciadamente, dicha demanda siempre excede la “oferta” que suele estar limitada por instalaciones, medios materiales o disponibilidad de personal cualificado.

En realidad, los prestadores de servicios sanitarios, públicos o privados, que en esto no hay diferencias, deben intentar satisfacer estas tres demandas:

1. Los mejores medios disponibles, instalaciones, personal, quirófanos y aparatos.

2. La mejor calidad posible en términos de complejidad, resultados y trato.

3. El tiempo de espera más corto posible.

Desgraciadamente, dichos prestadores no pueden casi nunca satisfacer estas tres demandas al mismo tiempo, pues las necesidades de la población suelen ser crecientes mientras que los medios materiales y la destreza del personal suelen ser constantes en el mejor de los casos. En consecuencia, es económicamente inviable operar bien, pronto y con buenos resultados: Si los quirófanos solamente funcionan por la mañana, o el bloque operatorio no crece en función de la demanda o no se contrata personal en función de las necesidades, se crea un cuello de botella irresoluble que incrementa la espera en detrimento de la calidad percibida. Si la prioridad fuera ofrecer un servicio altamente especializado y de calidad, el precio sería elevado y el tiempo de espera largo. Si, por fin, la prioridad fuera limitar el tiempo de espera, podrían distribuirse los pacientes entre varios centros no obligatoriamente bien dotados, equipados o especializados…pero olvidándose de la calidad, y no solamente de la percibida, con los riesgos que esto implica.

Antes de que se desvelara la cruda realidad en la presente crisis, los políticos responsables de ofrecer este servicio a la población española, siguiendo criterios populistas y electoralistas, decidieron mayoritariamente prescindir de la calidad como valor principal y priorizaron la brevedad de las listas de espera. Esto lo hicieron, a un precio desmesurado y aún no confesado, multiplicando el número de hospitales y dispersando los pacientes entre los ya existentes y los nuevos. Para ello ni pidieron consejo técnico a quien debían ni tuvieron en cuenta el perjuicio irreparable que causaban a los centros más sofisticados al restringir los fondos que les son necesarios para gastarlos en las flamantes y, a menudo escasamente justificadas, nuevas instituciones.

Es más, en algunas regiones como Madrid, hurtaron el control de las listas de espera a los propios servicios quirúrgicos (que se encargaban antes de ellas con no poca eficiencia y a coste cero) para encomendarlo a sus propias oficinas y a un carísimo engendro, llamado call-center similar al de las compañías telefónicas y convenientemente “externalizado”. En éste, varios centenares de ignotas señoritas distribuyen a los pacientes, centralizados en una fantasiosa “área única”, por los servicios menos demandados sin consideración alguna por la especificidad de las listas y la especialización de los facultativos. Esto ha creado disfunciones y molestias sin fin a pacientes y sanitarios, pero toda reclamación ha sido inútil probablemente porque el pescado estaba vendido a buen precio y no se podía interrumpir la cadena del beneficio.

Al estallar la crisis se puso de manifiesto además el gravísimo conflicto de intereses entre centros públicos y privados concertados, siempre en beneficio de éstos. Yo soy cirujano pediátrico y en mi Departamento se operan casi 6.000 niños cada año, por lo que creo saber de qué hablo. El personal y el número de quirófanos disponibles por semana se han reducido so pretexto de recortes, mientras nuestros enfermos son desviados a centros concertados que se remuneran con el dinero que dicen que falta para hacer funcionar a pleno rendimiento los públicos. Y este desvío de pacientes desde nuestras consultas (e incluso desde antes de que lleguen a ellas), se hace engañándoles deliberadamente sobre la previsible duración de la espera. Los protagonistas de este expolio del sistema público son los responsables políticos de la sanidad de la región, nuestro propio servicio de admisión y el malhadado call-center.

Los ciudadanos deben saber que los centros concertados (al menos en mi especialidad) no cuentan, ni de lejos, con el grado de especialización, ni con los medios necesarios, ni con el personal presente suficiente para atender complicaciones graves como podría verificarse si se controlara la calidad de lo que allí se hace.

Si no se quiere hacer irreversible el descontrol y el caos asistencial que estos irresponsables gestores han creado, debe interrumpirse inmediatamente este flujo perverso de enfermos. Hay que hacer público que esto es un expolio con beneficiarios. Hay que hacer saber individualmente a cada paciente al inscribirle en la lista de espera las ventajas y las limitaciones de los diferentes centros y la justificación mayor o menor de la espera. Pero, sobre todo, hay que parar la descapitalización de los centros públicos en beneficio (en términos de negocio, no nos engañemos) de los privados/concertados/externalizados. Para ello no hay mejor manera que desenmascarar a quién o quienes tienen intereses en dichas estructuras y denunciarles si procede. La ciudadanía tiene que saber cómo se está gastando su dinero mientras se desmantela un sistema público en tantas cosas ejemplar para que a la hora de elegir a quienes hayan de asumir la responsabilidad de los asuntos sanitarios, sepa a qué atenerse.

Juan A. Tovar es jefe departamento de Cirugía Pediátrica del Hospital Universitario La Paz y catedrático de Pediatría de la U.A.M.

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