El cuento de hadas alemán

Angela Merkel tiene un agudo sentido de la imagen que el pueblo alemán anhela tener de sí mismo. En su discurso que raya con el populismo, Merkel y su entorno se limitan a enviar aquellos mensajes que los ciudadanos desean escuchar: que la economía alemana es el faro del mundo, que Alemania es la locomotora universal y que "Europa ha empezado a hablar alemán". Además, repiten que Alemania es la víctima de los perezosos meridionales (esos "fiesta und siesta", con que se refieren despectivamente a los mediterráneos), así como de los franceses hedonistas, que, en su conjunto, ordeñan esa vaca que es Alemania.

A principios de julio por primera vez un alto político alemán, el presidente del SPD, Sigmar Gabriel, desveló algunas de las falsedades en las que Angela Merkel basa su política de insolidaridad con Europa, esmeradamente disfrazada de victimismo. Gabriel dijo en el Bundestag: "Es falso presentar permanentemente a Alemania como el pagador de la Unión Europea: no somos un pagador neto, sino un ganador neto. Desde la creación de la unión monetaria Alemania ha ganado 556.000 millones de euros más que los que ha destinado a ayuda financiera: somos el beneficiario neto de la EU y esto hay que decirlo claro y alto."

Derrotada en dos guerras mundiales, causante de varias decenas de millones de muertos, Alemania no ha podido enorgullecerse de sí misma desde hace un siglo. Por eso, el cuento sobre la propia excelencia que le brinda su canciller ha convertido gran parte del país en una fiesta nacionalista.

Es curioso observar la capacidad de la gente por adoptar como verdad una falacia cuando ésta se repite una y otra vez. Merkel, que nació y se formó en la Alemania del Este, uno de los reinos de la mentira proclamada a bombo y platillo, es perfectamente consciente de que insistiendo en una falsedad, ésta, para el interlocutor, se convierte en verdad. Uno de esos mitos de la era comunista, convertidos en creencia mundialmente extendida, era el de la sanidad gratuita: pocos llegaron a sospechar que los servicios sanitarios decentes se pagaban en los países comunistas con artículos de lujo, con los que se sobornaba al médico, a la enfermera y hasta al oficinista que determinaba la fecha de la operación. De modo parecido, la Alemania de hoy asimiló de buen grado la falacia halagüeña de ser la abnegada víctima de Europa y con éxito la extendió por el mundo.

Para generar votos en las elecciones del año que viene, la canciller Merkel ha escogido el camino de dividir Europa en el norte y el sur (al igual que en su tiempo hizo José María Aznar, y las graves consecuencias de su política duran hasta hoy). Mientras que Merkel vocifera de cara afuera su "¡Más Europa!", de cara a sus votantes atiza el fuego del rencor contra los mediterráneos. Es un camino peligroso para una Alemania que, después de 60 años de intentarlo, acaba de ganarse la credibilidad en el mundo como país arrepentido de su pasado. Las heridas históricas se curan con dificultad y basta poco para que se abran. Y Angela Merkel y los suyos han vuelto a una práctica tristemente conocida en el pasado: la de demonizar pueblos enteros, al griego y al español, y en menor medida al italiano y al francés.

La Alemania de Merkel intenta imponer a Europa lo que considera como su valor supremo, la economía, y sus virtudes supremas, la disciplina, el trabajo y el rigor. La canciller se indigna al ver naciones que prefieren vivir, divertirse y gastar antes que ahorrar y castiga duramente cualquier ligereza cometida en este sentido. Así castigó a Grecia en un momento en que salvándola hubiera podido prevenir la gravedad de la crisis actual. A Merkel, hija de un pastor protestante, le es cara esa creencia del cristianismo noreuropeo de que el sufrimiento regenera. Suponiendo que a nivel moral esa dudosa hipótesis fuera cierta, en economía resulta tajantemente errónea, como lo demostró en su día Keynes.

Mientras que el excanciller socialdemócrata Gerhard Schröder se esforzó por una cierta mediterraneización de la imagen de Alemania, la conservadora Merkel hace lo contrario: vuelve a las raíces, a la tradición más rancia del protestantismo, a ese lema con el que se educa a los niños alemanes: "Trabaja duro y ahorra", y lo exporta fuera de Alemania. El mundo se rebela contra sus recetas, pero para esa implacable dama de alma euroescéptica las protestas universales no son más que un excitante reto al que no hay que hacer mucho caso.

Las cifras de la economía alemana empiezan a mostrar tendencias negativas. Esa ducha fría y la llegada de François Hollande al escenario político pueden equilibrar la relación de poder en Europa. Si Francia no obstaculiza la transferencia de sus competencias políticas a la UE y Alemania se recupera de su borrachera nacionalista, el imprescindible eje franco-alemán puede volver a funcionar. Además, así se evitará que Europa se vaya convirtiendo en un imperio alemán, según la describió recientemente el financiero y mecenas George Soros. Esa sería una buena noticia para todos.

Monika Zgustova es escritora.

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