El cuento de nunca acabar

Mientras las tropas alemanas confiscaban las obras de arte degenerado, orientadas por críticos de arte, anticuarios y marchantes, algunos con el flamante uniforme de la Wehrmacht y otros con el no menos flamante —aunque mucho más siniestro— de las SS, en el París ocupado ocurrían otras cosas relacionadas con estos asuntos. Por ejemplo que entre aquellos que requisaban y apartaban las pinturas condenadas por los nazis, había agentes de Goering que seleccionaban las que tenían que ir a parar a manos de su jefe, mientras que otros hacían lo mismo para Von Ribbentrop, ya saben, el que firmó con Molotov el pacto germano-soviético. O que algunos de los invitados que visitaban el estudio de Pablo Picasso en París eran oficiales alemanes y no pocos; es cierto que había oficiales muy cultos, pero Alemania ya había roto aquel pacto firmado por Von Ribbentrop, lo que aún debía inquietar más a un filocomunista como Picasso. Y sin movernos del mismo círculo, resulta llamativo cómo pudieron vivir tranquilamente en la Francia ocupada dos súbditas norteamericanas y judías —muy conocidas, además, en los círculos de ese mismo arte llamado por los nazis degenerado. Me refiero a Gertrude Stein y su pareja sentimental Alice B. Tocklas, y el caso ha sido estudiado con pasión detectivesca y su habitual inteligencia por la meticulosa periodista Janet Malcolm en su libro Dos vidas.

Pero volvamos a Picasso —autor, por cierto, del retrato más popular de la Stein: «no se preocupe: acabará pareciéndose a él» y así fue—. Lo cuenta Ernst Jünger —uno de aquellos oficiales alemanes cultos— en sus Diarios de guerra: «Por la tarde en el estudio de Picasso», escribe el 22 de julio de 1942. «Llamé al timbre y me abrió un hombre de baja estatura vestido con una sencilla blusa de trabajo. Ya me había encontrado fugazmente con él en otra ocasión y volví a tener la impresión de estar viendo a un mago». Después describe la casa y las obras que el pintor le muestra. Charlan «sobre el pintar y el escribir de memoria» y Jünger remarca «la terrible profundidad de la decisión artística tomada por el pintor». Acaban hablando sobre la guerra y uno de ellos —no se sabe cuál— le dice al otro: «Nosotros dos, aquí sentados, negociaríamos la paz esta misma tarde. Al atardecer la gente podría encender las luces».

Encender las luces... En ese momento Picasso tiene sesenta años. No parece, dadas esas visitas, que sea un resistente antialemán —tampoco su contrario, por supuesto— y es probable que de apostar por alguien ya sólo apueste por sí mismo y no porque esté en tiempos de guerra, sino porque no ha hecho otra cosa en su vida. De su moral juvenil apenas sabemos nada más que su absoluta ausencia, si hemos de hacer caso de Las once mil vergas, libro pornográfico de su amigo Apollinaire, del que se dice que los rasgos esenciales de su protagonista —el sadomasoquista aristócrata rumano Mony Vibescu— están tomados del pintor malagueño y sus andanzas tanto por el barrio chino barcelonés como por el París más turbulento de los primera década del siglo XX. Solamente con que el retrato fuera aproximado —dejando aparte, incluso, la fantasía sexual y la fantasmagoría existencial de esta clase de relatos y admitiendo como descargo la corrosión más o menos humorística de los mismos—, apaga y vámonos. De su moral de artista —si eso existe en el arte contemporáneo— Las señoritas de Aviñónson estupendas —el cuadro, quiero decir—, pero ¿dónde queda su amigo Juan Gris en la fundación del cubismo? En cuanto a su relación con las mujeres, ya se ha dicho todo y ese todo nunca acaba bien.

Hace pocas semanas se hizo pública la noticia de que el gobierno franquista —a través del crítico Moreno Galván— había mantenido contactos con Picasso, en 1956, para negociar la posibilidad de una gran exposición retrospectiva en España. La revelación la ha hecho el gran biógrafo de Picasso, John Richardson, y el objetivo del Gobierno español, según Richardson, era «destruir el estatus de Picasso como héroe de la izquierda». Una pretensión un tanto ingenua, desde luego, al plantearse como una trampa al pintor que, pese a tener ya setenta y cinco años, mantenía muy vivos tanto su lucidez como su astucia, vigor y capacidad creativa. En cuanto a su vanidad, de tan satisfecha, debía de estar bastante alejada de un reconocimiento gubernamental elaborado por un régimen político enemigo. Parece que una filtración de dichas conversaciones provocó el fin de las mismas. Si es que ése no fue el pretexto del propio Picasso para darlas por finiquitadas y a otra cosa.

Pero el siglo XX ha sido un siglo iconoclasta y al mismo tiempo dogmático entronizador de nuevos ídolos. Su voracidad destructiva se ha combinado con la necesidad de un santoral laico de intocables, tan o más devoto que su precedente. El nacionalismo y la izquierda han compartido esa necesidad y silenciado —o desacreditado, difamado incluso— todo aquello que les cuestionaba. Por ejemplo, cualquier gesto crítico hacia su propio santoral. Creo que fue en 2006 cuando se inauguró en París la nueva Maison de Catalogne, con una exposición del pintor Clavé. En ese nombre se encerraba un sarcasmo histórico que pasó desapercibido. O, simplemente, acallado. Lo había contado Carles Fontseré en sus memorias —Un exiliado de tercera—, publicadas por El Acantilado dos años antes. Él y Clavé —cuenta Fontseré— colaboraron con el ejército alemán de ocupación —sector propaganda— dibujando para la revista La Gerbe un hebdomadario collabopagado por los nazis. Nadie tuvo en cuenta ese detalle —por llamarlo de una forma suave— tan falto de gusto por parte de la Generalitat, en la elección inaugural de su casa en pleno Saint-Germain. Pero no hace falta recurrir al dramatismo de la Historia; a veces basta con hacerlo a su ironía. Recientemente, el Rey de España otorgó un marquesado al pintor Tàpies, el pintor por excelencia de la resistencia antifranquista, el pintor del catalanismo militante —y hablo aquí sólo de política, motivo ajeno al título de marqués cuyo origen debemos buscarlo en el arte—. Pues bien: tan mal sentó ese marquesado en medios catalanistas —no a Tàpies desde luego, que lo aceptó encantado—, que se ha pasado de puntillas por él y sin apenas comentarios. Como si no existiera. Tàpies no es marqués borbónico para sus viejos amigos: ni siquiera en internet.

La reacción ante los contactos del intermediario franquista con Picasso han provocado una reacción similar: simplemente no existieron. Que Picasso no fuera quien diera ese paso y que el fin perseguido se frustrara no basta: John Richardson fantasea, no dice la verdad. En fin: ¿tan seguros están? No es que yo sepa demasiado sobre Picasso pero lo que sé lo he aprendido de Richardson, que sí sabe mucho y lo ha demostrado en libros magníficos como El aprendiz de brujo, Maestros sagrados, sagrados monstruoso su monumental biografía del pintor malagueño. No tiene Richardson ninguna necesidad de inventarse algo así. ¿Para qué? Al fin y al cabo todos sabemos lo frágiles que son los artistas ante la llamada del poder: siempre han considerado que se merecen la veneración de cualquiera de los poderes terrenales. Y estos, disfrazados de oro, siguen apostando por Picasso después de muerto.

José Carlos Llop, escritor.