El cultivo de la diferencia

Siempre me ha impresionado la obsesión del nacionalismo catalán, más que por fijar sus propias señas de identidad, por establecer históricamente la frontera diferencial respecto a Castilla y, desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX, respecto a España. Toda la memoria histórica catalana se ha construido desde la óptica de la diferencia, nunca de la similitud. El concepto más repetido en todas las historias de Cataluña es el de «hecho diferencial». Y las diferencias pretendidas se han establecido en muy distintos planos. Desde la óptica etnicista, Valentí Almirall, Pompeu Gener, Rossell Vilar, el doctor Robert y tantos otros, a fines del siglo XIX se dedicaron a marcar la confrontación entre «el grupo centro-meridional», semita con todas sus cualidades («morosidad, mala administración, desprecio del tiempo y de la vida, caciquismo, hipérbole, afición al lujo, ampulosidad, autoritarismo») y el «grupo pirenaico» («positivista, analista, nada formalista, basado en la variedad»). Los unos militares e incivilizados, «sólo capaces de crear a un héroe estéril, como Don Quijote»; los otros, comerciantes. Juan Valera ironizó sarcásticamente sobre las atribuciones que a los castellanos otorgaba Gener: «Gener nos da por perdidos. Somos monos, somos presemitas descendientes de una gentuza infecta o plebeya... ¿Qué le hemos de hacer? ¿Cómo impregnar nuestro ambiente del ozono y del helio del que carece, según el señor Gener? Para nuestra circulación mental no hay vacuna que valga...».

A lo largo de la historia, se han ido estableciendo contraposiciones arquetípicas entre Castilla y Cataluña. Los prehistoriadores, con Bosch Gimpera a la cabeza, diseñaron una cultura pirenaica diferente (y superior) a las del interior peninsular. Para la Cataluña medieval, se ha confrontado la Cataluña europea frente a la Castilla introvertida. Los historiadores modernistas han recurrido al dualismo absolutismo castellano versus constitucionalismo catalán. Los contemporaneístas han sublimado el nacimiento de la burguesía catalana frente a la imposible revolución burguesa castellana.

Vizcaínos y navarros fueron también pueblos fronterizos pero jugaron decididamente la carta castellana. Nunca, por lo menos hasta Sabino Arana, se vieron como diferentes sino como excepcionales, los mejores españoles, instalados en sus privilegiados estereotipos de nobleza y pureza de sangre. En cambio, la sombra de los grandes conflictos, de 1640-52 con la separación de Cataluña de la Monarquía española y de 1700-14 con la rebeldía catalana a la asunción de Felipe V como Rey de España, ha estado siempre presente en la memoria de la inserción de Cataluña en el Estado, con la construcción de un muro de desconfianza.

Los argumentos del conflicto Castilla-Cataluña han ido oscilando. En el siglo XVII el reproche castellano principal era la insolidaridad fiscal catalana, su escasa aportación financiera al Estado, y actualmente las quejas catalanas inciden en que se aporta demasiado a la hacienda global. Hoy, más que nunca, se vierte desde Cataluña un discurso victimista que tiene como eje ideológico permanente la presunta catalanofobia que emana ahora del mítico Madrid. Se citan repetidamente las viejas acusaciones contra Cataluña, desde los juicios despectivos de Quevedo, como prueba irrefutable de la hostilidad estructural que históricamente ha suscitado Cataluña en España. Nadie, hoy, en Cataluña se acuerda de los múltiples testimonios catalanes de castellanofobia (cuando no, hispanofobia) que podrían citarse, desde Gaspar Sala en el siglo XVII, los textos vitriólicos contra Castilla en la guerra de Sucesión o los ya citados de Gener o Almirall en el siglo XIX.

Es fácil, efectivamente, seleccionar textos descalificadores, desde una u otra orilla del Ebro, para poner en evidencia el cruce de agravios mutuos que catalanes y castellanos han desplegado a lo largo del tiempo. Pero esa memoria vindicativa, agresiva, conflictiva, no reflejaría sino una parte de la realidad. La dialéctica Castilla-Cataluña como la de Cataluña-España no puede reducirse al marco de un conflicto fatal producto de la fuerza de un sino: la diferencia irreconciliable.
Son muchos los testimonios que pueden citarse de relación casi idílica, en el marco del neoforalismo de la Monarquía de Carlos II, a fines del siglo XVII, con Narcís Feliu de la Penya como testimonio, en el contexto político de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, con Capmany como referencia, en el escenario de la Restauración con intelectuales catalanes participando en el gobierno español (de Víctor Balaguer a Cambó); en el agitado mundo de los años veinte y treinta, con viajes de intelectuales castellanos de distintas ideologías a Cataluña (Azorín, Azaña, Gómez de la Serna, Bergamín, Salinas, Marañón, Pérez de Ayala, Ortega, Giménez Caballero, Ramiro Ledesma, Sánchez Albornoz...), desde 1924 a 1930, fascinados ante una Cataluña, presunto faro iluminador del destino español; y en los años cincuenta y sesenta, en pleno franquismo, por parte también de intelectuales de los dos lados buscando la superación de viejos complejos de superioridad o inferioridad.
Curiosamente, el primer hagiógrafo de Companys, en su Vida y sacrificio de Companys (publicado en Argentina en 1943) fue el maurista madrileño Ángel Ossorio y Gallardo, abogado defensor del político catalán en 1934 y que, desde luego, decía expresivamente que «presumir que Cataluña vive sin la menor inoculación de sustancia española es mera ilusión de ensueño».

La presunta desafección, término hoy tan utilizado políticamente, nunca ha sido estructural sino coyuntural y desde luego no unidireccional, sino que ha fluido en ambas direcciones, cuando ha existido. La voluntad de concordia e integración la han reflejado políticos e intelectuales catalanes como Cambó en el mismo grado que políticos e intelectuales castellanos como Azaña, que en su discurso de Sitges, en 1930, cuando visitó Cataluña, al lado de los mejores intelectuales castellanos del momento, decía: «La libertad de Cataluña y España son la misma cosa... Es natural que en tiempos de lucha establezcamos el inventario cuidadoso de lo que nos separa, pero será también bueno que un día nos pongamos a reflexionar sobre lo que verdaderamente nos une».

El sentimental, a su pesar, Azaña podría haberse evitado el calvario de la decepción que con respecto a Cataluña vivió si hubiera seguido las recomendaciones más frías y objetivas de Ortega respecto a la necesidad de la «conllevancia». Azaña, de ser el «amigo de Cataluña» a lo largo de la década de los veinte y los treinta, el político que más apoyó el Estatut de Cataluña, con juicios siempre apasionados a favor de los catalanes, desde 1936 se deslizó hacia una indignación absoluta hacia la política de Companys y la insolidaridad catalana hacia la República. Y acabó diciendo: «Es más fácil hacer una ley, aunque sea el Estatuto, capaz de satisfacer las aspiraciones de Cataluña que arrancar la raíz de ese sentimiento deprimente del pueblo incomprendido y vejado que ostentan algunos de ustedes» (refiriéndose a los catalanes).

El victimismo es un mar de sentimientos insondables. Un saco sin fondo. El tantas veces glosado «oasis catalán», como hecho diferencial, hoy es difícilmente sostenible. El oasis, más que un testimonio de estoicismo moral, refleja el pacto de silencio orgánicamente atado por la clase política catalana y los media domésticos.

En conclusión, las diferencias objetivables no pueden interpretarse en términos de foso de separación que aísla a Cataluña de las demás comunidades españolas. Hay muchas Cataluñas con numerosas fronteras diferenciales dentro de la propia comunidad. En una realidad tan plural como la que vivimos, las tan repetidas diferencias castellano-catalanas se acaban diluyendo en el bosque de la diversidad de los cuarenta millones de hechos diferenciales que constituyen la ciudadanía española.

Ricardo García Cárcel, catedrático de Historia Moderna Universidad Autónoma de Barcelona.