Según Angela Merkel, los españoles -y todos los habitantes del sur de Europa- deben trabajar más. Omite la canciller teutona que en España, por regla general, la gente no sólo se jubila a una edad más tardía que en Alemania, sino que trabaja más horas semanales y además dispone de menos días de vacaciones al año que los británicos o los daneses, por citar dos ejemplos. Así que el juicio de Merkel no corresponde a los hechos, sino que nace del mito de la ética protestante del trabajo. Por lo visto, lo que distingue a esos supuestos holgazanes mediterráneos es su tradición religiosa -católica en el caso de los españoles, italianos, portugueses e irlandeses, ortodoxa en el griego-.
Tengo que confesar que soy católico y perezoso, pero no existe ningún vínculo entre ambos hechos. Tampoco hay motivo para pensar que un protestante, por el mero hecho de serlo, trabajará más que yo. La creencia, empero, de que el protestantismo conduce a la industria parece irresistible. El historiador escocés Niall Ferguson, catedrático de la Universidad de Harvard, acaba de dedicar una serie de televisión de la BBC a insistir en que el predominio mundial de Inglaterra en el siglo XIX y el de Estados Unidos en el XX se explican por el hecho de que los protestantes son grandes trabajadores por naturaleza.
A través de la denuncia de su presunta pereza es como se expresa en Estados Unidos el resentimiento hacia los inmigrantes hispanos, católicos en su inmensa mayoría y que no comparten, según la declaración de otro catedrático de Harvard, Samuel Huntington, la ética trabajadora.
En Europa, la distribución de la actual crisis está sirviendo para alimentar el mito. Así, los países de mayoría protestante parecen haberse librado de los efectos más graves de la debacle económica. Pero la teoría engaña.
Sí, Lutero y Calvino recomendaban el trabajo, pero lo mismo hacían casi todos los moralistas del siglo XVI, católicos incluidos. «Enséñame, Señor», rezaba San Ignacio de Loyola, «a trabajar sin buscar respiro, y a labrar sin pedir recompensa». Santo Tomás de Villanueva inauguró un esquema para animar a los pobres a montar empresas en lugar de depender de limosnas. «Laborare est orare» -trabajar es rezar- es un antiguo eslogan católico, inventado por San Benedicto mil años antes de que Lutero iniciase la Reforma.
Es cierto que en la Edad Moderna los estados protestantes solían perseguir a los holgazanes, sometiéndolos a tareas coercitivas o encerrándolos en casas de trabajo. En el mundo católico, en cambio, se apreciaba a los pobres e incluso se los trataba de santos. A mí, de chiquitín, mi madre me exigía que diera dinero a los mendigos y les diese las gracias por la oportunidad de realizar una obra de caridad. Tal cosa jamás podría ocurrirle a un niño protestante. Sin embargo, cabe recordar que a raíz de la Reforma el dinero que los protestantes ahorraban en limosnas no solía destinarse a actividades productivas, sino que se invertía en la vida holgazana y lujosa. Basta con evocar los interiores calvinistas de la Holanda del siglo XVII, con sus cuadros dorados y sus tulipanes extravagantes, que costaban miles de florines, escondidos detrás de las fachadas de los palacetes burgueses que presiden los canales de Ámsterdam. Los líderes del protestantismo en la Inglaterra de Isabel I, Francis Drake y William Cecil, gastaron sus rentas -fruto respectivamente de la piratería y la corrupción- en comprar terrenos y edificar palacios. Barthélémy d’Herwarth, supuestamente el financiero calvinista por excelencia de la Francia del siglo XVII, derribó un enorme palacio ducal para construir otro aún más grande para su uso personal. Jules Siegfried, magnate de la revolución industrial francesa, a quien se cita a menudo como ejemplo icónico del protestante trabajador, hizo gravar la frase Ser es trabajar en sus gemelos. Luego se jubiló a la edad de 44 años.
Todos sabemos, por nuestra propia experiencia vital, que somos trabajadores o vagos no por motivos religiosos, sino por circunstancias particulares, genética, educación, carácter o psicología. ¿Por qué entonces sigue en vigor la teoría de la ética protestante del trabajo? ¿Cómo logró establecerse a pesar de los hechos?
Como siempre que examinamos una teoría, tenemos que formular la pregunta que Cicerón planteaba en la investigación criminal: ¿Cui bono? ¿A qué intereses sirve, a qué fines obedece?
Max Weber, uno de los grandes patriarcas de la sociología, fue en 1905 el inventor de la ética protestante del trabajo. Hasta cierto punto, el concepto reflejaba su propia niñez. Mi madre daba limosna a los pobres, y la suya no.
La madre de Weber era una calvinista a ultranza que tiranizó a su hijo para que trabajara a destajo hasta convertirse en una máquina insuperable en los exámenes y, por fin, en un catedrático precoz. Weber buscaba por tanto una respuesta personal -burguesa y evangélica- a las doctrinas de Marx. El autor de El capital dijo que la economía determinaba la religión. Weber contestó que, al contrario, era la religión la que determinaba la economía. Marx insistía afirmando que la religión era el opio de los trabajadores. Weber sostenía por contra que la religión -siempre que fuera protestante- estimulaba el trabajo.
Weber publicó su teoría el mismo año de la edición de la primera versión de la teoría de la relatividad de Einstein. Quería elaborar una ciencia de la sociedad, con causas identificables y efectos predecibles. Propuso los valores, sobre todo religiosos, como clave para configurar leyes que formasen las civilizaciones, a semejanza de las leyes que rigen la evolución y forman los organismos vivos. Desgraciadamente, Weber no tuvo razón, porque lo cierto es que las sociedades no suelen reflejar los principios religiosos que se supone imperan en su seno. De hecho, no ocurre habitualmente que los países cristianos practiquen como política de Estado la benevolencia universal, ni que los budistas luchen concienzudamente para alcanzar la iluminación.
Tampoco entendió Weber los orígenes del capitalismo, que interpretó como una consecuencia del protestantismo. Los mayores capitalistas de la Edad Moderna no eran protestantes, ni siquiera cristianos ni europeos, sino chinos, jaínes, musulmanes, y hasta hindúes (antes de que juzgaran el comercio como desdeñable por contaminar la casta del practicante). Los protestantes sinceros, en cambio, solían ser hostiles al capitalismo, apreciando más el modelo del cristianismo primitivo de bienes compartidos en una vida común. «Comprar y vender», según Gerrard Winstanley, el gran revolucionario protestante del siglo XVII inglés, «es un arte para engañar». Weber contempló a unos capitalistas protestantes y descubrió una ética trabajadora. Podría haber contemplado a otros protestantes anticapitalistas y deducir la existencia de una ética social.
Weber se había dado cuenta de que en el siglo XVI algunas potencias protestantes -Inglaterra, Holanda, Suecia- lograron enormes éxitos económicos, mientras que algunos países católicos -España, Portugal, Venecia- sufrían dificultades. Pero mientras, Moscovia ascendía sin abrazar el protestantismo y Turquía perdía importancia sin ser católica.
Luego, Weber viviría rodeado de éxitos protestantes. Los norteamericanos vencieron a España, los prusianos a Francia y Austria. Gran Bretaña mantuvo sumisa a Irlanda y su imperio superó al de Francia. Tales hechos nutrían el racismo, la teoría de que los nórdicos eran superiores a los latinos, celtas y eslavos. También servía para confirmar los estereotipos intolerantes de que el protestantismo era progresista mientras el catolicismo y la ortodoxia dejaban estancados a sus fieles. Pero, otra vez más, Weber dejó de notar los hechos contrarios a su parecer. Si la Gran Bretaña protestante fue el primer país industrial, la Bélgica católica fue el segundo. De hecho, en 1870 la productividad de la industria metalúrgica belga era superior a las de Inglaterra y Alemania.
En las islas británicas se hablaba mucho de lo que Samuel Smiles, gran defensor de la industrialización, llamó «el evangelio del trabajo». Pero esa ideología no tenía nada que ver con el protestantismo. Se trataba más bien de una ética secular que justificaba las largas horas de trabajo en las fábricas y minas de la revolución industrial. «Así», según reza un himno de la Iglesia anglicana, «la servidumbre viene a ser un sacramento».
Ojalá que la teoría del protestante trabajador fuera cierta. Odio el trabajo y lo considero como la consecuencia maldita del pecado del Edén. Me encantaría poder culpar a los protestantes de nuestra expulsión del Paraíso, pero no son responsables. Las funestas consecuencias habitualmente asociadas al genio industrial del protestantismo -el capitalismo salvaje, el colonialismo, la industrialización- son males de los cuales me agradaría también culpar a los protestantes, pero la verdad es que son vicios humanos. Los católicos los practican y los han practicado tanto como los demás.
En términos morales, el ocio vale más que el trabajo. Por eso, cuando Marta se quejó de su hermana por dejarle cumplir con todas las tareas de la casa, Cristo contestó que María había elegido el camino superior. Las lirias, según dijo, ni hilan ni cosen pero exceden la gloria de Salomón. El trabajo carece de valor moral si no es para prolongar el ocio. Así que en lugar de la protestante, apuesto por una ética católica del trabajo, dedicando las tareas a mayor gloria de Dios, convirtiendo el sudor en un líquido salvífico, como vino hecho sangre, como una alquimia sacramental. Y sigo dando limosnas a los mendigos, agradeciéndoselo, y aceptando su bendición con reverencia.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.