Cuando Alejandro Magno quiso demostrar su admiración hacia Diógenes de Sínope, que vivía en un tonel sin posesiones, fue a visitarle para ofrecerle cualquier cosa del mundo que quisiera. Diógenes respondió: “Esto es lo que quiero: querría pedirte que te apartes del sol. Que sus rayos me rocen la piel es, ahora mismo, mi más grande deseo”.
Hoy nos referimos al síndrome de Diógenes como a esa enfermedad mental que padecen quienes acumulan tantos objetos en sus viviendas que son capaces de acabar viviendo más cerca del techo que del suelo. En esencia, el nombre es atinado, pues tanto las personas que lo padecen como el griego al que apodaban el perro, comparten algo que va mucho más allá de la acumulación de objetos: son desterrados sociales, retirados de una sociedad que les rechaza y a la que ellos mismos rechazan. Cada verano, paso tiempo en casa de Marta. Marta tiene 73 años. De manera progresiva, he visto cómo ha ido llenando su casa de tantos artículos que la luz del sol ya no entra por las ventanas. Los armarios ya no se abren, no solo porque han quedado atascados por los enseres acumulados en el interior, sino porque fuera, en las puertas correderas, Marta ha puesto clavos para colgar perchas con decenas de cinturones, pañuelos, ropa. Apenas queda un espacio visible de pared en toda la casa. Tampoco de suelo.
Los muebles de la cocina están repletos de medicación y de cientos de botes de esmalte de uñas. Es el lugar más alegre de la casa porque los hay de todos los tonos, y están salpicados como diminutos farolillos de colores. Hay botellas y botellas de agua mineral de litro y medio, sin abrir, son de plástico verde y, por alguna razón, Marta nunca bebe de ellas. Están en la ducha.
Las cenizas de las mascotas que solía tener Marta reposan en tres urnas sobre una mesita de madera. Es el único mueble ordenado de la casa, un pequeño templo para quienes le hicieron compañía y que representa toda la ternura que soy capaz de sentir. Ahí está el latido de la casa, un símbolo de amor y batalla contra sí misma, pues es seguro que la mente de Marta ha tenido que hacer un esfuerzo extenuante para mantener ordenado ese espacio.
Este verano he visitado a Marta con mi hija de 20 meses. De todos los lugares que mi hija conoce, desde diferentes países hasta diversas atracciones o espectáculos infantiles, esta casa es, sin duda, el lugar donde más la he visto disfrutar: hay cientos de revistas que romper, puede pintar en la infinidad de cajas de cartón, tirar de la manga de una blusa y ver cómo aparece toda una serpiente infinita de ropa y bisutería desparejada. Marta, además, colecciona cristales rotos. Los he puesto fuera del alcance de mi hija. La casa de Marta es el horror de toda madre, pero también el mejor espacio posible desde los ojos de una niña que está descubriendo el mundo.
En el folclore japonés existe un mito delicioso: los artículos cotidianos de una casa cobran vida en su cumpleaños número cien. Son los conocidos tsukumogami. Existen obras pictóricas del periodo de Edo que los representan; utensilios de cocina, instrumentos musicales o escobas se muestran vivos, y con diversas personalidades. Además, tienen un atributo interesante: los tsukumogami se comportan con los dueños de la casa tal como estos se han portado con ellos. Si los han maltratado, la presencia de estos objetos en la casa será negativa. Si los han tratado bien, su existencia será positiva.
Durante los años en que he visto la casa de Marta saturarse de objetos, he intentado convencerla de que se trata de una enfermedad. Me he ofrecido incontables veces a ayudarla a elegir qué cosas desea conservar. Pero Marta siempre se ha negado, porque sufre el síndrome de Diógenes, sí, pero también una bella particularidad: para ella cada objeto tiene vida, y donde yo sólo veo caos y artículos inservibles, Marta contempla cómo las cosas más cotidianas cumplen años, y no olvida ninguna, ni su origen ni su derecho a habitar la casa. Marta es una madre que adopta objetos. Por eso, en su casa me resulta difícil transitar, procuro no tocar casi nada, a veces, muchas, siento asco (me duele llamarlo así), pero anímicamente me siento bien, y siempre regreso, por Marta, pero también porque todos estos tsukumogami, espejos, zapatos, relojes, paraguas... se portan con nosotras tal como ella los ha tratado, con amor. Es muchísimo más de lo que Marta ha encontrado ahí, afuera de esta casa que mi hija sabe apreciar como si ya hubiera sentido el rechazo de alguna persona o el valor de los objetos cotidianos que conviven con nosotras. Tal vez, algún día, mi hija celebre el cumpleaños de un sonajero que acaba de regalarle Marta. Me gusta que sea viejo, porque, si lo trata con cariño, alegrará nuestro hogar en su cumpleaños número cien.
Marina Perezagua es escritora, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama).