El debate insustancial y el hombre miserable

Cantaba Caetano Veloso que “de cerca, nadie es normal”. El cantante brasileño hablaba metafóricamente de una vaca, pero bien puede aplicarse su afirmación a cualquier otra cosa. Desde las contradicciones personales hasta las miserias que todo grupo humano lleva consigo, la distancia entre el ideal y lo real permea todas las horas. En el trabajo, con los amigos o la pareja. La vida discurre en un equilibrio precario que requiere esfuerzo permanente. Para empezar, el de ser consciente de eso: de que la pureza es una aspiración más que una meta. Convivir con las contradicciones y, en la práctica, con la mala conciencia que nos generan señala un aprendizaje –quizá el esencial de la madurez– y no tanto un defecto a eliminar.

El filosofo Byung-Chul Han ha criticado en La sociedad de la transparencia ese fetichismo de la incorruptibilidad moral que no deja de ser ajeno a la distancia irónica con la que con los años comenzamos abordar la vida. Han habla, además, de cómo la exigencia de transparencia se revela como una muestra de desconfianza, del recelo ante la irresponsabilidad ajena y la infantilización colectiva. La sociedad de la transparencia es hija de la sospecha permanente, y es difícil vivir con cierto grado de satisfacción bajo el signo de la desconfianza.

La vida política y su reflejo periodístico –o más bien al revés: la vida periodística y su reflejo político– se ha convertido en un espectáculo no tanto ridículo como abrasivo. Desde Parecelso sabemos que no hay veneno sino dosis, y la crónica minuciosa de lo partidista en nuestros telediarios, tertulias y redes sociales ha alcanzado ya niveles intolerables de impureza y sobredosis. Si Ginsberg escribió que había visto a “las mejores mentes” de su generación “destruidas por la locura […] arrastrándose […] en busca de un colérico pinchazo”, no es exagerado decir que ahora vemos a algunas de las mejores mentes de la nuestra perdiendo el sentido de la realidad en las redes, convertidos en obtusos opinadores de pequeñeces en los que no reconocemos a las personas con la que luego compartimos una cervezas y lamentos por la enfermedad de un pariente o la mala racha con la pareja. Muchos son exégetas de la vida orgánica de un partido u otro, incapaces de otorgar peso real a los acontecimientos. Dijo McLuhan (ese al que Woody Allen se encontraba en la cola del cine y al que acudía para desenmascarar a un pedante en Annie Hall) que “la indignación moral es la estrategia tipo para dotar al idiota de dignidad”. Llama la atención la entrega desproporcionada con la que ahora no son los idiotas los que se involucran en debates intrascendentes, sino personas a las que debemos estima profesional o personal.

El uso político de las redes sociales, lejos de habernos expandido, ha ayudado a consolidar un provincianismo que llega a sonrojar si uno vive o ha vivido fuera de esa fortaleza de bienestar –sí, pese a la crisis y la austeridad– que es la UE. Los debates en los que nos desgañitamos en timbas castizas –analógicas o digitales– palidecen al lado de los problemas públicos ajenos, y sobre todo de los dramas íntimos. El tiempo que se dedica al análisis exhaustivo de lo minúsculo, a las ofensas de un Quevedo ultrajado en su honor, es excesivo, y tras los últimos cuatro congresos de los principales partidos políticos españoles deberíamos preguntarnos si no estaremos pasando de la transparencia al morbo, y de éste al narcisismo insustancial de una clase media que se merece que otro Woody Allen la parodie sin contemplaciones, como él hizo a través de Alvy Singer. En unos años, en el mejor de los casos, daremos risa.

Hemos dejado de lado debates no ya importantes sino urgentes. Nos hemos entregado sin pudor a cuestiones objetivamente menores. Hemos aburrido a espectadores y lectores con una cháchara vacua pero pasional. Hemos pasado de la distancia irónica de la madurez al sarcasmo cínico de estar de vuelta de todo, la que conduce a Trump y Berlusconi. Cierra la Gran Belleza de Paolo Sorrentino una voz en off que viene al caso: “[La vida] termina siempre así, con la muerte. Pero antes, hubo vida. Escondida debajo del bla, bla, bla. Y todo sedimentado bajo los murmullos y el ruido. El silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados, caprichosos destellos de belleza. Y luego la desgraciada miseria y el hombre miserable”. Pues eso, un poco de margen, confianza. La flexibilidad con el otro es, al final y al cabo, piedad con uno mismo.

Antonio García Maldonado es analista de inteligencia y adjunto a la dirección de la Cátedra de Servicios de Inteligencia de la URJC.

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