El debate

A la hora de considerar la confrontación entre Gobierno y oposición que caracteriza la dinámica parlamentaria en una democracia pluralista se ha instalado una curiosa y falaz idea, según la cual unos y otros tienen una responsabilidad equivalente de la que se deriva un reparto simétrico de culpas cuando las cosas van mal.

La conclusión suele ser el reproche a la oposición consistente en que ésta no presenta propuestas y 'sólo' critica lo que hace el Gobierno. Este fácil recurso de descalificación de la oposición, una vez aceptado sin el menor rigor crítico, contribuye a la inmunidad del Ejecutivo frente a los mecanismos de control propios del régimen parlamentario, invierte la carga de la prueba política desplazándola hacia quien no tiene el poder y lleva a legitimar que el Gobierno, en vez de ser quien deba responder ante los ciudadanos, se convierta en la oposición de la oposición.

El mando sobre la organización del Estado, los millones de funcionarios a sus órdenes, el control del BOE, la decisión sobre el presupuesto, los incontables instrumentos de intervención pública, la información de la que dispone en exclusiva no parecen suficientes a los que se empeñan en juzgar a la oposición con el mismo rasero de exigencia que al Gobierno. Lo hemos vuelto a ver.

Con el argumento de que 'Rajoy no ha propuesto alternativas' se defienden los anuncios de Rodríguez Zapatero en el reciente debate sobre el Estado de la Nación como los únicos posibles. Lo cierto es que si algo cabe pedir al líder de la oposición es la crítica más rigurosa que pueda a las iniciativas que expuso el presidente del Gobierno, que sigue haciendo bueno ese dicho popular cargado de cinismo que afirma que el papel lo aguanta todo.

Valga esta reflexión después de un debate que carece de conexión directa con la audiencia, como ha sido el caso de los grandes debates electorales, y necesita la mediación periodística que crea la imagen de ganador o perdedor. Los juicios sobre este particular se reparten con valoraciones en muchos casos previsibles que recuerdan a aquella confesión de un parlamentario británico: «En la Cámara de los Comunes he escuchado muchos discursos que me han hecho cambiar de opinión pero ninguno de voto».

Más allá del quién ganó y quién perdió, el debate ha mostrado a un presidente del Gobierno que no es que prepare la campaña electoral europea, sino que se ha puesto manos a la obra para construir su discurso electoral de 2012. Para llegar ahí, Rodríguez Zapatero es consciente de que ha de seguir dando pedales y eso es lo que ha hecho en este debate. Hay bastantes ejemplos de que en el presidente del Gobierno la acción precede al pensamiento. Seguramente es la leyenda de hombre intuitivo lo que le da confianza a la hora de sembrar propuestas y adoptar iniciativas para cuyo fracaso siempre se encontrará una explicación. El caso es que lo mismo se apropia de ideas de la oposición -a la que en el mismo acto acusa de no tenerlas- que anuncia el regalo de 420.000 ordenadores portátiles para nuestros escolares, se jacta de una rebaja del Impuesto de Sociedades llena de condicionales, tardía y rácana, y poniendo el 25% de la financiación se apunta el 100% del rédito por las ayudas a la compra de automóviles mediante un programa en el que quien más aporta es el sector al que se quiere ayudar. Presume de reducciones fiscales cuando se dispone a eliminar las desgravaciones a la adquisición de viviendas para urgir a los posibles compradores a hacerlo -si es que pueden- antes de 2011, año además preelectoral.

Tal vez seamos demasiado escépticos, pero creo que pocos apostarían por los cientos de miles de portátiles prometidos que el Gobierno -es una sugerencia- podría aprovechar y repartirlos junto con la bombilla de bajo consumo. Tampoco parece que las medidas propuestas hayan producido gran impacto en los sectores supuestamente beneficiarios ni que se les atribuya un efecto apreciable en términos de creación de empleo. El caso es que Rodríguez Zapatero necesitaba mantenerse a flote tras este debate y parece haberlo conseguido. No tanto por lo deslumbrante de sus ideas sino por el reconocimiento de sus dotes teatrales y la habilidad para el tacticismo de un gran fabulador.apatero no sólo ha querido evitar que los más de cuatro millones de parados le hundieran como una piedra de molino atada al cuello. Además ha expuesto su 'gran idea', lo que llama «cambio de modelo productivo» enunciado con un discurso entre voluntarista y engañoso que aleja la lucha contra la recesión de los parámetros de realismo que sería necesario establecer. La anunciada 'ley de la economía sostenible' que debería plasmar esta transformación promete ser una antología del neointervencionismo patrocinada por los discípulos espurios de Keynes. Con su apelación recurrente al cambio de modelo productivo, Rodríguez Zapatero recupera el peor arbitrismo, disfrazado de futuro, progreso, dinamismo, empleo de calidad, tecnología y todos esos términos que, incorporados en cualquier combinación a un discurso -hagan la prueba-, suenan muy bien. Porque ese pretendido cambio de modelo que Rodríguez Zapatero dice abanderar no es tanto una propuesta ambiciosa que convoque a la sociedad española a ese nuevo impulso de modernización que le lleve a superar la crisis cuanto una construcción oportunista que permite al presidente una respuesta retórica a la recesión. La inmensa mayoría de los más de cuatro millones de parados no son, ni serán, empleados de bata blanca. España puede y debe modernizar su modelo productivo, pero exhibir la 'economía del conocimiento' como la receta que satisfará las necesidades de empleo que va a dejar la recesión es una frivolidad irresponsable, aunque pueda resultar políticamente lucido.

Para conseguir ese objetivo, al que el presidente se ha referido con su habitual e impostado énfasis, se requiere un liderazgo que él no aporta, un pensamiento estratégico del que carece, un compromiso por los grandes acuerdos que sigue sin mostrar y una confianza en la sociedad civil incompatible con el dirigismo que, utilizando la crisis como coartada, vuelve a abrirse paso. Compruébese cuántas universidades españolas se encuentran entre las cien primeras del mundo y dónde nos sitúan los últimos informes PISA. Entra en lo ridículo pensar que el modelo productivo se cambia desde arriba, por ley y con intervencionismo. Casi tanto como esperar que una cultura política que rechaza la excelencia, que descalifica la competencia, que desincentiva el esfuerzo pueda promover la innovación y el conocimiento como fuentes del bienestar.

Javier Zarzalejos