Se está conmemorando en todo el mundo el segundo centenario del nacimiento de Henry David Thoreau. Hasta se ha vuelto a editar entre nosotros alguno de sus escritos más significativos. “La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en todo momento aquello que considero recto”. Ese mensaje explícito de vinculación de cualquier obediencia al criterio moral propio, viejo de siglos, dio sin embargo con él nacimiento a la expresión desobediencia civil, que en unas circunstancias tan particulares como las suyas, resultaba ambivalente: un grito moral contra la esclavitud y contra la guerra con México, pero también una suerte un tanto confusa de objeción a casi toda tarea de gobierno en favor de una idea libertaria y minimalista del Estado. Ya se sabe: “El mejor Gobierno es aquel que no gobierna en absoluto”. Pero lo que llega con más fuerza hasta nuestros días es esa idea básica de que la obediencia al derecho y al Gobierno es un deber que queda en suspenso cuando una exigencia moral o política de más densidad es contradictoria con ellos.La fuerza de una convicción de conciencia puede suspender la obligatoriedad jurídica de una norma del derecho vigente. Entonces el cotidiano deber general de obediencia se ve sustituido por un deber más fuerte, contrario a él, el deber de desobediencia civil. Cómo se articula este deber y cómo se resuelven las contradicciones en él implícitas es algo que dio lugar a una literatura muy extensa y controvertida. Hasta los años setenta era prácticamente desconocida en el viejo continente. En nuestro país Jorge Malem hizo una síntesis admirable de ella. Es preciso diferenciarla con claridad de algunos parientes próximos, como la violación delictiva de normas, la resistencia política o la objeción de conciencia. Y ponerla en relación con lo que parecen ser sus antónimos, el acatamiento acrítico a la ley por el ciudadano y la obediencia debida del inferior jerárquico. No es sencillo muchas veces. Y seguramente su expresión más paradójica e interesante es la desobediencia civil mantenida en el plano del derecho como una suerte de rebelión en favor del derecho mismo.
En los sistemas constitucionales de las sociedades abiertas puede darse una desobediencia civil para proteger el derecho frente a las actuaciones de un Gobierno que lo ignora. La paradoja aquí estriba en que se desobedece el derecho para reclamar obediencia al derecho mismo. Cuando un Gobierno en principio legítimo empieza a operar al margen del derecho que le presta su legitimidad, la obediencia que se le debe como Gobierno legítimo cede ante la ilegalidad de sus actos, y el ciudadano puede desobedecerlo apelando precisamente al derecho superior que da a ese Gobierno su fundamento. En la guerra del Vietnam, los jóvenes desobedecían la ley de reclutamiento alegando que el Gobierno estaba produciéndose al margen de la Constitución.
Esta me parece ser a mí también la situación con que podemos encontrarnos en Cataluña. Un Gobierno legítimo está dando pasos deliberados para situarse fuera de la Constitución y del Estatut. Eso es lo que llaman muy expresivamente “desconexión”. Pero en términos jurídicos, desconexión no puede significar sino abandono de la legalidad. Y si se tolera pasivamente ese abandono, todos aquellos que están sometidos a las normas de ese Gobierno corren el riesgo de perder inmediatamente los derechos y las garantías de que les provee la legalidad constitucional y estatutaria ignorada. Es un supuesto claro en el que rige la idea de desobediencia civil: apelar al derecho anterior para desobedecer el “nuevo” derecho producido como consecuencia de esos actos ilegales. Creo que todo aquel que esté sometido a esa nueva legalidad tiene el derecho de hacerlo. Y en los términos estrictos que exige la noción de desobediencia civil: públicamente y sin violencia alguna.
Es la manera de presentar tácitamente ante la ciudadanía y ante el poder una demanda informal contra la ilegalidad del Gobierno. Sólo en la medida en que ese derecho a desobedecer civilmente se extienda más y más, las operaciones políticas del procés comenzarán a funcionar en el vacío y el proyecto colapsará por sí solo, como un edificio carente de cimentación. Todos los ciudadanos y servidores públicos de Cataluña están llamados por responsabilidad a ejercer ese derecho.
Por lo que respecta a la policía autonómica, el artículo 11 de su ley así lo reconoce, al afirmar que “en ningún caso la obediencia debida podrá amparar órdenes que entrañen la ejecución de actos que manifiestamente constituyan delito o sean contrarios a la Constitución o a las leyes”. Cuando se excluye la obediencia debida se está ya en el espacio de la desobediencia civil. Y si eso sucede con una organización armada basada en el principio de jerarquía, no parece demasiado forzado trasladar ese mismo razonamiento a funcionarios, interventores, servidores de las agencias, trabajadores públicos en general.
Si en una organización de seguridad, armada y rígida, cabe la desobediencia para esos supuestos, con mayor razón cabrá en una organización administrativa, por jerárquica que pueda ser. Cualquier servidor público está amparado por el derecho a no obedecer normas de notorio significado anticonstitucional. Y lo mismo puede decirse por lo que afecta a los actores jurídicos más relevantes, jueces, notarios, registradores, etcétera. Todos ellos, además, tienen en sus estatutos disposiciones que les autorizan para inaplicar ese nuevo derecho ilegal. Lo que quizás cabría recordarles es que han de hacerlo pública y notoriamente, dándole a sus actos todo el hondo sentido jurídico que lleva consigo la actitud de la desobediencia civil.
Y, naturalmente, los ciudadanos y sus organizaciones sociales y profesionales. Todos ellos son titulares de ese derecho a defender sus garantías y sus leyes frente a un Gobierno o un Parlamento catalán desconectado, es decir, arbitrario e ilegal. Y es también un auténtico deber moral de ciudadanía. Porque —como escribía Thoreau— si unos cuantos miles de ciudadanos dejaran, por ejemplo, de pagar sus impuestos a un Gobierno como ese, esa no sería una conducta tan injusta e ilegal como pagarlos para sostenerlo y perpetuar su arbitrariedad. Que hagan saber pública y pacíficamente que no van a sustentar un Gobierno ilegal presidido por la improvisación y el fanatismo nacionalista, que puede llevar a Cataluña a un desastre social y moral sin precedentes.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.