El deber de hacer los deberes

Comento con mis alumnos de primero de Magisterio-Educación Primaria el debate sobre los deberes escolares. Son prudentes y en general evitan pronunciarse. Mientras hablamos, apuntan algunas cuestiones de interés: la importancia de adquirir una rutina de trabajo escolar, la excesiva orientación al rendimiento en las tareas educativas, la complicada relación con los padres después de clase.

Este último punto me hace reflexionar a propósito de los argumentos que da la Confederación Española de Asociaciones de Padres y Madres de Alumnos (CEAPA) de todo el Estado para pedir a las escuelas que detengan la presión de los deberes. Según la CEAPA, los deberes afectan negativamente a la vida familiar y no dejan a los niños tiempo para pasar con sus padres. La campaña para boicotear los deberes escolares los fines de semana de noviembre lleva por título En la escuela falta una asignatura: mi tiempo libre.

En Catalunya, el movimiento de la Escola Nova de principios de siglo XX, en el contexto de la Mancomunitat y después de la Generalitat republicana, puso en práctica una pedagogía activa que encajaba las tareas escolares con el deseo de aprender de todo niño. La dinámica escolar se hacía tan atractiva para todos --chicos, chicas, maestros-- que después de clase se quedaban en la escuela haciendo trabajos. Se estaba mejor allí que en casa. Esta es una anécdota que contaba a menudo el doctor Josep Estalella, director del instituto-escuela del Parc de la Ciutadella en los años 30. Se estaba tan bien en la escuela porque no había experiencia de obligación y sí un auténtico deseo de aprender, como cuando nos gusta de verdad algo y el tiempo pasa volando.

Vista en perspectiva, esta historia es envidiable. Hoy, en cambio, la experiencia que tenemos en general, adultos y niños, es la de la obligación. El problema de los deberes en el contexto familiar tiene que ver con no disponer de tiempo libre y no pasar suficiente tiempo con los padres, pero, sobre todo, con la presión que padres y madres se ven obligados a ejercer en sus niños después de clase. Los adultos, viviendo una vida laboral de obligaciones y sacrificios que les hace soñar en las vacaciones para poder, finalmente, desconectar, atraviesan cada día el umbral doméstico para asumir una vez más la exigencia que ellos mismos tienen que soportar cotidianamente en un mundo orientado a los resultados y a la despersonalización. La obligación deviene entonces el denominador común de la vida social y no hay ningún refugio, ni la intimidad del hogar, donde poder liberarse de una pesadilla que les persigue: cumplir y ser productivos.

Freud llamó a este exceso de exigencia cultural super-yo. El super-yo es una especie de mala conciencia que se instala socialmente y siempre pide más porque nunca se acaba de estar a la altura: nunca se hacen las cosas bien, nunca se tiene suficiente tiempo para terminar las tareas, nunca hay calma. Hay que hacer, hacer, pensando que en todo momento se evalúan los outputs. Este superávit de exigencia daña las relaciones entre maestros y alumnos; padres, madres, hijos e hijas. La obligación atraviesa los vínculos y los debilita enormemente. Todo tiende a convertirse en una fábrica donde hay que mantener el nivel de productividad para ajustarse a la demanda. Familias, equipos docentes, alumnos, se convierten en unidades de valor productivo. Esto significa estar ligados a una simbólica cadena de montaje sin margen suficiente para salir un rato, un poco como Charles Chaplin en Tiempos modernos, ese personaje tan tierno que fuera de la fábrica perdía la orientación del mundo y lo veía todo como si fuera el tornillo que tenía que apretar.

El problema de los deberes escolares y el debate que genera es, en este sentido, un síntoma cultural, defecto de fabricación al mismo tiempo que una muy buena noticia. Quiere decir que la maquinaria flaquea, se atasca y chirría. Quiere decir que no hemos dejado de recordar que hay tal vez una forma más humana de aprender y de vivir juntos, en detrimento de la lógica de fabricación. No podemos decir que no es posible porque la historia nos demuestra, aunque lo hayamos olvidado, que una vez sí lo fue.

Efectivamente, los deberes son una mala experiencia porque obligan a padres y madres a seguir obligando a los hijos después de una jornada de trabajo y actividades interminables. Obligando a los hijos, padres y madres también van en contra de sí mismos: porque en lugar de poder disfrutar de un espacio relacional donde la obligación mengua, esta retorna con más fuerza que nunca. La obligación mortificante es el peor de los males para una vida donde solo hay deberes: entre ellos, el deber de hacerlos hacer.

Anna Pagès, profesora de la Facultad de Educació de la Universitat Ramon Llull.

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