El deber de proteger a los libios

La soberanía no es un permiso para matar. Ningún Estado puede abdicar del deber de proteger a su pueblo de crímenes contra la Humanidad y menos aún justificar la perpetración de semejantes crímenes por su parte. Cuando un Estado deja manifiestamente de dar dicha protección, la comunidad internacional más amplia tiene el deber de hacerlo adoptando medidas “colectivas, oportunas y decisivas” mediante el Consejo de Seguridad y conforme al Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas.

Se trata del principio del “deber de proteger”, que adoptó la cumbre mundial de Jefes de Estado o de Gobierno de la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2005 y que después hizo suyo el Consejo de Seguridad. No hay un caso más claro para su aplicación que el de Libia hoy.

Las fuerzas del coronel Muamar el Gadafi han cometido por tierra y aire una matanza de centenares de libios –tal vez más de mil– que protestaban, al principio pacíficamente, contra los excesos de su régimen. Si no dimite, un mayor baño de sangre parece inevitable. La necesidad de adoptar medidas “colectivas,  oportunas y decisivas” es abrumadora.

Después de mostrarse dolorosamente prudente en los primeros días de la crisis, el Consejo de Seguridad ha invocado ahora el principio del deber de protección y también  –y por primera vez en la Historia– ha acordado un importante plan de medidas para aplicarlo: embargo de armas, congelación de activos, prohibición de viajar y –lo que es muy importante– remisión de la situación al Tribunal Penal Internacional.

Semejantes medidas, como las adoptadas en el Consejo de Derechos Humanos de las NN.UU. y en otras instancias, son necesarias para demostrar que Gadafi carece ya de apoyo internacional. Son coercitivas, pero no incluyen la amenaza o la utilización de la fuerza militar. ¿Serán suficientes para detener la matanza? ¿Ha llegado el momento de aplicar una zona de exclusión aérea? ¿O de ir más lejos y enviar fuerzas de tierra con el mandato de hacer lo necesario?

Se trata de una decisión difícil. Ni siquiera el más apasionado partidario del deber de proteger puede afirmar lo contrario. Declarar una zona de exclusión aérea no es una opción “blanda”: debe significar la disposición a derribar cualesquiera aviones de combate, bombarderos o helicópteros de combate que la violen. Entraña un enorme riesgo de toma de rehenes u otras represalias contra los ciudadanos de cualquiera de los países participantes que aún se encuentren en Libia. Una fuerza de invasión, suponiendo que se pudiera reunir en poco tiempo, entrañaría riesgos aún mayores.

Es importante mantener en perspectiva en qué consiste el deber de proteger y para qué se concibió ese principio. Las circunstancias en las que se introdujo fueron las de la desgarradora división internacional en el decenio de 1990 sobre cómo reaccionar ante los crímenes y atrocidades en masa, en la que el Norte mundial en general apoyaba la “intervención humanitaria” y el Sur se adhería a la antigua consigna de no interferencia en los asuntos internos de los Estados y no se veía la menor posibilidad de lograr un consenso. El resultado fue unas intervenciones autorizadas por las NN.UU. que fueron desiguales, incompletas o contraproducentes –como en el desastre de Somalia de 1993, el genocidio de Ruanda en 1994 y la matanza de Srebrenica en 1995– o intervenciones que resultaron eficaces, pero no autorizadas por las NN.UU. –y, por tanto, ilegales–, como en Kosovo en 1999.

El “deber de proteger” iba encaminado a replantear la cuestión desde el punto de vista de la responsabilidad, y no de los derechos, y de la protección, y no de la intervención, y determinar un amplio espectro de respuestas preventivas y reactivas apropiadas y la de la intervención militar coercitiva sólo como último recurso. Se abrigaba la esperanza de que dejara de verse la desprotección de los habitantes por parte de sus Estados como asunto suyo exclusivo, como había ocurrido durante siglos, para considerarlo un motivo de preocupación para todo el mundo.

Esa parte de la tarea se cumple ahora bastante bien. La reacción mundial ante los horrores habidos en Kenya en 2008 contrastó espectacularmente con la indiferencia con que se acogió la carnicería en Ruanda y la actual condena internacional de las atrocidades de Gadafi ha sido rápida, sin paliativos y prácticamente unánime. Nadie sostiene que la soberanía confiera inmunidad; el cambio en el consenso normativo es más o menos completo.

Pero la segunda gran esperanza de los partidarios del deber de proteger era la de que ese consenso en principio facilitara más el acuerdo sobre lo que se debe hacer en la práctica: cómo plasmar el consenso normativo en la acción. Eso ha resultado más difícil, como han demostrado la experiencia en Darfur, en la República Democrática del Congo y en Sri Lanka. Dadas la complejidad y la delicadeza de esas cuestiones –sobre todo cuando la intervención militar es una opción–, no es de extrañar que el del deber de proteger siga siendo un proceso en marcha.

La lección que se desprende no es la de que el principio sea irrelevante, sino la de que debemos mejorar su aplicación en el futuro... y ese futuro, en el caso de Libia, es el presente. Las sanciones, los embargos y el aislamiento diplomático son el absoluto mínimo necesario. Si esas medidas no empiezan a dar resultado inmediatamente y continúa la carnicería, no habrá otro remedio que hacer algo más.

Las opciones militares deben ser siempre un último recurso, pero no se puede excluirlas en casos extremos y el de Libia es el más extremo. La posibilidad de una zona de exclusión de vuelos resultará más fácil cuando los últimos expatriados vulnerables abandonen el país y se debe avanzar rápidamente en los planes para su aplicación. Pese a lo que ha hecho hasta ahora, la pelota sigue en el tejado del Consejo de Seguridad. No sólo está en juego el crédito del principio del deber de proteger, sino también el suyo.

Por Gareth Evans, ex ministro de Asuntos Exteriores de Australia, presidente Emérito del Grupo Internacional de Crisis, copresidente de la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados, y autor de The Responsibility to Protect: Ending Mass Atrocity Crimes Once and for All (“El deber de proteger. Para acabar de una vez por todas con los atroces crímenes en masa”). Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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