El declive de la humildad

Se lo creen. Digo a colegas y amigos estadounidenses que no sé sino muy poco de historia, que leo pocos documentos, que mis alumnos acaban dormidos en mis clases y que mis libros no valen para nada. Me toman al pie de la letra. Confieso que mi modestia es falsa, y me desilusiona la credulidad de mis interlocutores. Se cuenta en Europa que los norteamericanos no saben apreciar la ironía, pero no es así. El humor de sus grandes provocadores de risa, desde Samuel Clements (el pseudónimo Mark Twain), por O. Henry (maestro de ridiculeces) y Ogden Nash (exponente a ultranza del sarcasmo) hasta el satírico supremo de la actualidad, Stephen Colbert, que asume para sus emisiones de televisión el carácter fingido de un comentarista de derechas, es todo a base de burla irónica.

No es que en EEUU no se aprecia la ironía, sino más bien que la gente es incapaz de reconocer la modestia, ni fáctica ni facticia. Creen mis evasiones auto-acusatorios porque en EEUU, que siempre hospeda la sociedad más de vanguardia del mundo, se sufre -de forma extrema- lo que a mí me parece ser el gran mal del siglo: la desvergüenza. Triunfan los desvergonzados: gana un Trump, por ejemplo, o un Pablo Iglesias. Se pavonea un centrocampista burlón. Una Isabel Preysler ansía y alcanza la pubicidad. Una Kim Kardashian se desvela tanto el cuerpo más maquillado como las emociones más crudas, para mantener su notoriedad a alto precio. Las celebridades chillonas gritan y lloran por Twitter y se proyectan en pantalla sin pensar ni en el valor de la prudencia, ni en el de la discreción. En lugar de desdeñar todo ese exhibicionismo vulgar y arrogante, el público lo estima y lo paga.

Mi auto-rebajamiento muestra por lo menos una virtud auténtica: el reconocimiento de que cualquiera que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado. Desgraciadamente, el mundo se ha olvidado de ese consejo saludable. Por supuesto, ya se sabe que a Cristo no le hacen caso ni los cristianos. Así que no me sorprende que, a los que no practican ni la caridad, ni la paz, ni la castidad, ni la misericordia, ni el menosprecio hacia la riqueza material, ni se comportan bien entre sí, les faltara conocimiento fiable de sí mismos. Hasta el siglo XVI, o sea por el primer milenio de la historia del cristianismo, respetar la humildad tal como el fundador la había recomendado era tan infrecuente que se tomaba como una prueba de santidad. La vanagloria se loaba. El héroe de Beowulf, la grande épica inglesa de la baja edad media, se ganó el amor de una reina jactándose. La ética del esplendor predominaba en la vida cívica y política. El que lucía los trajes más costosos, edificaba los palacios más grandes, ofrecía los banquetes más exagerados, y tenía la bragueta más ostentosa era el gallito del corral, a quien todos admiraban y quien a todos mandaba. Para destacarse había que ser conspicuo. Para triunfar había que ser supervisible. No existían, por ejemplo, exámenes para seleccionar los hábiles y elevarles sobre los que sólo sabían darse pote.

El renacimiento aportó una revolución en las costumbres occidentales. En 1528 Baldassare Castiglione, obispo de Ávila y encarnación del espíritu renacentista, publicó en su italiano nativo uno de los libros de mayor impacto en la cultura moderna, Il corteggiano. Se difundió por Europa en más de 100 ediciones a través del siglo XVI. Una monografía sobre su recepción, por el gran historiador Peter Burke, muestra el alcance de su influencia. Pero tales libros no impactan en la vida diaria por el valor de su estilo, ni la persuasiva de su prosa, ni la originalidad de sus conceptos, sino porque llaman al Zeitgeist, captan el espíritu de su época, reflejan y anticipan el sentido del curso de la historia. Según Castiglione, para merecer la admiración, no es suficiente que una persona tenga méritos, sino que debe ocultar su valor bajo lo que el autor llama sprezzatura: es decir, la capacidad de ejercer su proeza, sus virtudes, su genio y los frutos de su buena educación sin llamarse la atención. El que tiene confianza en sí mismo puede pasar desapercibido sin sacrificar su verdadera nobleza. No es preciso ser modesto, pero es imprescindible comportarse como si lo fuera. Con la difusión del Corteggiano, reserva, sobriedad, discreción, taciturnidad venían a ser los rasgos determinantes de la cultura de las elites occidentales. Pensemos en el caso modélico de Felipe II. En su jeunesse dorée, Tiziano le pintó de dandi, con la coraza resplandeciente, el plumaje abundante, la bragueta prominente. En su madurez el rey se acomodó a la nueva moda reservada, vistiéndose con una sencillez silenciosamente elocuente. Desde aquel momento, la cultura predominante en occidente volvió, por motivos puramente seculares, a los principios, más o menos, del Magnificat y de las Bienaventuranzas. «El Salvador ha mirado la humildad de su esclava... Dispersa a los soberbios de corazón... Enaltece a los humildes» -o por lo menos los que afectan la humildad-. «Bienaventurados los pobres en espíritu» -o por lo menos, los que no alardean su riqueza- «porque heredarán la tierra».

Hacia fines del siglo XVIII el romanticismo rehabilitó las emociones, que volvieron a ser respetables. Pero había que expresarlas con sencillez y finura. Hasta la época de mi propia generación -y sé que soy muy viejo, pero estamos hablando, desde luego, de tiempos históricamente muy recientes- la educación insistió en la necesidad de seguir la tradición de Castiglione. De chiquitín en mi escuela de Londres me enseñaron que la inteligencia crítica empieza criticándose a sí misma. De estudiante de doctorado en Oxford me insistieron en que siempre había que empezar una conferencia pidiendo perdón con unas observancias exculpatorias. Ahora, cuando empiezo diciendo, «Perdónenme, señoras y señores, pero es que sé muy poco del tema de hoy», el público se levanta y se marcha. Para conseguir plazas de empleo, mis alumnos tienen que suscribirse a la cultura de desvergüenza, recomendándose a sí mismos, y escribiendo catálogos largos y recargados de sus presuntos méritos, que, para mayor virtud, debían ocultarse decentemente.

Poco a poco, hemos perdido el aprecio a la modestia, tal vez por la influencia de la psicología freudiana, que representa la reserva como si fuera represión, y tal vez por el cambio social, que ha destituido a las clases e instituciones que encarnaban la ética de la sprezzatura. Del triunfo de la desvergüenza y de la aniquilación de la autocrítica surgen consecuencias graves e inesperadas. Los arrogantes consiguen sus fines. Los humildes vuelven a su miseria. Un personaje de una serie de televisión se erige a la presidencia de la gran superpotencia mundial. Las estrellas porno y los comediantes se presentan a los comicios. El entretenimiento aparatoso excluye el arte serio y la literatura pensativa. La estética de blin-blin deslumbra el buen gusto. Los ignorantes ostentan su ignorancia. Los anuncios proclaman el valor de los que no lo tienen para justificar el gasto de dinero en cosmético que no lo tiene tampoco. Hasta los obesos se jactan por su gordura, y exhiben sus cuerpos por calles y playas.

A la cultura desvergonzada se opone un puritanismo minoritario que se viste de religiosidad y a veces se expresa con violencia, pero que en el fondo es otra muestra más de la vigencia de la autocomplacencia y el culto a la publicidad. A fin de cuentas, las bombas y matanzas son los excesos de ostentación de los terroristas, quienes no son sino unos presumidos más, narcisistas carentes de talento pero resueltos a llamar la atención.

No hay remedio. Las transformaciones históricas de la cultura a largo plazo son irresistibles. Es inevitable que las voces declamatorias triunfen sobre la quietud y el silencio. Un candidato que se critica honradamente debe sufrir para superar a un rival que niega o ignora sus propias faltas. Los medios populares no van a quitar espacio a los sinvergüenzas para dedicarlo a los sanos y santos que huyen de la publicidad. Los terroristas puritanos, por su parte, no renunciarán a su manía de salir en pantalla por métodos más destructivos que los de una celebridad cursi, pero iguales de inmodestos. Los desvergonzados son los herederos del mundo, porque se lo hemos entregado. Si Cristo tuvo razón -y supongo que si alguien lo supiera sería él-, los humildes les sustituirán. Humildemente, no me atrevo a pensar que la profecía se cumplirá pronto.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU)

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