El declive de la libertad de prensa

A primera vista, la libertad de prensa vive una edad dorada. La tecnología digital permite que cualquiera con un smartphone pueda comunicarse con miles de millones de personas, decir o escribir lo que quiera y hacerlo público de inmediato sin pedir permiso a nadie. Pensábamos que la llegada de Internet representaba el fin de la censura. En 2011, un líder de la revolución egipcia afirmó: “Si queremos liberar a un pueblo, démosle Internet”.

Hoy, sin embargo, podríamos decir: si queremos que un Gobierno tenga más poder, nos vigile y reprima más nuestras libertades, démosle Internet y la tecnología digital.

El declive de la libertad de prensaEn todo el mundo se consolidan nuevos sistemas de control. Los periodistas sufren una represión sin precedentes. Los Gobiernos ejercen cada vez más soberanía sobre la Red, establecen fronteras nacionales e imponen sus propias leyes y restricciones.

Es lo mismo que sucedió con otras tecnologías, desde la imprenta en el siglo XV hasta la radio y la televisión en el XX. Al principio, parece que la nueva tecnología va a ser liberadora, hasta que los Gobiernos encuentran maneras de manipularla y controlarla en su propio beneficio.

¿Qué pasa en Europa? ¿Está acosada aquí la libertad de prensa?

En Turquía hay más periodistas encarcelados que en ningún otro país del mundo —un tercio del total—, incluidos China, Corea del Norte y Cuba, y, desde el golpe de Estado, se han cerrado 160 medios. Es un hecho inquietante, porque Turquía aspira a ser miembro de la UE, una comunidad política basada en la democracia, el principio de legalidad y los derechos y libertades individuales.

También está mal la libertad de prensa en Rusia, aunque mueren menos periodistas que hace 10 o 15 años y hay menos encarcelados. El Kremlin indica a los presentadores y editores de informativos de televisión lo que deben decir y lo que deben callar. El Gobierno ha aprobado leyes que restringen la libertad de prensa en Internet y obliga a las redes sociales a cooperar y a censurar a los disidentes. Se ha condenado a blogueros por denunciar la anexión de Crimea. El año pasado, cuando lo critiqué en Moscú, el director de la agencia de noticias Rossiya Segodnya respondió que en Rusia la armonía social era más importante que la libertad de expresión.

Ahora bien, Putin y Erdogan no son dictadores en sentido estricto. El director del Comité para la Protección de los Periodistas, Joel Simon, los llama democradores. Prefieren la manipulación a la fuerza y tienen el apoyo de la mayoría. Los dictadores controlan la información, los democradores la manejan. Los democradores ganan elecciones, los dictadores las repudian. Toleran los medios privados pero los hostigan con procesos, inspecciones fiscales, manipulación de la publicidad oficial y otras medidas aparentemente razonables, como prohibir el lenguaje de odio, el extremismo y el apoyo al terrorismo; unas restricciones que las democracias también emplean, pero de forma más contenida. Así, Erdogan y Putin pueden presumir de que respetan el derecho internacional.

Turquía y Rusia —y Bielorrusia, otra antigua república soviética— nos demuestran que la libertad de prensa está en declive. La novedad es que está extendiéndose a Europa central y occidental. En Hungría, las autoridades acosan a los periodistas críticos y crean dificultades económicas para los medios que no siguen la línea gubernamental. En Polonia, también. Incluso en Francia y Alemania, miembros fundadores de la UE, y en Reino Unido, la cuna de la Carta Magna.

Según Reporteros sin Fronteras, todos los Estados miembros de la UE excepto dos tuvieron menos libertad de prensa en 2016 que en 2013. Lo mismo asegura Freedom House. Las leyes contra los delitos de odio, concebidas para luchar contra el terrorismo y el extremismo, se aplican hoy a las palabras polémicas pero no violentas de los cómicos, los detractores de la inmigración y el islam y los musulmanes contrarios a la democracia y a Occidente.

Los Gobiernos de Europa occidental defienden esas restricciones con un lenguaje inquietantemente similar al de los dictadores. El Gobierno británico, por ejemplo, que quiere prohibir el extremismo, lo define como “la oposición de palabra u obra a los valores británicos fundamentales: la democracia, el principio de legalidad, las libertades individuales, el mutuo respeto y la tolerancia respecto a otras creencias”.

Algo muy distinto de la actitud tradicional de las democracias liberales frente a la disidencia. Durante la Guerra Fría, en la mayoría de los países europeos había periódicos, partidos, sindicatos y escuelas comunistas, que defendían un orden político y social incompatible con los valores democráticos.

Recientemente, el Gobierno alemán, apoyado por la comisaria europea de asuntos judiciales, Vera Jourova, ha propuesto una ley para combatir la difusión de noticias falsas y lenguaje de odio en las redes sociales, a fin de evitar la intromisión de Rusia en las próximas elecciones y contener a los populistas. De aprobarse, Facebook y Twitter deberían eliminar de inmediato las noticias falsas que inciten al odio o arriesgarse a multas de hasta 50 millones de euros. El ministro alemán de Justicia llegó a proponer penas de prisión por difundir noticias falsas, con un lenguaje que recordaba al Código Penal soviético.

Es comprensible que las democracias liberales estén preocupadas por la desinformación, pero la cura puede ser peor que la enfermedad. No hace falta volver muy atrás para saber qué pasa cuando los Gobiernos se erigen en árbitros de la verdad. En los dos últimos años, Egipto ha condenado a seis periodistas de Al Jazeera a muerte o largas condenas acusados, entre otras cosas, de difundir noticias falsas.

Por supuesto, las democracias europeas no tienen nada que ver con la Unión Soviética y otros regímenes autoritarios. Pero los instrumentos legales propuestos para eliminar las noticias falsas se parecen mucho a los de los Gobiernos autoritarios para acallar las disidencias, y eso es muy peligroso. No solo porque es incompatible con la libertad de expresión, sino porque sienta un precedente que podría fortalecer a los populistas que tanto temen los políticos tradicionales.

El límite entre noticias falsas y libertad de expresión sería muy distinto para los populistas, que quizá atacarían a los medios establecidos y “corruptos” en lugar de las webs, los blogs y las redes sociales. Además, sería difícil que los Gobiernos de Polonia y Hungría, cada vez más autoritarios, coincidieran con la Comisión Europea y la canciller alemana en qué es una noticia falsa. Al recurrir a estos instrumentos legales contra las noticias falsas, Europa corre el peligro de que la libertad de prensa se precipite hacia el abismo.

Flemming Rose es investigador en el Cato Institute de Washington, DC, periodista danés y autor de La tiranía del silencio (Oberon 2016). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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