El declive de la Monarquía

La Monarquía parlamentaria que la Constitución de 1978 estableció como “forma política del Estado español” ha entrado, 35 años después, en un indisimulable declive. El mero transcurso del tiempo opera contra una institución carente de justificación democrática originaria, más aún si durante ese periodo va perdiendo fuerza la explicación de que se implantó para salvar la coyuntura histórica del posfranquismo. A la vez, las miserias de la Corona -como estructura de poder asentada en torno a una familia y a las conductas personales de sus miembros, nunca elegibles- afloran ante el pueblo español, en el que se residencia la soberanía nacional, según la misma Constitución.

La participación esencial de don Juan Carlos en el establecimiento de una democracia parangonable con las de otros países de nuestro entorno permite entender el precio político pagado al monarca al situarle en la cúpula simbólica del Estado, tras haber renunciado a los poderes absolutos que Franco depositó en su persona. La izquierda prorrepublicana entendió entonces —más explícitamente el PCE, con mayores subterfugios el PSOE— que la dialéctica política inmediata no era Monarquía / República, sino dictadura / democracia.

Durante el proceso constituyente hubo un intento de la Casa Real, según reveló años después quien fue jefe de la misma, Sabino Fernández Campo, para que el Rey asumiera algunas atribuciones de las que disponían otros monarcas. En concreto, se pretendió que el Rey pudiera devolver al Parlamento una ley presentada para su sanción, si no estaba conforme con ella; que pudiera convocar por sí mismo un referéndum, y que constituyera y dispusiera de un Consejo Privado. Por su parte, la derecha franquista intentó configurar una “dictadura coronada”, mediante propuestas, como la del exministro Laureano López Rodó, de atribuir al Rey poderes especiales para casos de “emergencia”, o la del almirante Marcial Gamboa, de otorgar al monarca la facultad de disolver las Cortes “en circunstancias excepcionales o por motivos de excepcional gravedad para los intereses nacionales”.

Tales propuestas fracasaron, pero también el empeño del republicano catalán Heribert Barrera de alejar la Corona “lo más posible”, dijo, “del poder personal”, y de ese “tufillo anacrónico” ligado “a una concepción aristocrática de la sociedad y del Estado”. Tampoco prosperó su enmienda para que las Cortes Generales, una vez extinguidas las líneas llamadas a la sucesión en el Trono, propusieran “una fórmula para proveer a la jefatura del Estado, la cual deberá ser sometida a referéndum popular”. Se aprobó, en cambio, que en ese supuesto, “las Cortes Generales proveerán a la sucesión en la Corona en la forma que más convenga a los intereses de España”.

La Monarquía quedó así configurada de manera que cumplía los requisitos mínimos de sometimiento a la soberanía popular y al Parlamento, si bien en el Título II, De la Corona, prevaleció el criterio de la Zarzuela de mantener la tradicional y anacrónica preferencia del varón en la sucesión y la exclusión del heredero que contrajera matrimonio contra la prohibición del Rey. Se aprobó también que corresponde al Rey “el mando supremo de las fuerzas armadas” y que recibe de los Presupuestos del Estado “una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma”. Ahora que se habla de someter a la Casa Real a normas de transparencia acordes con su financiación pública, conviene recordar que en el inicial borrador de la Constitución se establecía que la cantidad recibida de los Presupuestos estaría “libre de gravamen”.

El declive actual de la Monarquía guarda relación con que el papel desempeñado por don Juan Carlos durante la Transición, en aras del cual se incrustó una institución como la Corona, ajena a la democracia, en la Constitución que enterraba a la dictadura, no tiene ahora aquella justificación que permitió la incorporación de la izquierda al consenso político e impidió que prosperara el 23-F. A los constituyentes no se les ocurrió calcular un periodo aproximado de utilidad de la Monarquía para la causa democrática y, por el contrario, incluyeron el Título II, De la Corona, entre los de más difícil reforma. La realidad es que la Monarquía, concluida aquella etapa, continua por inercia en la Constitución, y que las generaciones que no vivieron ni entienden ni necesitan ya la Transición están legítimamente empeñadas en sustituirla por la República.

Don Juan Carlos se aferra a aquel papel histórico que protagonizó y que no protege a don Felipe, con una gran preparación, pero ajeno generacionalmente a aquel servicio de su padre a la democracia. Si el príncipe Felipe llega a reinar, tendrá que demostrar su utilidad actual frente a la República, sin que ni siquiera una conducta ejemplar garantice su continuidad en el Trono.

El Rey parece dispuesto a aceptar los retoques que los grandes partidos consideren necesarios para lavar la cara de una institución bien evaluada por la mayoría de los españoles durante las últimas décadas, pero que ahora hace agua por los cuatro costados y registra un nivel de aceptación popular minoritario. Incluso en el caso de que los escándalos cesaran y la Casa Real tratara de adaptarse a los usos democráticos, el declive de la Monarquía parece imparable.

Bonifacio de la Cuadra

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