El declive de la socialdemocracia

Los sucesos recientes en el seno del PSOE y la dimisión de su secretario general, Pedro Sánchez, el sábado pasado, cuyo «leadership» ha sido sustituido por una gestora compuesta por una selección de dirigentes, evidencian la crisis estructural que está sacudiendo el partido, rehén de las luchas internas entre distintas facciones. Lo que está pasando no tiene solamente la máxima relevancia por la estabilidad y el destino inmediato de España, puesto que de la línea marcada por el PSOE va a depender la gobernabilidad de un país debilitado por una crisis económica con evidentes recaídas políticas, sino que apunta a dos fenómenos distintos, pero entrelazados, que nos indican el tipo de reflexiones que deberían despertar semejantes acontecimientos. Más allá de las posibles estrategias de gestión, que lidian con la dificultad de compatibilizar las distintas corrientes internas, el miedo al «sorpasso» por la izquierda y la hemorragia de votos en las ultimas elecciones apuntan hacia una crisis de legitimidad y de representatividad que pone en duda el proyecto socialdemócrata en su conjunto. La miopía política que caracteriza al PSOE, y que tiene raíces lejanas, no puede reducirse a un fenómeno local, puesto que se configura como un caso particular del declive más general de la socialdemocracia en Europa.

De hecho, nos enfrentamos con un problema de legitimidad, relacionado con las formas en la que se determina la dirección del partido, que a la vez refleja la precariedad y la inestabilidad de la línea política adoptada hasta ahora y cuyas oscilaciones indican la incapacidad, por parte de los dirigentes, de conectar con las inquietudes y las exigencias manifestadas por su base electoral. En definitiva, la crisis de legitimidad dentro del PSOE deriva de la crisis de representatividad en su exterior, que muestra a la vez el cortocircuito general de las políticas socialdemócratas europeas. La apuesta con la que se enfrenta el PSOE en términos de abstención está, pues, relacionada con el sentido último que adquiere la socialdemocracia en las sociedades contemporáneas y evidencia unas carencias básicas en la gestión política de la crisis económica que ha trasformado radicalmente las demandas de representación de los ciudadanos en las últimas décadas.

Tradicionalmente, el punto de fuerza de los partidos socialdemócratas, por lo menos hasta los años ochenta del siglo pasado, ha sido su identificación con el establecimiento del estado de bienestar, basado en la universalización de los derechos sociales y laborales, financiado con una política fiscal progresiva y un aumento de las capacidades adquisitivas de la población. Tales políticas, al mismo tiempo que garantizaron la existencia y la accesibilidad de recursos básicos, hicieron que la opción socialdemócrata ganara el consenso de una larga parte de la población, no sólo entre las bases consolidadas de estos partidos, como conquistas sociales que han hecho suyas otros sectores políticos. Sin embargo, en las décadas siguientes, y a raíz de la crisis económica, la socialdemocracia europea cambió, gradual pero decididamente, su orientación declarando por lo general imposible el mantenimiento de aquellas políticas y contraviniendo de tal manera las demandas sociales que le habían proporcionado a buena parte de sus electores. Esta evolución de la trayectoria política es la que explica, por lo menos en parte, el hecho que los partidos socialdemócratas hayan pasado de gobernar en la mayoría de los países europeos a representar una minoría, aveces escasa. Sin embargo, la derrotas electorales indican, además, un descenso muy marcado de los afiliados tradicionales; una desafección que señala un elemento ulterior que cabe relacionar con las recientes transformaciones ocurridas en la esfera pública europea y no solamente con las tensiones internas a cada partido.

Si observamos los casos de los países más cercanos a España, como Francia o Italia, podemos constatar fenómenos parecidos. El renovado protagonismo participativo de la ciudadanía, sobre todo en lo que concierne las clases medias y bajas, quizás represente el acontecimiento político más relevante de los últimos años. Indignadas y empobrecidas, unas masas heterogéneas que constituyen las bases electorales de las democracias contemporáneas han cuestionado desde distintos lugares el bipartidismo imperante, poniendo en duda los mecanismos mismos de la representación y disputando el espectro ideológico que ha dominado el panorama político del último siglo. En particular, la respuesta socialdemócrata ha parecido insuficiente a la hora de encontrar un remedio al progresivo desmantelamiento del estado de bienestar y a la necesidad de gobernar políticamente fenómenos como las migraciones en masa, la tasa creciente de paro juvenil o las desigualdades económicas y políticas dentro de la Unión Europea. De ahí que hayan surgido los nuevos partidos, también muy diferentes entre ellos, pero ciertamente hermanados por la misma pretensión de representar insólitamente ese descontento y encontrarle una salida institucional. Consecuencia de estos fenómenos es la crisis política y de gobernabilidad que ha sacudido España e Italia y que se anuncia también en las próximas elecciones francesas, donde, no por casualidad, el partido socialista actualmente en el gobierno se encuentra en una situación de implosión sin precedentes.

Conque el PSOE, como los demás partidos socialdemócratas de la Unión Europea, se encuentra en una crisis profunda que incide sobre el sentido mismo del proyecto político del que ha sido tradicionalmente promotor. Estos partidos están pagando, más alto que otras afiliaciones, el precio de una pérdida de identidad y credibilidad pública que, nos atreveríamos a decir, se remonta más allá de la crisis actual y tiene que ver con la propia fragilidad de su proyecto político y con los límites intrínsecos de su reformismo.

Cristina Basili, Doctora en Filosofía Política por la Universidad Carlos III de Madrid.

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