El declive del poder sindical: el 29-S

En el campo político la transición a la democracia en España siguió el método reformista, lo que tuvo unas indudables consecuencias en la legislación básica del Estado y en los comportamientos de los actores políticos. Sin embargo, en el campo sindical, las dudas en la definición de un proyecto de transición (inviabilidad de la reforma impulsada por Rodolfo Martín Villa) condujeron a un desmantelamiento ordenado y sin depuraciones de los sindicatos franquistas y a una reforma (Enrique de la Mata Gorostizaga) que, debido a la creciente presión de los sindicatos ilegales, se convirtió en una auténtica ruptura.

Los sindicatos opositores a la dictadura fueron actores activos del proceso de transición, impulsando la democratización del país con un amplio repertorio de acciones colectivas. A diferencia del papel jugado durante ciertos momentos de la Segunda República, cuando apostaron por un proyecto revolucionario, durante la Transición apoyaron decididamente el proyecto democrático.

Como consecuencia de ello, y a diferencia de lo sucedido en otros procesos políticos similares (Chile, Bolivia...), a lo largo de la Transición los sindicatos más representativos fueron obteniendo fuertes cuotas de poder. Ese poder implicó ciertos sacrificios de los trabajadores, tales como las políticas de concertación social que facilitaron la flexibilización del mercado de trabajo, compensadas con una legislación sindical favorable a las principales organizaciones, básicamente la Confederación Sindical de Comisiones Obreras (CC OO) y la Unión General de Trabajadores (UGT).

El poder de los sindicatos tras la II Guerra Mundial estuvo determinado por una serie de indicadores, referidos tanto a características internas (tasas de afiliación), como a otras de distinta naturaleza (la legislación sindical, el grado de representatividad, el nivel de institucionalización o la capacidad de movilización). A ello se añadía la existencia o no de aliados políticos.

Durante el franquismo, en un marco condicionado por la ausencia de libertad sindical y la represión contra los sindicatos opositores, el poder de los sindicatos oficiales estuvo sometido a las decisiones del Estado, formando parte del mismo y dependiendo de él. En cambio, en el sistema democrático los sindicatos, aunque formalmente independientes, han mantenido relaciones con el poder, especialmente con los partidos de la izquierda, los cuales al llegar al Gobierno les han hecho concesiones económicas y políticas. A cambio, los sindicatos han minimizado los costes de los conflictos y han controlado la negociación colectiva, garantizando así el funcionamiento ordenado del sistema económico.

Al finalizar la Transición (1982) los principales sindicatos españoles tenían una alta representatividad, lo que implicaba el cuasi monopolio en la negociación de las condiciones de trabajo, habían conseguido una legislación favorable a la institucionalización, tenían una amplia capacidad de movilización y aliados políticos. Todo ello compensaba sobradamente las bajas tasas de afiliación. El análisis conjunto de estos elementos ponía de manifiesto la existencia de un fuerte poder sindical en España.

Respecto a los aliados políticos, la subordinación partidista de UGT con respecto al PSOE se seguía manteniendo, pese a que cada vez eran más visibles los desencuentros. CC OO estuvo claramente subordinada a las políticas del PCE durante la Transición, pero logró salvarse de la intensa crisis que tuvieron los comunistas a comienzo de la década de los ochenta, manteniéndose como segunda fuerza sindical desde las elecciones de 1982, para posteriormente recuperar el liderazgo.

Desde la llegada de Felipe González al Gobierno se fue produciendo un sensible cambio en el modelo, debido a tres motivos. Primero, el creciente malestar en el seno de UGT por las políticas económicas de Miguel Boyer y Carlos Solchaga. Segundo, el distanciamiento de Nicolás Redondo y Felipe González, uno por pensar que el partido "iba a moverle la silla", y el otro al perder cierta sensibilidad social. Tercero, el hecho de que UGT viera con preocupación las críticas a su labor en los centros de trabajo y el crecimiento de CC OO que comenzaba a monopolizar la dirección de los principales conflictos laborales y de las protestas contra los recortes sociales (huelga general de 1985 contra la reforma del sistema de pensiones).

Estos motivos condujeron a la dirección de UGT a cambiar su anterior discurso respecto a la necesidad del aliado político (modelo socialdemócrata), por otro favorable a la autonomía sindical. Tras la importante victoria sindical en la huelga general del 14-D de 1988, el nuevo modelo se impuso, a la vez que se reforzó el poder de los sindicatos al obligar al Gobierno a cambiar su política económica. Las medidas hasta el momento desarrolladas por Carlos Solchaga finalizaron y junto a los crecientes problemas del PSOE, comenzaron a tomarse otras sin un claro patrón definido, lo cual fue contestado por los sindicatos con dos huelgas generales (mayo de 1992 y enero de 1994) con resultados limitados.

Por su parte, UGT procedió al relevo del histórico dirigente Nicolás Redondo, por Cándido Méndez; mientras que CC OO se encontraba muy cómoda con la dirección renovada de Antonio Gutiérrez.

La época del Partido Popular fue tranquila y beneficiosa para los sindicatos durante la primera legislatura, pero una vez que se produjo el relevo en la Secretaría General de CC OO (José María Fidalgo sustituyó a Antonio Gutiérrez) y la elección de José Luis Rodríguez Zapatero como secretario general del PSOE la situación evolucionó. Se planteó de nuevo una revisión del papel de los aliados políticos dentro del sindicato socialista, dando lugar a un creciente entendimiento entre Méndez y Zapatero; mientras, la pasividad de Fidalgo favorecía una mayor hostilidad hacia el Gobierno de Aznar que se concretó en la huelga general de 2002.

La alianza Méndez-Zapatero volvía a situar al partido y al sindicato en un mismo frente, con el consiguiente abandono de la "autonomía sindical", y a la vez que se trataba de aislar al Partido Popular (Pacto de Tinell de 2003) se buscaban los aliados políticos en la izquierda y no en el centro, como habían hecho González y Aznar. La victoria electoral de los socialistas en el 2004 condujo a una política de izquierda, posible gracias a la buena situación económica que vivía el país y a una prolongada "luna de miel" entre el Gobierno y UGT, a la que se sumó una cada vez menos identificable CC OO.

Y en esto llegó la crisis económica, que dificultaba la política hasta ese momento llevada a cabo y que obligó al Gobierno, aunque demasiado tarde, a modificar la parte sustancial y definitoria de su discurso y su política, ante las presiones de los socios de la Unión Europea y de Estados Unidos. Zapatero cambió y Méndez se quedó solo acompañado por Ignacio Fernández Toxo, nuevo secretario general de CC OO, que se encuentra aún en el laberinto.

A la desesperada, los sindicatos ante una situación económica muy compleja, con intenso crecimiento del desempleo, recortes salariales, reforma laboral restrictiva y próxima reforma del sistema de pensiones, se vieron en la obligación de decir algo sin analizar su anterior alianza con el Gobierno y las consecuencias negativas del abandono del principio de "autonomía sindical". La única salida era convocar una huelga general, pese a que la gran mayoría de los ciudadanos no parecen dispuestos a secundarla, entre otros motivos, porque ven a los sindicatos como responsables de la política llevada a cabo por el Gobierno.

Persistir en el error de la huelga general hace un flaco favor a los sindicatos, que con esta decisión abren una vía de agua en el poder obtenido desde la Transición de incalculables consecuencias. Parece evidente la apertura de un periodo de declive donde no solo seguirá siendo negativa la baja afiliación, a lo que se debe añadir la creciente incapacidad para movilizar a los ciudadanos, fruto de la falta de credibilidad del mensaje.

Álvaro Soto Carmona, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.