Por Pío García-Escudero, portavoz del Grupo Popular en el Senado (EL MUNDO, 26/05/06):
Según una reciente encuesta, Zapatero, Raúl y Ronaldinho son los tres personajes que los españoles elegirían para irse de cañas. Los tres, sin duda, tienen mucho que contar y serían amenos compañeros de barra, pero, por la misma razón que yo nunca me jugaría un pierde o paga a penaltis con los dos genios del balón, tampoco aconsejo a nadie que rete a don José Luis a una partida de la variante conocida como póquer mentiroso en el momento de decidir quién paga la cuenta.
Porque hasta ahora muchos de quienes lo han intentado han terminado pagando. Por ejemplo, quienes se fiaron del entonces candidato Zapatero cuando se proclamaba dispuesto a aceptar cualquier Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña. Lo mismo que aquéllos que se creyeron al ya presidente cuando rechazó el plan Ibarretxe, pretextando que un Estatuto no podía aprobarse con sólo el 51% de los votos; ahora, el catalán no ha llegado ni a la mitad.Y por no hablar de aquellos otros que confiaron en la promesa de que este proyecto estatutario quedaría brillante como una patena tras su paso por las Cortes; al final, estos ilusos no han visto más brillo que el de sus propios euros sobre el mostrador.
El naufragio final del Gobierno tripartito de Cataluña es un aviso en toda regla para navegantes: los pactos con Zapatero siempre acaban mal. Esto es así porque el actual presidente del Gobierno no entiende la negociación política en clave de transacción, de cesión recíproca en beneficio de un acuerdo en positivo, sino como una mera herramienta de estrategia partidista, una maniobra en negativo que pretende exclusivamente obtener un beneficio propio en perjuicio del adversario: lo de menos es lo que se pacta o para qué se pacta, sino contra quién se pacta, quién se queda dentro y quién queda excluido. Lo llevamos diciendo desde hace tiempo y los hechos no hacen más que darnos la razón: Zapatero no concibe el consenso como fruto de un esfuerzo compartido, sino como un «o lo tomas o lo dejas y, si lo dejas, atente a las consecuencias». El suyo es un consenso paradójicamente intolerante, es decir, ni es consenso ni nada que se le parezca.
Más bien es una forma cainita de entender la política, un estilo que siempre termina mal e, insisto, la mejor prueba de esta aseveración es la quiebra del Pacto del Tinell (expresamente, antiPP), en Cataluña. De nada sirve intentar camuflar un vacío de gobierno con un proyecto estatuyente concebido de espaldas a la sociedad y en clave exclusivamente partidista. Lo malo no es que los partidos del Tripartito hayan salido escaldados -allá cada cual con sus estrategias-, sino que, a la postre, Cataluña haya perdido tres años por culpa del Gobierno más ineficaz de toda su historia democrática. Sin duda, un triste récord, aunque de corta vigencia, porque Zapatero va camino de pulverizarlo a escala nacional.
Posiblemente, hay pocos espectáculos tan emocionantes como el de Zapatero manejando los dados: sus apuestas son cada vez más temerarias, sus faroles, más escandalosos, y por eso cada vez más gente se congrega con curiosidad en torno a la mesa de juego.Sin embargo, hay algo que de inmediato nos hiela la sonrisa y nos obliga a ponernos necesariamente serios, porque lo que al cabo se ventila en el tapete no es el éxito personal del jugador, sino el patrimonio común de todos los espectadores; lo que está al albur de un golpe de cubilete no es si el apostador gana o se arruina, sino, ni más ni menos, que la sostenibilidad futura de nuestro modelo político de convivencia.
Dicen los que juegan al póquer que cuando no tienes cartas, pero quieres ir, lo mejor es hacerlo con el mayor desparpajo posible y sabiendo que tus posibilidades aumentan cuanto más tiempo seas capaz de mantener la apuesta. Pero, evidentemente, no puedes seguir en la partida si no dispones de fichas con las que apostar.Durante la primera mitad de su mandato, Zapatero buscó el efectivo necesario en el entendimiento con el ala más radical del nacionalismo, una alianza cara, de un precio desorbitante, pero que Rodríguez Zapatero ha obtenido mediante pagarés a cuenta de algo que no es suyo, sino de todos. Un caudal que, por otra parte, no es producto de la casualidad, sino fruto de más de 25 años de esfuerzo común. Me refiero, como es obvio, a nuestro modelo de Estado de las Autonomías, a los principios constitucionales de unidad, autonomía y solidaridad sobre los que reposa, y al pacto político de consenso que le proporciona estabilidad. Éste es el patrimonio que ahora peligra en manos de un jugador de ventaja cuya estrella está en declive.
Efectivamente, todo ese acervo político ha sido puesto por Zapatero en la casa de empeños tras la calamitosa tramitación parlamentaria de un Estatuto de Cataluña en el que ya muy pocos creen. Y esa es la triste paradoja: que Zapatero nos quiso vender que su viaje a ninguna parte quedaría justificado por el premio de la estabilidad política, y ahora resulta que la crisis ya se ha desencadenado aun antes de que el Estatuto haya sido ratificado y mientras el texto proveniente de Andalucía aguarda turno para complicar aún más tan desquiciado panorama.
Con el empecinamiento propio del jugador que se resiste a abandonar una partida que cada día le es más adversa, Zapatero se aferra al clavo ardiente de su retórica y aún intenta convencernos de que su errático vuelo a ciegas es en realidad el pórtico de una segunda Transición muy curiosa, ya que su promotor no sabe decirnos por dónde anda, ni cuál es su punto de destino.
La única transición que hoy resulta absolutamente imprescindible es la de la vuelta a la sensatez perdida, una sensatez que nos dicta que las únicas reformas que caben en un Estado son las dirigidas, no a su debilitamiento, sino a la mejora de su eficacia al servicio de sus ciudadanos; que la reformas deben ser integradoras, no segregadoras; y que debemos retomar la cultura política del pacto en las cuestiones esenciales si no queremos comprometer seriamente nuestro futuro. Ésa es la tarea que hoy urge en España y, desde luego, quien menos indicado parece para pilotarla es un Zapatero al que cada día que pasa se le pone más rostro de perdedor.