El «dedo» de Fraga y la moción de censura

EL reciente debate de censura me obliga a salir a la palestra y aclarar cuestiones de las que nunca he querido hablar, pero que la renovada actualidad de mi nombre exige romper tópicos que no por repetidos se deban convertir en la realidad. Yo fui elegido presidente de mi partido en un congreso democrático por amplia mayoría –no «a la búlgara»– y no fui nunca designado por el «dedo» de Fraga ni por el de nadie. Competí limpiamente con Herrero de Miñón y le vencí. Fraga sí distinguió con su dedo a algunas personas en Alianza Popular. Estos fueron: Verstrynge, el «delfín de Fraga»; Miguel Herrero, heredero abintestato de Fraga cuando éste renunció a la presidencia; y José María Aznar, «ni tutelas ni tutías». Hoy están: el primero con Podemos, el segundo con los nacionalistas catalanes y vascos y el tercero con Ciudadanos. Yo, en el PP.

Al renunciar Fraga, tras el fracaso de las elecciones al Parlamento vasco de diciembre de 1986 quedó al frente del partido Herrero. AP decide que la sustitución de Fraga no se puede hacer así y hay un congreso en febrero de 1987 que me elige a mí y no a Miguel.

Sin tiempo para reponerme de la sorpresa de verme al frente del partido, ante el reto de unas elecciones que teníamos que afrontar el 10 de junio 1987; y con una deuda de unos 7.000 millones de pesetas, sin posibilidad de que nos reabrieran el crédito los bancos, ya que Fraga había pignorado todos los activos a favor de las Cajas de Ahorro en lo que aquellos vieron un fraude de acreedores.

Eran los tiempos en que Telefónica me cortaba dieciséis líneas por falta de pago, Mon del Rio –mi tesorero– me recordaba lo de Napoleón y los dineros para ganar la guerra, y Manuel Valls me insistía en la restitución a los bancos como condición para reabrirnos el crédito que, por orden expresa de don Emilio Botín, el abuelo de Ana Patricia, se le había cerrado herméticamente a AP. Con todos estos hándicaps, yo solo disponía de tres meses para «romper el techo de Fraga» y para evitar que ante la orfandad dejada por él la España no socialista sucumbiera a la tentación del «voto útil» a favor de Suárez, hecho que vaticinaban todas las encuestas, y que ya había sucedido en las primeras elecciones cuando el miedo a otra guerra civil y al poder de la izquierdas atenazaba las conciencias de los votantes.

Mi adversario de este modo no era González, aunque pudiera parecerlo, sino Suárez, al que la derecha más progre le agradecía la Transición y la más conservadora, la camisa azul como último secretario general del Movimiento Nacional franquista. Puse la moción de censura a sabiendas de que no podía prosperar porque no tenía otra alternativa. La puse y la defendí sin tiempo de prepararla y, aunque perdí contra Felipe, la gané contra Adolfo que, aunque amigo, me quitaba los votos. Desde mi moción de censura él no volvió a levantar cabeza con el CDS y no hubo el sorpasso que anunciaba la prensa. AP conmigo mantuvo el liderazgo de la oposición.

Pero buena o mala, gracias a mi moción de censura y al «votar Suárez es votar PSOE» le quité a éste la mayoría absoluta en Valencia y en Madrid, abriendo brecha en el «no pasarán» que tanto gusta a la izquierda. Les quité los gobiernos de La Rioja y Cantabria. Y, lo que fue más importante, el gobierno de Castilla y León a favor de Aznar, al que ayudé intensamente en la campaña, después de haberle impuesto como candidato frente a la opinión de Fraga, a quien los poderes fácticos habían convencido de que era mejor candidato Martín Villa, bajo el argumento de que «Aznar no tenía carisma».

Pocas guerras se ganan en una sola batalla. Mi primera gran batalla fue la de 1987 gracias a la cual se pudo conseguir, nueve años más tarde, la primera Presidencia del Gobierno. Lo demás es conocido por todos, tenemos a Rajoy y podemos dormir tranquilos.

Por último, tengo la impresión que Pablo Iglesias, el mejor parlamentario de la izquierda española en muchos años, ha intentado una estrategia como la mía pero con desigual resultado. Su objetivo no era Rajoy sino Susana Díaz. Sin embargo, en mitad de la procesión le cambian el Santo y cunde el desconcierto: amaga con retirarla, suplica a Pedro Sánchez que él ponga una a lo que éste inteligentemente se niega… Y ante la disyuntiva de una retirada táctica con graves contraindicaciones, decide sostenerla y no enmendarla. Repitiendo el discurso de la portavoz, lanza una retahíla de exabruptos e improperios contra el Gobierno dejando claro que le sobran insultos y le faltan contenidos, para terminar suplicando humildemente un pacto a los socialistas.

Y esto sí es un verdadero fracaso porque para denostar y zaherir, resulta siempre más eficaz y convincente una mujer como Irene Montero que, a ratos, me hizo recordar algunos discursos de «Pasionaria».

Antonio Hernández Mancha, expresidente de Alianza Popular.

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