El déficit como cuestión nacional

Hace unos días el Consejo General de Economistas de España me invitó a hablar del euro. Lo hice para subrayar la importancia histórica que tuvo para España ser socio fundador de la moneda única; para exponer las circunstancias políticas en las que el Gobierno que yo presidía tomó la decisión de hacer lo necesario para lograrlo; y, también, para exponer las implicaciones que el euro tiene hoy sobre el buen gobierno de la economía en Europa, comenzando por el control del gasto público.

La disciplina presupuestaria no es un obstáculo al crecimiento ni una limitación para las políticas de bienestar. Bien al contrario, la experiencia española entre 1996 y 2004 demuestra que el control del gasto y el cumplimiento de los objetivos de convergencia fueron compatibles con el crecimiento, con un notable incremento de la renta per cápita, con la creación de cinco millones de puestos de trabajo y con el fortalecimiento de nuestro sistema de bienestar.

El euro no era un punto de llegada, sino un punto de partida. El modelo del euro no consiste en oponer responsabilidad a crecimiento, sino en hacer realidad y explicar que la disciplina en las cuentas públicas conduce al crecimiento equilibrado y al bienestar sostenible.

El déficit como cuestión nacionalEspaña debe reforzar su compromiso con el modelo del euro y hacer frente a un problema fiscal serio que necesita una atención máxima, porque condiciona nuestra posición en Europa y amenaza con lastrar la continuidad de la recuperación. Un endeudamiento excesivo constituye una restricción de soberanía indeseable y una quiebra inadmisible de la solidaridad entre generaciones.

Tengo que lamentar que la respuesta oficial a mis palabras haya sido una errada comparación con la primera legislatura del gobierno del Partido Popular que yo presidí. Errada por inexacta –no es verdad que en la anterior legislatura se haya reducido el déficit más que en el periodo 1996-2000–, y forzada, porque entonces se cumplió el objetivo de déficit que nos permitió entrar en el euro –como saben de primera mano los actuales ministros de Hacienda y de Economía–, y ahora, lamentablemente, no. Entonces no había euro ni Pacto de Estabilidad, y ahora sí.

El primer gobierno del Partido Popular comenzó su gestión en abril de 1996. Heredaba del anterior gobierno socialista un déficit público del 7% del PIB. Cuatro años después, el déficit era el 1.3% y ese año 2000 se cerraría en el 1%. Eso se logró sin prórrogas, porque el euro no esperaba, y renunciando a subir los impuestos, que en realidad se bajaron.

El problema fiscal que tenemos no es propiedad del PP ni del Gobierno. Al menos no lo es en exclusiva, en un Estado con el nivel de descentralización del gasto alcanzado. Es un problema de nuestra economía, de nuestra sociedad, y, sobre todo, es un problema de nuestra política o de la falta de ella, según se mire. Hasta tal punto es así que este va a ser el primer asunto que se encontrará encima de la mesa el próximo gobierno de España, lo quiera o no. Pero no se trata de la multa, sino de la cuestión de fondo. A mi juicio, el déficit –y el volumen de la deuda– es una cuestión nacional básica, porque condiciona todo lo demás.

A pesar de una recuperación consistente, con un crecimiento del PIB que supera el 3%, los factores que presionan al alza de estos desequilibrios son muchos, porque hace ahora dos años que se inició un ciclo electoral que está todavía pendiente de los resultados del 26 de junio. El crecimiento está aumentando los ingresos públicos, y los tipos de interés en mínimos aseguran, por el momento, una cómoda financiación del déficit. Es perfectamente posible que la evolución de los ingresos permita alcanzar el nuevo objetivo de déficit. En suma, parece que se dan todas las circunstancias políticas, económicas e institucionales que invitan a relajar los esfuerzos de reducción del déficit del que «ya se ocupará la coyuntura». El déficit no crea empleo y confiar en la evolución favorable de los ingresos públicos sin entrar en reformas del lado del gasto no resultará. Entre 2005 y 2007 España tuvo superávit, lo que no impidió que dos años después se superara el 11% de déficit y que el desempleo se multiplicara.

El déficit y la deuda en sus actuales niveles, con un horizonte político complejo, constituyen un factor serio de vulnerabilidad para la economía y para la sociedad española. A mi juicio, resulta necesario un esfuerzo redoblado de consolidación fiscal, que hoy tendría efectos expansivos, como los tuvo en el pasado.

En noviembre de 2011 España bordeaba la catástrofe. El electorado fue muy consciente de ello, y por eso –con el aval de su gestión anterior– otorgó al Partido Popular una mayoría abrumadora, acorde con la dificultad del empeño. Ahora, todo indica que las mayorías parlamentarias no saldrán directamente de las urnas. La estrategia para la reducción del déficit deberá contar con una base de acuerdo más amplia y más compleja.

Los casos de Hollande, en Francia, y de Tsipras, en Grecia, demuestran lo rápido que caducan las promesas electorales de gasto público con dinero que solo existe en la imaginación de los candidatos que las hacen. Poco se puede esperar del populismo al asalto, pero la campaña electoral debería poner de manifiesto la necesidad de un pacto nacional de estabilidad y crecimiento entre los partidos que pueden formar parte de un gobierno razonable. Un acuerdo que aproveche las circunstancias favorables y asuma el compromiso de estabilidad presupuestaria, que es un compromiso ante Europa y ante nosotros mismos, no solo económico, sino político. Un pacto que proyectaría confianza y credibilidad hacia el exterior, que nos protegería frente a los impactos negativos de un entorno cambiante que difícilmente puede ya mejorar e impulsaría la agenda de reformas –no recortes– que es urgente retomar. Para eso, es necesario forjar un pacto nacional que impulse una recuperación sostenida, y que dé sentido y horizonte a los muchos esfuerzos que en los últimos años han hecho los españoles.

José María Aznar, expresidente del Gobierno.

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