El déficit simbólico de las patrias vasca y española

¿Es la primera vez que viene a nuestra pequeña ciudad? Dije: creo que sí. Y me dijo: no es por fanfarronear, pero aquí estamos bastante orgullosos de esta andrajosa y vieja bandera. Sabe, hay un pequeño agujero en esta bandera, de cuando (George) Washington cruzó el río Delaware con ella ( ); casi cae en El Alamo, junto a la bandera de Texas, pero siguió ondeando ( ); luego vinieron Robert E. Lee, Beauregard y Bragg (generales confederados), y el viento sopló fuerte del sur contra la vieja y andrajosa bandera; en los campos de Flandes, en la Primera Guerra Mundial, se llevó un buen boquete de un cañón Bertha; se tiñó de rojo y sangre en la Segunda Guerra Mundial, y ondeó sin fuerza, incluso baja, una o dos veces; estuvo en Corea, en Vietnam, ha estado allí donde la ha enviado su Tío Sam ».

En su emotiva canción, 'Ragged Old Flag', sobre la bandera de los Estados Unidos, Johnny Cash transcribe con ritmo sureño la fuerza sentimental que ha acumulado durante apenas dos siglos la tela de las barras y las estrellas como símbolo de la nación estadounidense. En España, la frustrada aprobación de una letra para el himno elegida por un jurado compuesto por tres catedráticos, una ex deportista, un compositor y un ex presidente del Tribunal Constitucional pone de manifiesto -más allá de lo que cada uno piense sobre el difunto texto, su creador y la manera de establecerlo- el déficit simbólico de un país cuyos mitos fundacionales son un campo de batalla ideológico e identitario en vez de un lugar sentimental compartido. La Historia en España no ha logrado, a pesar de los esfuerzos de la gran mayoría de los historiadores, despojarse de las connotaciones políticas que hacen que haya que optar por una de dos narraciones históricas, ya sea en relación a las supuestas gestas de la Reconquista, al matrimonio de Isabel y Fernando o la Segunda República, por no hablar de la herida abierta de la Guerra Civil. En relación a los acontecimientos del Dos de Mayo en Madrid durante la ocupación napoleónica, el escritor Arturo Pérez-Reverte afirmaba recientemente en el diario ABC: «Realmente nos une a todos pero, como siempre, los españoles la hemos utilizado para desunirnos. Y ahora, con el bicentenario, ya verá cómo los 'hunos' van a ir a una cosa, y los 'hotros', a otra».

La bandera, la Constitución, incluso el mito necesario de la Transición, no han trascendido todavía a ese territorio elevado por encima de las peleas de los mortales, y no gozan aún de una aceptación simbólica colectiva que les haga capaces de vertebrar sentimentalmente -es decir, al margen de las obligaciones legales- la convivencia. En España, la idea de unidad nacional -al margen del mandato constitucional al respecto- no es pacífica. Y una canción como la de Johnny Cash en versión de Paulino Cubero, por decir algo, no alcanzaría a tocar, por deseable que fuera, la fibra patriótica de un país plural como hace el ex yonqui de Arkansas. Irónicamente, un himno sin letra es, precisamente por eso, uno de los pocos símbolos constitucionales que no incomoda en su asiento al auditorio patrio.

La versión descartada ayer por el Comité Olímpico Español no gustó a casi nadie. Pero la pregunta es otra: ¿acaso es posible dar con una letra que recabe el apoyo cualificado, y a poder ser entusiasta, que requeriría un símbolo de rango constitucional? Quizás sirviera para que los deportistas de élite lo canten en los Juegos Olímpicos de Pekín (aunque no todos lo harían). Y para los programas televisivos traviesos, cuya obligación es poner a prueba el conocimiento de las nuevas estrofas de los próceres nacionales. Pero la noticia sería siempre, de aquí a unos años al menos, quiénes lo cantaban o dejaban de cantarlo. Una anécdota, y poco más.

Dado el procedimiento dudoso y cuasi administrativo acordado para elegir una letra, el nuevo himno oficial nacerá, de seguir adelante con el proceso, condenado a protagonizar momentos fríos, de una solemnidad forzada y encorsetada. Lejos, en todo caso, del eco universal de una canción francesa, nacida en el fragor de la marcha de unos voluntarios marselleses contra el invasor austriaco, que retumba en un Café Americano en una Casablanca cinematográfica. ¿A quién le importa que en su belicista literalidad hable de mujeres degolladas? O del poema que un tal Francis Scott Key compuso en 1812 ante las ruinas de un fuerte bombardeado por los británicos en la Bahía de Chesapeake, 'The Star-Spangled Banner', versioneado por el cantante soul Marvin Gaye, en la final de la NBA de 1983.

Euskadi, por su parte, es la patria sin nombre (común), sin fiesta nacional (común), sin himno (común), sin una identidad cívica -¿a estas alturas de la película!- asumible por todos. Un país sin ilusiones compartidas, como un equipo de fútbol desmotivado que, salvo esporádicos destellos individuales e instantes brillantes, sólo da disgustos. La construcción cívica de la patria vasca y su inserción en la patria española es una cuestión pendiente para todos, pero en especial para el nacionalismo gobernante, aquél al que la ley vasca obliga a lidiar con España cada día. En una sociedad en la que más del 60% de los ciudadanos se siente vasco y español en una medida u otra, seguir posponiendo esta cuestión hace del debate identitario algo cada vez más tedioso. Es tan fácil como aceptar de una vez por todas que una cosa es no 'sentirse' español, algo que ninguna ley puede ni debe impedir, y otra es seguir jugando con la falacia de que 'esto no es España'. Sí lo es. Y quienes quieren que deje de serlo deben aceptar esta perogrullada como punto de partida para discutir el 'statu quo', con todo lo que ello implica de acatamiento del ordenamiento vigente.

Hay dos caminos para esta tarea de construcción simbólica de los hitos sentimentales para una mejor convivencia: la inyección o la pomada. La inyección es hacer visible a España en Euskadi mediante una aplicación rigurosa de la ley, como es el caso de las banderas en los consistorios. Una vía que, como afirmó Iñaki Azkuna, alcalde de Bilbao, se seguirá «por obligación y no por convicción». Obligación que, por otro lado, las instituciones vascas deberían asumir -sean cuales sean sus convicciones, porque dan igual en este punto- en la lucha contra ETA. La otra terapia, la pomada, es la de la 'seducción', tomando el término de otro político nacionalista, Josu Jon Imaz. Discutir con firmeza cuando sea necesario, pero saber darse la mano sin reparos si la ocasión lo requiere. La poca naturalidad con la que se entendió el gesto 'educado' del lehendakari en el brindis 'por España' en la cena de cumpleaños del rey Juan Carlos, junto al sino político de Imaz, indican lo ingenuo de este planteamiento (o el infantilismo de quienes se niegan a asumirlo). ¿Qué pasará si un jugador del Athletic o de la Real se atreve a entonar alguna estrofa que otra de un futuro himno?

En Estados Unidos, la ley es la ley. 'It's the law' es la mejor manera de poner fin a una discusión. Lo dice la ley y punto. Aquí, es el comienzo de una discusión eterna y aburrida. La diferencia está en que, allí, la fuerza de las obligaciones jurídicas reposa en un consenso sentimental previo. Por eso, los himnos, las banderas, los escudos cuentan. Porque son el mortero simbólico del entramado jurídico-constitucional que regula nuestras vidas y garantiza nuestra libertad. El problema es que un corazón no se emociona por decreto. Ni por concurso.

Borja Bergareche