El delfín expósito

Hace un año entró en liquidación instantánea el zapaterismo clásico, un centauro compuesto de dos piezas: gasto social de un lado, y militancia y bulla progresista del otro. La crisis y la pobre gestión del Gobierno deterioraron las cuentas nacionales y el centauro hubo de resignarse a ser solo una cosa, no importa si caballo u hombre. Quiero decir con esto que Zapatero no tuvo más remedio que echar el freno en materia social mientras seguía dándole al manubrio del progresismo en materia de igualdad, derechos de última generación, et alia. Las elecciones del 22 de mayo han dejado claro que el zapaterismo incompleto no funciona. El PSOE ha obtenido los resultados peores que se recuerdan, unos resultados verdaderamente estremecedores. Puede hablarse por consiguiente de una tercera fase: la descomposición integral. Descomposición porque Zapatero no va a repetir como candidato, y descomposición porque los españoles están hartos de zapaterismo, según se colige del sufragio. Estar moribundo, con todo, no equivale a estar muerto. Los moribundos son capaces de acciones defensivas y ofensivas, o, lo que es lo mismo, los moribundos se hallan todavía en grado de influir en el curso de los acontecimientos. El presidente continúa siendo presidente, conserva el cargo de secretario de partido, y dispondrá de amplísimos poderes de aquí al instante en que se celebren las próximas elecciones. Ello suscita algunas cuestiones obvias. La primera es si Zapatero va a permitir que, en el entretanto, Rubalcaba mande más que él. La segunda es si el candidato y el todavía presidente cultivan intereses conciliables. La tercera se inspira en lo que los ingenieros denominan «resistencia de materiales»: ¿logrará el partido soportar las tensiones que la recién inaugurada bicefalia está destinada a originar? Salta a la vista que estas preguntas son esenciales, en el sentido de que apuntan a factores que determinarán la suerte de los socialistas en las legislativas que vienen.

Persistiremos sin embargo en movernos en el vacío, en tanto no hayamos analizado con un mínimo de precisión un asunto previo, tanto en el orden lógico como moral: ¿por qué demonios no solo perdió, sino que se vino aparatosamente a tierra el PSOE el día 22 de mayo del año en curso?

La tesis de que el electorado de izquierdas ha castigado el recorte social es insuficiente. La caída en desgracia del partido gobernante deriva de una causa más honda. Obedece, más que al recorte en sí, al hecho de que Zapatero imprimió a su política un giro repentino del que no quiso hacerse responsable. Oficialmente, se nos dijo que la enorme rectificación se debía a la crisis, un acontecimiento cósmico y tan fatal en su trayectoria como la rotación de la Tierra alrededor del sol. Oficiosamente se divulgó el mensaje, mucho más letal, de que Obama, Merkel y compañía —unos señores a los que no hemos votado— habían conminado al presidente unas medidas que este estimaba incompatibles con su programa. A partir de ese instante, Zapatero dejó de gobernar en nombre de los españoles. El gran contencioso, por consiguiente, no pivota sobre la alternativa izquierda/derecha. Brota de una consideración infinitamente más grave: la de quién da las órdenes y con qué títulos. A esto, en filosofía del Derecho, se le llama «legitimidad». Zapatero se deslegitimó frente a los suyos —y no solo frente a los suyos— al asumir una política en que aparentemente no creía y que venía forzada por instancias sustraídas a todo control democrático. No se desprende de aquí, por supuesto, que existan alternativas a dicha política. Lo que sí existen son alternativas a un gobernante que carece de credenciales para aplicarla. Zapatero debió dimitir y convocar elecciones, que con suerte habría ganado una figura congruente con las exigencias que el nuevo momento reclama. Pero no dimitió. A la postre nos encontramos con que nadie nos ha representado desde hace un año. Los comicios del 22 han sido la respuesta popular a un dirigente que había ocultado su rostro tras una máscara adquirida en el baratillo internacional.

El déficit de legitimidad de Zapatero salpicará inevitablemente a Rubalcaba. El proceso sucesorio ha acusado los espasmos, fealdades e incoherencias que acompañan a las intrigas de palacio, sin que una sola idea, una sola noticia sugerente para los españoles, atenuara la sordidez de la refriega entre la vieja y la nueva guardia. Antes de que se produjese el batacazo, Zapatero había anunciado la celebración de unas primarias. La propuesta no gustó al vicepresidente. Rubalcaba deseaba desempeñarse como jefe de la oposición —su destino más probable— al frente de un partido compactado, y no como caudillo de la parte victoriosa en una lucha entre facciones. Es más: el vicepresidente solicitó el control del partido, y, por consiguiente, vara alta en la secretaría general. Sabemos más o menos en qué han ido a parar estas disidencias. Zapatero ha conseguido retener la secretaría sacrificando a Carme Chacón y dando sus bendiciones a unas primarias trucadas que, si Dios no lo remedia, Rubalcaba ganará por incomparecencia del contrario. La prensa ha hablado de dedazo. Y lo hay, aunque el dedo no lo ha estirado el presidente, sino el aparato del partido. Pero este matiz pesa poco moralmente. Delante de la opinión, y por la fuerza de las circunstancias, Rubalcaba es el candidato de Zapatero. Por lo mismo, Rubalcaba es el delfín de un monarca tronado que la nación quiere lejos de sí lo más pronto posible. Rubalcaba baja a la arena contagiado por la anemia perniciosa de su presunto valedor. No cabe arrancar… con peor pie.

¿Entonces? Entonces el interés personal de Rubalcaba pasa por apagar la fosforescencia infausta, el fuego de san Telmo, que en torno de su cabeza ha suscitado el presidente al imponerle las manos y sacramentarlo. ¿Se prestará Zapatero a la cancelación de sí mismo que conviene a su sucesor? Esta es, en realidad, la gran pregunta. A la postre, nadie puede obligar a Zapatero a no hacer uso de los instrumentos orgánicos y democráticos de los que aún es propietario. A nadie se le oculta que el presidente acumula mil razones para intentar mitigar el fracaso de su segundo mandato mediante alguna iniciativa redentora, espectacular. Estoy pensando, cómo no, en ETA, con la que nunca ha dejado de negociarse y que podría no ser ajena al lamentable y reciente episodio que ha dado matarile al Constitucional. Zapatero disfruta todavía de margen para cometer disparates. Rubalcaba, su subalterno y truchimán en los secreteos por la zona oscura, sería, si el asunto saliera mal, uno de los principales perjudicados.

En resumen: tanto la salud de Rubalcaba, como la del PSOE, como la de la nación, aconsejan un adelanto de las elecciones. Los argumentos para instar los comicios son abrumadores. Se reduciría la infinita capacidad de Zapatero para equivocarse, se expondría una superficie menor de los intereses comunes al chantaje nacionalista y se podría gobernar con superiores garantías. El naufragio de la negociación sobre la ley laboral ha demostrado lo insostenible de la situación. Un Gobierno virtualmente cesante transmite su interinidad a los agentes sociales y provoca la necesidad del decreto-ley, una medida que por definición reclama lo que no hay: un Ejecutivo fuerte y con capacidad de influencia moral sobre la población. Así no vamos a ninguna parte. Cuanto más se dilate la convocatoria a urnas, mayores son los estragos potenciales. Esto lo comprende cualquier socialista. Y, lo que es más importante, cualquier español, sea socialista o no.

Álvaro Delgado Gal, escritor.

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