El delito de lesa humanidad del 'apartheid' catalán

Mientras Barcelona asistía deslumbrada en la Festividad de la Inmaculada a la iluminación de la estrella que corona la torre de la Virgen María de la Sagrada Familia, con asistencia del cardenal Omella y toda la oficialidad de la Generalitat con Pere Aragonès al frente, los herodes del independentismo promovían su particular infanticidio educativo en Canet de Mar contra el derecho de un colegial de cinco años a recibir parte de su enseñanza en español. Contra lo ventilado por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en favor de tantos «santos inocentes» estigmatizados por el cruel despostismo nacionalista, estos émulos de aquel Herodes el Grande han recreado la venganza de quien, burlado por los Magos de Oriente, sobre el lugar exacto del nacimiento de Cristo y sobre la estrella que debía orientarle, ordenó deshacerse, según la tradición, de los menores de dos años nacidos en Belén.

Lejos de cejar en su acoso y de preservar su intimidad ordenada por el tribunal a las autoridades gubernativas, las turbas independentistas redoblaron su hostilidad el viernes al concentrarse, a la hora de la salida de los escolares, en los aledaños del colegio y revelar la supuesta identidad de los progenitores, así como su actividad laboral. Es lo que acaecía en la Alemania nazi con los judíos y se ha hecho hábito en una Cataluña independentista en la que la vida, en contraste con la película de ese título, no es bella para los Josué catalanes.

El delito de lesa humanidad del 'apartheid' catalánA diferencia de la oscarizada película de Roberto Benigni, es difícil que este padre de Canet se las ingenie para hacer creer a su retoño que el apartheid que les asola, en este ascenso del fascismo, es un juego, aunque acredite gran heroicidad en este brete en el que el silencio puede ser el grito más fuerte, como enseña la agridulce cinta italiana. Todo ello con el mutismo ominoso de Pedro Sánchez que, para no enojar a quienes le sostienen en La Moncloa, se lava las manos como Poncio Pilatos ante el desacato de una Generalitat que se niega a aplicar el fallo del Alto Tribunal catalán y que alienta a los lobos del fanatismo. Aullando como fieras hasta perder la máscara de la sonrisa y dejar a la vista su naturaleza de alimañas, procuran expulsar el español de Cataluña dentro de un proceso encaminado a excluir de todo derecho a quien no comulgue con su credo.

A través de la delación lingüística y la persecución social, imponen la adscripción al nacionalismo como religión oficial del confesional nuevo Estado catalán, desplazando a la marginalidad y al desprestigio social a esa mayoría que, según el Instituto de Estadística de Cataluña, posee el castellano como lengua materna (52,7% frente al 31,5%), se identifica con él (46,6% frente al 36,3%) o lo usa como lengua habitual (48,6% frente al 36,1%). Sin embargo, como el horror no cae del cielo, la indiferencia puede hacer que la gente normalice lo execrable y se insensibilice hasta entronizar al mismo mal.

Como refiere el protagonista de la versión cinematográfica de El hombre lobo de París, «hasta un hombre puro de corazón que reza sus oraciones por la noche puede convertirse en lobo cuando florece el acónito y la luna está llena». Si un pueblo culto como el alemán llegó al delirium tremens de empujar a los márgenes de la sociedad y al exterminio a una minoría que parió talentos como Einstein, Heine o Mendelsohn, esto puede suceder en todo lar. La indiferencia se torna contra el indiferente, si no se defiende la ley como la familia de Canet porque sólo así se vence a los enemigos de la libertad.

No todos, desde luego, tienen la posibilidad de marcharse ni tienen por qué hacerlo como el pintor norteamericano de origen irlandés Sean Scully, del que este verano transcendía que había cogido el portante junto a su mujer, la artista Liliane Tomasko, y su criatura de cuatro años y se había ido de la Barcelona a la que recaló en vísperas de las Olimpiadas por no estar dispuesto a que «griten a nuestro hijo, o a nosotros, por no hablar en catalán». A este maestro del arte abstracto, dos veces nominado al premio Turner, se le clavó en el corazón el aguijón de avispa de una anciana que vejó a su crío por balbucear algo en español, después de sufrir él mismo la desconsideración de que se le dirigieran en catalán personas que dominaban el español como el que suelta: «Jódete». «No pudimos soportar esa mierda», aseveró un perplejo Scully, dado que hay catalanes que, viviendo en Irlanda, hablan en inglés sin que se les critique por no emplear el irlandés «al sobrentenderse que los países con lenguas propias son bilingües».

Así, antes que escolarizar a su hijo en catalán, Scully cruzó la frontera francesa y se instaló en Aix-en-Provence para no tener que aguantar el asfixiante clima que se había adueñado de una Cataluña en las antípodas de la que le atrajo y cuyo declive coincidió con la extinción del fuego del pebetero olímpico, que obscureció las Luces de la Razón. Al fin y al cabo, para el proyecto de inmersión nacionalista, las Olimpiadas fueron un paréntesis en la construcción de un movimiento en el que la lengua suple el papel de la raza, de la que aún no ha mucho echó mano el líder golpista y jefe de filas de ERC, Oriol Junqueras, quien diferenció los genes de los catalanes de los del resto de los españoles en sintonía con el atrabiliario racista doctor Robert, alcalde de Barcelona a fines del XIX, para trazar una infranqueable línea divisoria entre «nosotros» y «ellos».

Mientras se festejaba la caída del Muro de Berlín por una Europa que quería enterrar los nacionalismos que originaron dos guerras mundiales, Cataluña sentaba las bases para erigir el suyo, desencadenando la hégira de aquellos que se lo podían permitir como Scully o deparando el ostracismo a quienes no estaban dispuestos a renunciar a su tierra. En su adiós sin despedida de la Barcelona perdida, el nacionalista irlandés que había sido el joven Scully constató como pintor y padre la apreciación de Orwell en su Homenaje a Cataluña: «Los nacionalistas no sólo no condenan las malas acciones realizadas por su bando, sino que tienen una increíble capacidad para ni siquiera oír hablar de ellas».

El nacionalismo siempre ha tenido claro que la lengua es un arma de primer orden frente a la torpeza inconmensurable de los sucesivos gobiernos españoles. Con la llegada de Jordi Pujol, éste pasó, postergando a los castellanoparlantes, del bilingüismo al monolingüismo en catalán en una la ley de inmersión que refrendó el temor de Tarradellas de que su sucesor, quebrando la etapa de confianza e ilusión iniciada en 1977 con la restauración de la Generalitat, emprendía una ruptura que «haría recordar otros tiempos muy tristes y desgraciados para nuestro país».

Lamentablemente, se desaprovechó una magnífica oportunidad para cerrar el melón de las divisiones y enfrentamientos cosiéndolas con cañamazo fuerte, como el balón de rugby que sirvió a Mandela para conciliar a un país enemistado en rivalidades raciales y para sanar las heridas aún frescas del apartheid. Fue providencial la clarividencia de un Mandela que, pese a padecer el pasado tras barrotes, no se agarró a él –el odio es un sentimiento desdichado–, sino que lo superó con la excusa del Mundial de Rugby de 1995 garantizando la paz y la libertad a la Sudáfrica en precario que tomó bajo su mando.

Ciertamente, así ha sido con la inconsciencia de los partidos nacionales, deudos del voto nacionalista para sus mayorías parlamentarias, y que sirvieron a Pujol los pertrechos para que se pusiera rumbo a su imaginaria Ítaca luego de implantar lo que Tarradellas denominó una «dictadura blanca» más peligrosa, si cabe, que la roja porque, si bien «no asesina, ni mata, ni mete a la gente en campos de concentración, se apodera del país». A este propósito, Pujol controló férreamente el ingreso a la función pública con especial atención al campo educativo tras forzar la salida de profesorado castellanohablante.

Para imponer su plan, se adueñó de los colegios desde las aulas a los patios hasta requerir a los padres que hablen en catalán en el ámbito familiar para que los niños no sean unos inadaptados y sí unos buenos catalanes. Además, de la mano de la lengua, se justifica un expansionismo que entronca con el «espacio vital» al que Hitler afirmaba tener derecho sobre las naciones de habla alemana. Un proyecto de ingeniería que se corresponde con la modificación de la toponimia hasta erradicar el castellano y distanciarse de España promoviendo la catalanización de nombres y apellidos. Algo que se puso de moda en la Alemania de la segunda mitad del XIX, donde se dio en bautizar a los niños con sonoros nombres de la antigüedad germano-escandinava y que se incrementó en el Tercer Reich. No había forma más fácil de demostrar fidelidad al régimen que un nombre nibelungo. A esta ósmosis se sumaron algunos judíos, como algunos charnegos agradecidos, vilipendiados por supremacistas que se arrogan dispensar certificados de limpieza de sangre.

Como certificó Samuel Johnson, el intelectual por excelencia de Inglaterra, las lenguas son el linaje de las naciones. De ahí la erradicación legal del castellano y la condena al ostracismo de sus hablantes, que son males que ni cura el tiempo ni el silencio, sino que los agrava.

Nadie –y menos el Gobierno– debiera enmudecer frente a un nacionalismo de lengua bífida que envenena la convivencia de modo letal como las serpientes. Dentro de su pregonado reparto de organismos por España, la ocasión se la pintan calva para que un gran oportunista como Sánchez ubique en Cataluña esa Oficina del Español que, por el procedimiento de copia y pega, le plagió a Ayuso, pero de la que, como su tesis doctoral fusilada, se ha quedado sólo con el título.

La cacería humana de Canet de Mar constituye un eslabón de la cadena en una estrategia de linchamiento y de depuración política que ya se ha cobrado sus frutos en el País Vasco, donde ETA no sólo perpetró más de 1.000 asesinatos, sino que acometió la limpieza étnica de unos 100.000 ciudadanos alterando el censo electoral y el devenir político de la autonomía. Es lo que arguye con tino y saber jurídico el presidente de la Audiencia Provincial de Madrid y ex magistrado instructor de la Audiencia Nacional Juan Pablo González, para procesar a los dirigentes de la banda por delitos de lesa humanidad.

No en vano, las víctimas de sus casi 1.000 crímenes con autor conocido, junto a los otros más de 350 asesinatos todavía sin esclarecer, así como a los miles obligados a exiliarse, se les escogió por su adscripción política e ideológica. Ello, según Juan Pablo González, alteró «de manera significativa» el censo y consolidó «como inevitable la hegemonía del nacionalismo», mientras condenaba a la irrelevancia a los que más hicieron contra el terror, como se aprecia en los últimos 20 años desde el intento del PP y PSOE, con Mayor Oreja y Redondo Terreros, de plantear una alternativa constitucionalista en 2001.

Sin un juicio de Núremberg sobre los crímenes de ETA que condene su ideología totalitaria, el brazo político de la banda, con su legalización por Zapatero y su blanqueamiento por Sánchez, se alza como determinante. Lejos de ser derrotada políticamente, dicta la suerte de España, a la par que marca el camino al separatismo catalán –con el que selló un pacto de sangre en Perpiñán en 2004– a la hora de aterrorizar a la población hasta inclinar el censo a su favor y que la ruptura sea irreversible bajo los aullidos de una masa que no deja de mostrar su apetito mientras exista alguien fuera de ella. De ahí que el apartheid catalán tenga los visos de desembocar, como el vasco, en un delito de lesa humanidad.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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