El delito de rezar

No me gusta que haya grupos de personas que se concentren para rezar delante de las clínicas que practican abortos, como no me parece bien que se escrachee a los políticos cuando salen de sus casas o que se grite "asesino" al torero que entra en la plaza. No tiene que ver con las causas que se promueven sino, como poco, con eso que con denominación un poco rancia se llama urbanidad y, más allá, con una empatía mínima hacia los derechos ajenos. Pero de ahí a enviar a la cárcel a los ciudadanos que así expresan y manifiestan sus opiniones políticas va todo un mundo, el que nos lleva a las fronteras de lo antidemocrático. Y eso es lo que me preocupa de la última reforma del Código Penal, que castiga con hasta un año de prisión no solo a quien intimide o coaccione "a una mujer para obstaculizar el ejercicio del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo", cosa que por supuesto ya constituye un delito de coacciones, sino a quien la "acose" con "actos molestos u ofensivos que menoscaben su libertad" (art. 172 quater).

El primero de los defectos graves de esta reforma es la insuficiente lesividad del comportamiento ahora incriminado si se tiene en cuenta precisamente esto, que estamos creando un delito: que quien realice la conducta descrita merecerá el oprobio general que lleva aparejada la etiqueta de delincuente y arriesgará a que sus huesos terminen en una celda.

Una de las decisiones más difíciles del legislador penal es la de delimitar en qué casos resulta intolerable la presión de unos ciudadanos sobre otros para que hagan o dejen de hacer algo, sea en provecho del agente o en el propio bien del presionado. En nuestra intensa interrelación social organizamos nuestras vidas influyendo en los demás de muchas maneras y en ámbitos muy diferentes: para que nos paguen lo que nos deben, o para que se divorcien, o para que se operen de una grave enfermedad, o para que mantengan relaciones sexuales con nosotros. Para proteger al presionado de una incidencia excesiva solo recurrimos clásicamente a un recurso tan intrusivo como la pena, y no a otros medios menos radicales, cuando concurre violencia.

Solo constituye un delito de coacciones el "impedir a otro con violencia hacer lo que la ley no prohíbe o compelerle a efectuar lo que no quiere, se justo o injusto" (art. 172 CP). Para el Tribunal Supremo esta violencia incluye también la amenaza compulsiva (intimidación) o incluso la fuerza en las cosas (el dueño del piso que corta la luz para echar al inquilino). Modernamente, y se lo debemos a los excéntricos cobradores de morosos y a las exparejas machistas, se ha penalizado también el hostigamiento, que exige "insistencia y reiteración" hacia la misma persona (art. 172 ter CP). Y está en fin el acoso sexual. La sensatez de esta última adición se basa en la extrema sensibilidad de lo que se demanda del otro y en que se hace en el marco de una relación laboral o docente y provocando "una situación objetiva y gravemente intimidatoria, hostil o humillante" (art. 184 CP).

Es preocupante que ahora se amenace con pena de prisión la realización de conductas que no son violentas, ni de hostigamiento, ni intromisivas en lo sexual. Y que tampoco consiguen la modificación deseada de la conducta ajena. Basta con "actos molestos u ofensivos" y basta con que su resultado sea el "menoscabo" de la libertad ajena. Con ser sonora, no es esta de la insuficiente gravedad la tacha más importante del nuevo artículo, siquiera sea porque el signo irrazonable de los tiempos es el expansionismo penal. El estruendo viene si se repara en que esos actos molestos u ofensivos que ahora se consideran delito constituyen formas de expresión, más o menos razonables, más o menos sensatas, en relación con uno de los temas estrella de interés público, tan actual como longevo y harto enconado: el de la permisión del aborto. Basta echar un ojo a las portadas recientes de la prensa española y estadounidense.

Pisamos ya terreno sagrado: en una democracia decidimos por mayoría, y solo sabemos si la mayoría es tal si fluyen libremente las informaciones y las ideas. La tolerancia con las opiniones políticas con independencia de su contenido, o de su carácter más o menos mayoritario, o incluso de su agresividad verbal, constituye la médula de nuestro sistema democrático. Permitamos hablar plenamente de la organización social aunque "la crítica de la conducta de otro sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática" (sentencia del Tribunal Constitucional 190/2020).

Esta tolerancia no cesa ante las expresiones más estúpidas para la mayoría, como aclaró el TC cuando anuló el delito de negación del genocidio (STC 235/2007). Y esta tolerancia tiene una peculiar dimensión para el legislador penal en forma de inacción incluso cuando el que se expresa lo hace con un exceso ilícito. Como proclama el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la amenaza de la prisión para el discurso político excesivo -cosa esta del exceso siempre difícil de valorar-, desalienta el ejercicio de la libertad de expresión. Nadie querrá pasear por la finca democrática (expresarse) si en la misma existen bancos de arenas movedizas (bancos de cárcel) mal señalizados.

No está bien, nada bien, perturbar a las mujeres que tratan de realizar un comportamiento amparado por la ley, máxime cuando responde a una difícil decisión vital en una delicada situación emocional. Pero su protección no puede pasar ni por el cercenamiento de derechos fundamentales ni por reprimir el exceso no violento en el ejercicio de estos con la porra de la cárcel, y no con medida policiales o con sanciones administrativas.

Pensará el lector que haya llegado hasta aquí que a pesar del título del artículo mi crítica al nuevo delito no tiene que ver con la religión. Ni siquiera con el aborto, no vaya a ser que según lo que se diga y cómo se diga un juez destemplado pudiera ver en las palabras actos molestos u ofensivos para las mujeres que han decidido interrumpir su embarazo. Mi reflexión lo es en defensa de ese invento tan progresista que es la libertad de expresión. De hecho, si no fuera tan larga la frase, me habría gustado rotular el artículo con las famosas palabras que se atribuyen a Voltaire: "No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo".

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid.

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