El deporte como reserva moral

Por Gregorio Salvador, vicedirector de la Real Academia Española (ABC, 18/05/06):

COMPRENDO que el título, enunciado así, pueda producir sorpresa y hasta un instintivo rechazo inicial. ¿Reserva moral el deporte? ¿Aleccionadores los deportes? ¿Y el dopaje? ¿Y los escándalos que afloran por aquí y por allá? ¿Y la violencia desatada en muchos de ellos y por muchos de ellos? ¿Y el tejemaneje económico, comercial y mediático que soportan los más espectaculares, que los sustenta ya íntegramente y los ha profesionalizado del todo?

Porque el deporte ha pasado de ser afición a ser profesión, de ser distracción a ser ocupación, de ser entretenimiento a ser trabajo. Eso resulta evidente. Afición, recreo o esparcimiento lo es o puede serlo para los espectadores, para las multitudes que acuden a los estadios o a los circuitos para presenciar partidos, competiciones, carreras, o las contemplan en su televisor, pero no para quienes ofrecen el espectáculo, para los cuales acaso sea el camino hacia la fama o hacia la alegría fugaz pero no, por lo pronto, otra cosa que trabajo, sufrimiento y esfuerzo.

El deporte que cuenta es casi exclusivamente profesional. El amateurismo es ya un recuerdo más que otra cosa. Hasta la palabra, que tuvo mucha presencia hace años, ha ido desapareciendo lentamente en el uso, y no por su carácter de flagrante galicismo sino simplemente por innecesaria, porque no existe tal realidad que nombrar. Las olimpiadas han mantenido la idea en su imaginario, que ahora se dice, pero la sortean, la distorsionan o la eluden a la hora de aceptar a sus participantes. ¿Se puede afirmar de cualquier olímpico de los últimos tiempos que fue allí a correr, a saltar o a jugar por pura y simple afición?

Y enlazo ya con lo enunciado en el título. Porque creo que acaso sea en esa profesionalización extendida y en sus inexorables exigencias donde hayamos de buscar y de encontrar la clave y la razón de esa reserva que digo. Hasta 1956 deporte era para el DRAE «recreación, pasatiempo, placer, diversión o ejercicio físico, por lo común al aire libre», definición que yo glosé, no sin cierta ironía, hace treinta y siete años en un trabajo que titulaba El deporte desde la lengua. En su última edición se mantiene, tal cual, como segunda acepción, que nos puede remontar al amateurismo, pero se antepone una primera, enunciada así: «actividad física ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas». Y lo de competición es esencial. Que el deporte generalizado, lo que entendemos sustancialmente como deporte, el que presenciamos, del que hablamos, el que nos muestran cada día los medios de comunicación, consista primordialmente en competir y que todo en él se analice, se calibre o se considere en función de esa obligada competencia lo convierte en un modelo imitable, puesto que también la vida humana, cualquier vida humana en su discurrir, ha de encontrarse, quiérase o no, con la ineludible necesidad de competir y eso requiere ante todo preparación y debe ajustarse a las normas si no queremos convertir en un caótico infierno las relaciones sociales.

La vida no suele ser un camino de rosas. Ni tampoco el deporte. Pero se ha propagado, en los últimos tiempos, la idea de que la vida ha de ser fácil, igualitariamente fácil y feliz para todos en la misma proporción, un disfrute gratuito y sin contrapartida de los bienes de este mundo, desprovisto de luchas y ayuno de esfuerzos. Y en la revisión de valores que se ha efectuado en lo que atañe a la conducta humana la competitividad, con todo lo que ella implica, ha caído en el punto de mira de lo políticamente correcto y ha salido malparada. Hablando en plata: que lo de ser el primero de la clase está ahora muy mal visto, que tal condición más bien se elude que se busca, que en todo caso se oculta o se disimula, porque la competencia en el saber, en el conocer, en el entender se desdeña, no se premia y más bien se reprime que se alienta, porque ha venido a estimarse provocativa y atentatoria a la proclamada igualdad de los igualitaristas.

Y porque la ilustración de esto que digo se obtiene fácilmente mirando alrededor, leyes que vienen, leyes que van, y tengo reunidas en un libro, El destrozo educativo, todas mis lamentaciones al respecto, como no hay sandez que no tenga precedentes, prescindiré de testimonios hodiernos y recordaré que ya don Santiago Ramón y Cajal, en el capítulo veinte de sus memorias, evoca su segundo curso en la Facultad de Medicina y el esmero con que había estudiado la Anatomía y la Fisiología, consagrando a las otras asignaturas la atención precisa para conseguir un estricto aprobado; y añade, con ironía, que acaso pudo contribuir a ello «cierto ministro de la Gloriosa, quien, por devoción al igualitarismo democrático, redujo las calificaciones de exámenes a dos: aprobado y suspenso». Confiesa luego que nunca logró comprender la ventaja educativa de la supresión de las notas, y concluye: «En una edad en que la pereza y la distracción hallan tantas ocasiones de asaltar la voluntad, ¿qué mal hay en fomentar la emulación y hasta la vanidad misma?».

Desde luego no lo hay y me complace que una de nuestras mayores cabezas, uno de nuestros sabios universalmente reconocidos lo dejara dicho; la competitividad en el saber, la emulación, la disputa de la primacía y el reconocimiento de la excelencia son ingredientes necesarios para el progreso social en todos sus niveles. Por eso no está de más que la competitividad sea valorada en algo tan presente, tan cotidiano, tan relevante en la vida actual como el deporte, y, con ella, todas esas otras virtudes que implica y exige: esfuerzo, constancia, perseverancia, tesón, dedicación, sacrificio y aceptación de las reglas, entereza ante los riesgos y paciencia con los inevitables azares.

En una época en que se pretende educar para la felicidad desde la facilidad, como si viviéramos en el jardín del Edén y no en un valle de lágrimas, y en la que se hace imperar lo lúdico sobre lo trabajoso, casi en el único ámbito donde se enaltecen determinados valores de toda la vida y se muestran con convencimiento y con orgullo es en el deportivo. ¿Dónde se puede hallar, cada mañana, la exaltación del espíritu de sacrificio, el elogio del trabajo continuado, el aplauso a la entrega sin reservas en la consecución de un triunfo? En las páginas de información deportiva de cualquier diario, no en ninguna otra sección. ¿Dónde, si no, encontrar la consideración necesaria para el sufrimiento soportado en aras de alcanzar un logro, de superar un nivel, de conseguir una victoria?

Los deportistas compiten y la competición no es un juego, aunque se llame así, sino trabajo y sufrimiento y disciplina y sacrificio, y requiere entregarse a ella con constancia, con intensidad, con austeridad, con absoluta dedicación y aplicación. El deporte exige, en su cotidianidad, dura preparación, hábitos sanos, riguroso control del cuerpo y de la mente y una buena dosis de estoicismo. Los deportistas profesionales son los ascetas de nuestro tiempo y si flaquean en ello, su estrella se apaga. Saben que quien compite o pierde o gana. Y deben aceptar la derrota como la victoria: con buen temple, con eso que llamamos deportividad y que ha venido a sustituir, en nuestra época, a lo que antes se llamaba caballerosidad. Es como la quintaesencia o, quizá, más bien el florón de todas esas virtudes que alientan y sostienen el deporte.

Hay una escena constantemente repetida en las informaciones deportivas. Ha concluido la contienda y cualquier jugador del equipo vencedor o del derrotado, cualquier atleta ganador o mejor o peor clasificado que sea interrogado ante las cámaras o ante los micrófonos expresará dos o tres impresiones o detalles acerca de lo sucedido, de las razones del triunfo o de la derrota, y, cuando finalmente el periodista le pregunta: «¿Y ahora qué?», responderá inevitablemente, siempre, sin excepciones: «A seguir trabajando». Lo que no es poca enseñanza moral.