El Derby de la gran plaga

Oímos frecuentemente preguntar (y, lo que es aún más sorprendente, responder) cómo será el futuro que nos espera después de la epidemia que estamos padeciendo. Presto poca atención a estos augurios. La única opinión sobre el tema digna de ser escuchada sería la de alguien que a comienzos de 2019 hubiera advertido: “Dentro de un año el mundo padecerá una plaga que obligará a aislar preventivamente a la mayor parte de la humanidad, a cerrar locales públicos, espectáculos y a prohibir las fiestas populares religiosas y profanas. Aún así, causará cientos de miles de víctimas...”. Quizá a alguien con esta capacidad de profecía se le podría consultar sobre lo que ahora nos espera, aunque yo tampoco me fiaría demasiado: es más fácil acertar apostando a la catástrofe que a la cotidianidad venidera. Lo único seguro es que seguirá siendo cierto lo afirmado en aquella vieja novela de André Maurois de la que sólo recuerdo el título: Siempre ocurre lo inesperado.

El Derby de la gran plagaEn junio del año pasado, cuando me despedí de Epsom después de la jornada fatigosa y feliz del Derby, yo estaba razonablemente convencido de que dentro de doce meses volvería a pisar la yerba de esas lomas de Surrey que tan bien conozco. Después de todo, llevo cuarenta y tantos años sin faltar a esa cita. Claro que podía cruzarse en mi camino algún otro compromiso ineludible —la muerte, por ejemplo, con la que también todos estamos citados—, pero salvo que se presentara de manera repentina (lo cual es una suerte tan extraordinaria que por ella merece la pena perderse el Derby) yo estaba convencido de que me las arreglaría para aplazar el asunto hasta después del primer sábado de junio. Sin embargo, lo que nunca imaginé es que no fuese yo quien faltara a la cita con la gran carrera, sino la propia carrera la que anulase nuestro acuerdo. Porque finalmente hubo Derby, aunque fuera un mes después de la fecha acostumbrada. Pero los aficionados no pudimos estar presentes: se disputó en el hipódromo con las puertas cerradas, sin público, sin el ambiente tumultuoso y ebrio que suele acompañar al acontecimiento. Tuvimos que contentarnos con verlo en la pantalla, como si fuese una comedia o una película de terror. Verlo sin sentirlo, sin experimentarlo hasta la última gota, sin resaca después. La culpa, naturalmente, fue de la epidemia de coronavirus. Me pregunto cuántos caballos serán bautizados en los próximos años con nombres como Infection, Contagion, King Virus... o Lady Quarantine.

Habrá quien diga que lo importante es la carrera en sí y que debemos irnos acostumbrando a la teleasistencia en los grandes eventos. Quizá esa sea una de las lecciones que debemos sacar de la epidemia... Pues me parece una lección plenamente indeseable. Yo más bien planteo el asunto al revés: no creo que la cita deportiva sea lo importante y la multitud da lo mismo que esté presente o no, sino que la cita importa porque es la ocasión de que la gente se reúna, se vea, se toque y vibre al unísono. Ese es el primer objetivo de la gran carrera de caballos, del partido de fútbol, de la corrida de toros, de las verbenas o de los desfiles. No nacemos con la humanidad incorporada de fábrica, sino que la vamos adquiriendo paulatinamente (tanto para lo peor como para lo mejor) de los demás: se nos pega al frotarnos con los otros. Las emociones son contagiosas, sobre todo el entusiasmo, que es la más humana que podemos compartir, la que nos empodera de divinidad... Viendo las gradas de Epsom vacías, su pradera deshabitada y los magníficos purasangres que desfilaban ante nadie y para nadie, uno de los más veteranos comentaristas hípicos apuntó: “Es como ver a Oliver o Gielgud recitando ante una sala sin público”. El día que podamos disfrutar de los retos más espectaculares no como testigos presenciales en fraternidad polémica con otros, sino como fisgones, como los que miran sin que nadie les vea y como están solos no se comprometen con lo que ven... entonces daremos un paso atrás hacia la horda que recibe órdenes pero no comparte alegrías.

Como cualquier otro ritual, las pruebas hípicas sirven para organizar el tiempo y balizar el año. La sucesión de los diversos desafíos establecen un calendario que no sólo marca el paso del tiempo sino su sentido. Así las grandes efemérides del ciclo, como el Derby, vienen precedidas por una serie de preparatorias que van seleccionando a los candidatos más prometedores. Los aficionados van creando sus vínculos con unos u otros según su experiencia docta unas veces, otras según la voz secreta de la simpatía. En cualquier caso aumentan el interés de la carrera con el conocimiento y la predilección de los que participan en ella. De otro modo, daría igual quien gane y el resultado nos sería indiferente, como señaló aquel sha de Persia que a comienzos del siglo pasado visitaba Inglaterra y rechazó la invitación al Derby: “No, gracias, ya sé que hay caballos que corren más que otros”. Pero este año el largo encierro motivado por la epidemia ha trastocado de mala manera todo el ordenamiento de las carreras preliminares, de tal modo que unas se han corrido tarde, otras nunca e incluso algunas preparatorias han quedado para disputarse... ¡después del propio Derby! Esto ha oscurecido aún más de lo habitual el pronóstico de la carrera.

Una de las pruebas que suelen servir como referencia y que se disputó más o menos en su momento debido es el Derby Trial de Lingfield, ganado por English King con buenas maneras. Aunque en su victoria fue montado por el joven Tom Marquand, su propietario contrató de inmediato para el gran día a Lanfranco Dettori, indiscutible number one en su gremio y ya con un par de Derbys en su haber. También las Dos Mil Guineas de Newmarket son tradicionalmente consideradas una preparatoria fiable y aunque este año se corrieron un mes más tarde de lo acostumbrado y en un hipódromo espectralmente vacío, su vencedor, Kameko, potro de preciosa lámina, pasó inmediatamente a marcar tendencia entre los apostantes al Derby. Otro de los factores de desconcierto para acertar el ganador era el habitual escuadrón irlandés —nada menos que seis participantes— del preparador Aidan O’Brien. La mayoría de ellos tenían actuaciones estimables en su isla, pero de prestigio más bien local: quizá el mejor considerado fuese Vatican City, que se disponía a correr por primera vez en tierra de herejes...

Finalmente, ocurrió lo más inesperado... como ya empezábamos a esperar. Uno de los seis irlandeses, Serpentine, el menos considerado en apuestas, tomó la cabeza resueltamente y fue distanciándose de los demás, marcando un paso muy vivo. Los favoritos creyeron que se trataba de un señuelo para animar la carrera y no se molestaron en perseguirle en serio. Cuando vieron que la ventaja aumentaba cada vez más hasta hacerse inalcanzable ya era demasiado tarde. Serpentine ganó por más de cinco cuerpos y después entraron otro par de desconocidos no menos chocantes. Los dividendos en apuestas de ganador, gemelas y trío fueron rebosantemente fabulosos y justificarían una eterna gratitud a la pandemia por parte de los afortunados. Muchos pronósticos se han hecho sobre qué vendrá después del virus. ¿Un mundo nuevo? Más bien, creo que el mismo, pero algo peor. A mí me da igual porque no tengo más proyecto de futuro que volver el año que viene a Epsom, no sólo en mi alma virtual, sino con el cuerpo puesto.

Fernando Savater es escritor.

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