El Derby del destino manifiesto

Las cifras redondas nos producen una pueril satisfacción pero en ocasiones dan motivo para una no menos pueril melancolía. El Derby del 2014 hace el cuarenta de mi lista personal de asistencia ininterrumpida al gran evento hípico. Si como aseguraba Engels hay un salto de la cantidad a la cualidad, esta cita anual ya no debe ser para mí simple muestra de mi afición sino otra cosa. ¿Cuál? Ni idea. Prefiero no pensarlo. Creo que en el pasado me dije o dije a otros que seguiría yendo a Epsom hasta el Derby número cuarenta y ahí lo dejaría. Pero la longevidad me ha hecho cambiar de opinión (aquel veterano músico de jazz, borracho y mujeriego, que cuando cumplió inopinadamente ochenta años reunió a los amigotes en otra fiesta salvaje y les confesó: “Chicos, si llego a saber que voy a vivir tanto me hubiera cuidado un poco más”). Ahora quiero completar el medio siglo de Derbys. Cifra redonda por cifra redonda, puerilidad por puerilidad, mejor los cincuenta, ya puestos a ello. Aunque el Derby continuará sin mí, claro, tras el medio siglo en que fue cortijo de mi propiedad. ¿Cómo decía la leyenda de aquel reloj de sol que ví en Torquay? “Vado e vengo ogni giorno, tu andrai senza retorno”.

El Derby del destino manifiestoPor cierto, que comprendo muy bien a Bernard Jordan, otro aficionado a las cifras redondas. Estuvo en el desembarco de Normandía, del que se cumplen setenta años. El soldado Jordan tenía entonces diecinueve y ahora, claro, unos cuantos más. Actualmente vive en el asilo The Pines, en Hove, en la costa sur de Inglaterra, precisamente frente al estrecho de Calais. Y, más allá, tiene a Normandía. El siete de julio (víspera del Derby) había convocada una gran celebración en aquellas playas en las que comenzó la reconquista para la democracia de Europa, con asistencia de importantes mandatarios y de los protagonistas supervivientes de la hazaña, pero al veterano Jordan los médicos de su residencia, considerando su edad y estado de salud, le vetaron ese fatigoso viaje emocional. Esas cosas no se le hacen a nadie y menos a un guerrero poco afecto a padecer paternalismos. De modo que Bernard Jordan se puso un impermeable para disimular su pecho cubierto de medallas y se escapó del asilo. El día siete estaba en la playa del desembarco con los demás compañeros de armas supervivientes, junto a su Reina, un año más joven que él y la única de los actuales mandatarios europeos que vistió uniforme (de enfermera) en aquella gloriosa ocasión. A los que se asombraban de que hubiera podido acudir a la cita de Normandía a pesar de todos sus achaques, Jordan les sonrió. ¡Más difícil fue llegar la primera vez!

Me alegro tanto de ese gesto rebelde, entre otras cosas, porque recuerda a aquellos ingleses que en 1940 sostuvieron en solitario la promesa democrática en Europa contra los totalitarios y en 1945 contribuyeron decisivamente a su cumplimiento definitivo. Poco tiene que ver con la Gran Bretaña actual, en la que triunfa un vocinglero Nigel Farage que guarda más parentesco con Oswald Mosley que con Bernard Jordan, mientras que el frívolo Cameron se opone a la candidatura de Juncker a presidir la Comisión europea por ser demasiado…¡europeísta! Es difícil no compartir el criterio de Michel Rocard, cuando dice que tal como están las cosas prefiere ver a “esa” Gran Bretaña fuera de la Unión Europea que dentro como ahora, dañando la solidaridad y cualquier medida de alcance realmente social mientras no desaprovecha ninguna ventaja comercial. Nuestros nacionalistas patrios nos enseñaron hace bastante esa canción: lo nuestro es nuestro y lo demás a medias.

El Derby puede servir de termómetro a este país que oficiosamente va arrinconando algunas de sus más clásicas tradiciones, pero sin ganar por ello anchura europeista. La cobertura mediática de la gran carrera, ayer omnipresente emblema nacional, ha disminuido drásticamente: la BBC renuncia a transmitirla y ningún diario importante mencionará siquiera al ganador en su portada, como ayer era casi obligado. Sin embargo, ciento y pico mil personas siguen llenando Epsom con el arrebato de sus gritos entusiastas o decepcionados, corre el champán y la cerveza, damas esclavizadas por ceñidas indumentarias dan traspiés sobre los tacones excesivos mientras se les ladea con el hipo el sombrerito horrendo, los sabios ocasionales discuten hasta desgañitarse los méritos de los participantes o la monta del jockey desafortunado y todos los presentes sentimos el estremecimiento de un fervor sagrado cuando por fin oímos por los altavoces el “¡and the’re off!” que marca la salida de los caballos en liza para saber cuál de ellos unirá su nombre a la lista encabezada por Diomed y en la que figuran Gladiateur y Persimmon, junto a Nijinsky, Mill Reef o Sea The Stars. Pregúntenme a mí, he visto a cuarenta de los más de doscientos del cuadro de honor y formo parte del paisaje.

Este año la prueba, aunque abierta en su pronóstico, contaba con un gran favorito tanto por sus buenas actuaciones como sobre todo por el mérito especial de su genealogía. Los progenitores de Australia no solo fueron excelentes, como la mayoría de los padres y madres de los participantes (la aristocracia humana es muy discutible, pero la hípica exhibe mayor rigor), sino que destacaron precisamente aquí, en la milla y media ondulada y traicionera de Epsom. Fue en ella donde su padre Galileo ganó el Derby y en ella también su madre Ouija Board (una de mis inolvidables ladys equinas de todos los tiempos) se llevó el Oaks. Ítem más: Australia fue criado por Lord Derby, propietario de Ouija Board y descendiente del aristócrata que dio nombre a la carrera hace 235 años, lanzando una moneda al aire con su amigo Charles Bunbury (si hubiera salido cruz ahora hablaríamos del Bunbury de Epsom). Su entrenador es el irlandés Aidan O’Brien, ganador ya de cuatro Derbys, entre ellos los dos últimos. Y el jinete es su hijo Joseph, poco más de veinte años y cara de virgencita pero que ganó ya esta carrera hace un par de años con Camelot. Mejores pergaminos, imposible.

A mí el físico de Australia no me va. Es un caballo rubio, estrecho y aguzado, engañosamente frágil, de silueta casi femenina, que no recuerda la rotundidad viril de su padre…¡ni el poderío elegante de su madre! Pero quién soy yo para discutir con Aidan O’Brien, que le considera el mejor caballo que ha entrenado en su vida… y su nómina es de quitarse el sombrero, empezando por el propio Galileo, padre de la criatura. Además presenta otros tres candidatos en la carrera, entre ellos Geoffrey Chaucer, un hijo de Montjeu cuyo nombre de entrañables evocaciones literarias no puede dejarme indiferente. Aunque entre sus adversarios también veremos en la pista a un tal True Story, que quizá en estos tiempos engañosos prometa algo aún más digno de aprecio. Desde luego, si del nomen omen se trata, en vista del aniversario del desembarco tendríamos que quedarnos con Our Channel, aunque vaya cien a uno… ¿Mi preferido? Gracias por preguntarlo. Es Kingston Hill (ahora suena “Kingston Market” cantada por Harry Belafonte), un precioso tordo de esos que no son blancuzcos sino plateados, como el zorro de las nieves. Lo monta el joven Andrea Atzeni, un sardo competente que va aprendiendo a lo largo y vario de los hipódromos europeos a ser genial. Representa para mí la Europa sin fronteras ni siervos de la gleba pegados a su terruño (los del “somos de aquí” a los que Georges Brassens dedicó aquello de "todos los imbéciles son de alguna parte"), es decir la Europa sin apellidos, el ideal valiente que no van a parar ni el falso cervecero Nigel Farage (siempre se fotografía con una pinta populista en la mano, pero en privado bebe vino francés) ni Martine Le Pen, ni los demás vendedores de “pueblos” indomables que proliferan para perpetuo y agobiante fastidio de los ciudadanos.

Bueno, pues tenía razón Aidan O’Brien y no yo. En la larga recta final de Epsom, Australia viaja con suavidad arrolladora para rebasar a todos sus competidores y cumplir la cita con el destino de su origen. Solo Kingston Hill le planta cara en el último tramo del viaje a la gloria, tan meritoria como inútilmente (aunque ya veremos la próxima vez, en el Eclipse de Sandown, ahora en julio...) Good job! El entrenador irlandés puede estar satisfecho, pues ya es el primero en la historia que ensilla tres ganadores del Derby consecutivos. Y yo también me voy de Epsom contento una vez más de haber perseverado cuarenta años en ver momentos así, en lugar de haber malgastado la vida en ser hombre de provecho.

Fernando Savater es escritor.

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