El Derby del guerrero y el león

El novelista australiano Gerald Murnane es un apasionado de las carreras de caballos, lo que más allá de cualquier otra consideración ya me hace sentir simpatía por él. En su crónica autobiográfica Una vida en las carreras (ediciones Minúscula) hace una confesión que comparto plenamente: “Las carreras de caballos a menudo han sido para mí... una especie de vocación superior que nos servía de excusa para no tomar parte en el mundo cotidiano”. No diré, sin embargo, que seamos almas gemelas, porque a él le interesan del turf aspectos que a mí me dejan más bien indiferente, como las apuestas y su estrategia (su padre intentó vivir de este negocio y acabó arruinado, según cuenta en Tamarisk Row) y también los colores de las chaquetillas de cada jockey, en los que yo solo me fijo en casos muy especiales. En cambio, compartimos fascinación por los nombres de los caballos, uno de los rasgos más poéticos (aunque Murnane, como es australiano, no lo declare así) de este juego mágico. No todos los caballos se llaman como merecen, porque ellos (igual que nosotros) también padecen a sus dueños (uno de los mejores potros actuales de nuestros hipódromos soporta el nombre de Cretino),pero a veces su denominación revela su destino. Algo que no es simple azar rige estas cosas, diría nuestro Borges, como tampoco parece mera casualidad que algunos se apelliden Botín, Rufián, Matanzas, Fallarás… o que conozcamos una voz conmovedora como Victoria de los Ángeles.

El Derby del guerrero y el leónEn el Derby de este año los dos favoritos tenían nombres que casi parecían títulos nobiliarios. Uno era Saxon Warrior, vencedor en cuatro carreras a dos y tres años (la última, las Dos Mil Guineas, la primera clásica inglesa), perteneciente al poderoso equipo irlandés del entrenador Aidan O’Brien, que presentaba además otros cuatro participantes. El consenso de los expertos y de los aficionados entusiastas le proclamaban poco menos que invencible, aunque los más viejos de lugar sabemos que ningún caballo es invencible antes de una carrera, solo después. Su principal adversario era Roaring Lion, que había sido derrotado en dos encuentros anteriores con él, pero venía de ganar en York la preparatoria más significativa para la prueba de Epsom. Este desafiante león es propiedad de una cuadra principesca de Qatar, aunque su pedigrí resulta norteamericano por los cuatro costados, mientras que el guerrero sajón procede de un reputado semental japonés. La identidad nacional de los purasangres es la de sus países de entrenamiento, y muy en segundo lugar, la de sus propietarios, pero ellos son hijos y nietos de héroes que entrecruzan sus hazañas en el mundo entero. A fin de cuentas, ni la sangre ni el suelo importan realmente, solo sus méritos demostrados en el campo del honor: la única verdadera aristocracia.

Por eso a la gente del turf le preocupa el Brexit, que puede obstaculizar el libre desplazamiento de los caballos para participar en las pruebas internacionales. En ese terreno, como en todos si bien se mira, el que se aísla pierde. Este deporte no es propicio a demostraciones nacionalistas, frecuentes en juegos de equipo como el fútbol, el rugby y otras abominaciones. Pero no por ello deja de haber adhesiones más o menos “patrióticas” en algunas circunstancias. Phar Lap , un caballo australiano de comienzos de los años treinta del pasado siglo, está considerado el campeón más extraordinario que ha dado ese país, muy aficionado al turf. Tras ganar el Victoria Derby, la Melbourne Cup y todas las demás carreras importantes de su país, viajó a México. Nada más llegar ganó a los mejores caballos americanos en el Handicap de Aguascalientes, su primera carrera sobre tierra (antes solo había corrido en hierba). Después se fue de gira por Estados Unidos y murió dos semanas más tarde de forma extraña, que algunos atribuyen a un envenenamiento. Pocos años después, en el fragor de la II Guerra Mundial, los yanquis que compartieron trinchera con soldados australianos tuvieron que oír como primera pregunta: “¿Qué le hicisteis a Phar Lap, cabrones?”. La posteridad fervorosa se repartió los restos del héroe: su cuerpo disecado está en el Museo de Melbourne, su esqueleto en Nueva Zelanda y su corazón en Camberra.

Veinte años después, en la Italia maltratada que trataba de recuperarse de su desastre bélico, el extraordinario Ribot se convirtió para muchos en el símbolo esperanzador del país que resurgía. Último capolavoro del gran entrenador y criador Federico Tesio, Ribot ganó todas las carreras en las que participó en Italia y, además, el King George en Ascot y por dos veces el Arco de Triunfo en Longchamp, siempre pilotado por el inmejorable Enrico Camici. Fue llamado “el caballo del siglo” y, con perdón de Sea Bird o Mill Reef, para muchos lo sigue siendo.

¿Y España? Pues, a pesar de la modestia de nuestro turf, también tenemos algún héroe internacional y además ultrajado, para que sea más nuestro… El mes que viene hará 30 años de la victoria de Royal Gait en la Copa de Oro de Ascot y su posterior e injusto distanciamiento al último puesto de la gran carrera. Royal Gait fue propiedad del español Manuel Pereira y entrenado por el no menos español Miguel Alonso. Caballo de origen modesto y carácter difícil, comenzó su andadura con una serie de fracasos hasta que se descubrió que tenía un testículo que le causaba problemas. No será el primero en ese caso ni el último… Después de castrado mejoró espectacularmente su rendimiento en la pista. Ganó el Gran Premio de San Sebastián y enseguida el Prix Cadran en Longchamp, la prueba de fondo más importante de Francia, lo que le valió el pasaporte para la Gold Cup de Ascot. Por aquellos tiempos, ningún caballo entrenado en España participaba en pruebas de categoría europeas. En la gran carrera se impuso sin miramientos por ocho cuerpos, pero un incidente con un caballo agotado y bamboleante con el que se dice que tropezó fue el pretexto para privarle de su victoria en beneficio del segundo clasificado, Sadeem, el favorito y propiedad del influyente jeque Mohamed. Entre un caballo castrado venido de quién sabe dónde y un futuro semental de un gran propietario, los jueces de Ascot (¡vergüenza sobre ellos!) apostaron sobre seguro. Aún hoy, en Inglaterra se recuerda y comenta aquella espectacular injusticia.

Finalmente, el Derby 2018 no fue ni para el guerrero ni para el león. Se lo llevó Masar, propiedad precisamente del mismo jeque beneficiario del ultraje a Royal Gait, un caballo hijo y nieto de ganadores de la gran prueba de Epsom. Roaring Lion fue tercero y Saxon Warrior hubo de resignarse al cuarto puesto. Quizá la pista pegajosa por la lluvia influyó en el resultado. Al volver a España nos encontramos con una buena noticia (no, no tiene nada que ver con la moción de censura): la localidad madrileña de El Vellón ha decidido poner a una calle el nombre de uno de sus hijos ilustres, el jockey Florentino González. Ahora que los nombres del callejero dan lugar a enconadas polémicas, por fin una denominación indiscutible. Vivamos donde vivamos, todos los turfistas españoles, sobre todo si pasamos de los 40, tenemos a partir de ahora un pisito virtual en la calle de nuestro Floro…

Fernando Savater es escritor.

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