El derecho a decidir como idea borrosa

Al hilo de la reivindicación por la ciudadanía catalana del derecho a ser consultada referendatariamente acerca de su voluntad secesionista/unionista por respecto a España, una propuesta ésta que es perfectamente defendible en términos democráticos, se nos está colando de matute en el debate una reivindicación diversa, la del “derecho a decidir” de la misma ciudadanía. Decidir ¿qué? Pues, según parece, decidir el estatus de integración en España que le pluguiese a esa ciudadanía, fuese el mismo uno federal, confederal, asimétrico o mediopensionista.

La idea resulta incluso lógica a primera vista, por el aire de familia que tiene el derecho a secesionarse con un presunto derecho a decidir otras situaciones menos traumáticas o rupturistas. El antiguo brocardo de que “quien puede lo más, puede lo menos”, parece abonar la bondad de la idea: si una parte de la sociedad puede decidir lo más, su salida de la comunidad estatal, ¿no tendría también el derecho a decidir lo menos, su forma de estar en ella?

Y, sin embargo, la corrección lógica de esta idea se derrumba no bien nos apercibimos de que no estamos ante una cuestión de cantidad (más/menos), sino ante una cualitativa: “entrar/salir” son actos que pertenecen a una categoría distinta de la de “cómo estar dentro”. Ejemplo obvio: el matrimonio. Casarse o divorciarse es una decisión unilateral de cada sujeto, pero difícilmente podrá sostenerse que una parte tiene el derecho a definir unilateralmente su estatus dentro de un matrimonio. Eso es algo que corresponde decidir a ambos cónyuges. Exactamente lo mismo que en cualquier asociación o comunidad: entrar o salir de ella puede definirse como un derecho individual de cada miembro, pero no existe el derecho a definir unilateralmente la forma en que cada quien va a estar en la asociación. El contenido del estatus de socio lo definen y pactan entre todos.

Traducido a los problemas que nos ocupan, esto significa que el llamado “derecho a decidir” de Cataluña es todo menos un concepto con el que pueda convenirse; es un pseudoconcepto, un término borroso con el que los nacionalistas gustan de esconder las aristas más hirientes de su propuesta. Secesión e independencia son palabras “malas”, asustan al elector medio; soberanía o derecho a decidir son palabras “buenas”. Y el debate político está dominado por una regla de oro: hacer acopio de las palabras buenas para la posición propia. Cuando se celebró el referéndum quebequés en 1998 los estudios sociológicos mostraban que el apoyo a la propuesta separatista bajaba 20 puntos si se utilizaba el término “independencia” en lugar de “soberanía”. Probablemente sucedería lo mismo si en vez de “decidir” se hablase de “separarse”.

La sociedad catalana está legitimada para decidir si, al final, prefiere “remar ella sola” separada de la española, como ya dijo Manuel Azaña. Pero no puede decidir cómo y con qué condiciones se queda en España si tales condiciones están fuera de nuestra Constitución, porque eso es algo que sólo el conjunto de esa sociedad que denominamos España puede decidir. Por eso, la trampa del pseudoconcepto está no tanto en lo que dice como en lo que calla: lo relevante de ese “derecho a decidir” no es el contenido sino el cómo: ¿decidir solos los catalanes o decidir conjuntamente con todos los españoles? ¿Derecho unilateral o derecho compartido? Esa es la cuestión que hay que tener clara y sobre la que convendría hacer un poco de pedagogía constitucional.

La Constitución de 1978 establecía sí un cierto margen de decisión para cada Comunidad a la hora de definir su estatus (principio dispositivo), pero siempre dentro del elenco de estatus previstos en ella. Si alguna quiere salirse de ese elenco y reivindicar uno nuevo y distinto, se trata de una petición legítima que podrá plantear al conjunto e intentar conseguir por el diálogo y la negociación, ampliando el surtido de posibilidades institucionales. Pero al final, el derecho a modificar o no la Constitución para ampliar o no las posibilidades y grados de autogobierno, a construir o no una federación más asimétrica que la actual, es un derecho del conjunto de los ciudadanos españoles. No sólo porque ellos son el soberano, sino porque es de pura lógica conceptual y funcional.

En los momentos que vivimos es bastante inútil, en mi opinión, intentar hablar de realidades o historia con los catalanes, porque su sensibilidad está sobreexcitada y en carne viva. Mejor por ello intentar razonar en torno a los procedimientos que caben para dar cauce a sus peticiones, así como los que no caben por carecer de la mínima claridad y precisión exigible a un procedimiento. Y el derecho a decidir, tomado así en bruto, es uno de los más imprecisos y borrosos que pueden imaginarse. Claridad, por favor.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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