El derecho a la salud y la prestación pública sanitaria

No hace falta esforzarse mucho en demostrar que el derecho a la vida es el más básico y primario de todos los reconocidos en nuestra Constitución, por la sencilla razón de que sin la existencia de seres humanos vivos los restantes derechos no tendrían existencia posible. Como dice el profesor Gálvez, esta naturaleza basilar del derecho a la vida explica tanto el reconocimiento constitucional de este derecho, como, sobre todo, el lugar en que se produce este reconocimiento: en el primer artículo de la Sección Primera del Capítulo II del Título I (artículos 15 a 29), «De los derechos fundamentales y de las libertades públicas».

Íntimamente ligado con el derecho a la vida está el principio constitucional rector de la política social y económica consagrado en el artículo 43 que establece, en lo que ahora interesa, «se reconoce el derecho a la protección de la salud» (apartado 1), añadiendo (en su apartado 2): «Compete a los poderes públicos garantizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios». Interpretados conjuntamente estos preceptos se puede sostener que la preservación del basilar derecho a la vida presupone el mantenimiento de una política pública sanitaria que ofrezca a los ciudadanos el mejor servicio público posible para proteger la salud y, con ella, la vida misma.

Ahora bien, si el derecho a la vida es el más básico y primario de nuestra Constitución y el derecho a la salud como derecho instrumental de mantenimiento de aquélla, ¿se puede afirmar que la prestación pública sanitaria es la más importante de todas las que integran el gasto público?

No existe en nuestro Ordenamiento Constitucional un precepto que jerarquice por orden de importancia política las prestaciones públicas y, por tanto, tampoco hay uno que sitúe la prestación sanitaria protectora del derecho a la vida en su vertiente de protección de la salud por encima de otras, como por ejemplo, la prestación educativa. Pero, en mi opinión, se puede llegar a dicha conclusión acudiendo al «carácter social» del Estado de derecho del artículo 1.1 de la Constitución y al artículo 31.2 de la Constitución sobre el gasto público.

Parto de que la cuestión, como todas interpretativas, es discutible, pero no por eso voy a dejar de intentar ofrecerles los razonamientos en los que fundamento mi postura afirmativa. En efecto, con respecto al Estado social, señala Delgado-Iribarren García-Campero que el Estado social, lejos de limitarse a fijar las reglas conforme a las cuales deben desenvolverse los individuos en sus relaciones sociales y económicas, adopta una posición activa, más intervencionista, no es solo un poder regulador sino también gestor y distribuidor. «La consecuencia inmediata –añade– es la extensión de las políticas públicas desde los tradicionales campos de la educación, la sanidad o la seguridad social, a la intervención en el mundo laboral y económico así como en el urbanismo y la vivienda, el medio ambiente, la cultura y los medios de comunicación social, o la especial protección de los ciudadanos que más la necesitan».

Pues bien, si es al Estado social al que hay que referir la existencia y extensión de las políticas públicas, es el citado artículo 31.2 el que permite, a mi juicio, situar la política pública sanitaria por encima de las demás políticas públicas. Y ello precisamente de tratarse de un derecho prestacional protector de la salud y, en último término, del basilar derecho a la vida.

En efecto, dispone la citada norma constitucional que «el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía». Como puede observarse, en este precepto se establece un principio de ordenación del gasto público –equidad en la asignación de los recursos públicos– y se establecen los criterios que constitucionalmente deben dirigir la política de gastos del Estado: la eficiencia y la economía. La equidad en la asignación de los recursos públicos, como sostiene el profesor Rodríguez-Arana, se queda en pura retórica, en este punto existe una asignatura pendiente que debiera afrontarse para dar contenido a los principios constitucionales en materia de gasto público.

Pero si lo que afirma el citado profesor es cierto también lo es que «asignación equitativa» no equivale a una asignación igualitaria respecto de las distintas políticas públicas. Lo más que puede presuponer el principio de la asignación equitativa es salvaguardar la distribución adecuada de la riqueza en las distintas políticas públicas, de tal suerte que, como señaló en su día el Profesor Fuentes Quintana, no se destruya con la mano del gasto público lo que se ha construido y edificado con la mano del impuesto (Diario de Sesiones del Senado, n.º 45, de 24-VIII-1978, págs. 1989 y 1990, enmienda n.º 674, Comisión Constitucional).

Llegados a este punto, ¿se puede admitir que el derecho fundamental a la vida, lato sensu, y el instrumental derecho a la salud concretado en obtener las mejores prestaciones y servicios sanitarios para protegerla, deben encabezar la lista de todas los políticas públicas? No tengo ninguna duda: si lo más importante del ser humano es la vida y la salud es la que hace posible que el ser humano ejerza normalmente todas funciones que conlleva la existencia, debe admitirse que la principal de todas las prestaciones públicas es la sanitaria en la medida en que hace posible que el ciudadano conserve su vida y goce de la mejor salud posible.

La relevante función que debe tener la política pública sanitaria debe conducir políticamente a una reasignación del gasto público y dotarlo de los medios necesarios para que la prestación sanitaria ocupe el lugar primordial que le corresponde. Desde luego, en la general asignación de los gastos públicos nunca podrá considerarse como no equitativa la atribuida a una prestación sanitaria pública que dote de las mejores infraestructuras posibles a la sanidad pública y que remunere como se merecen sus ejemplares servidores públicos.

José Manuel Otero Lastres es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.

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