El derecho a no elegir

La semana que ha culminado con aprobación de la ley de consultas en el Parlamento de Cataluña, el pasado viernes, ha sido elevada al rango que, cada vez con más frecuencia, disfrutan los acontecimientos menos ejemplares de esta lamentable época de crisis. Los protagonistas del desaguisado las han llamado «jornadas históricas», pronunciando esas palabras con la ridícula solemnidad, la exageración del tono y la mística estridente que ha ido fabricando la liturgia emocional del nacionalismo secesionista. Lejos, al parecer irremediablemente lejos, queda todo aquello en lo que la sociedad catalana había sido admirable y admirada, durante tanto tiempo, incluyendo los periodos más difíciles de nuestra convivencia, antes de que se instaurara el régimen de 1978. Atrás queda la voluntad de la sociedad catalana de ser motor de un proceso regeneracionista de todos los españoles. A nuestras espaldas yace la madurez política de unos dirigentes que buscaron como objetivo identificativo la construcción de una democracia en los años de la Transición.

El derecho a no elegirEn el olvido parecen haber caído las virtudes cívicas de todo un modelo de conducta social: el pragmatismo sin descreimiento, las convicciones sin dogmatismo, el orgullo de una tradición propia y compartida, el repudio de las identidades excluyentes y sus histriónicas manifestaciones. Y así mismo, la defensa de España a través de la exaltación de su diversidad, la sencillez con que la pluralidad cultural de Cataluña invitaba a todos los españoles a marginar sus propias tentaciones casticistas y a no descuidar el magnífico proceso de incorporación en que ha consistido la historia irrevocable de nuestra nación. En el paisaje de un tiempo no demasiado lejano, parecen haberse depositado los restos de aquella Cataluña que aún podemos guardar en nuestro recuerdo. La Cataluña que luchó por la libertad de todos los españoles, la Cataluña que se había constituido en el siglo XX con la aportación de hombres y mujeres de todos los lugares de nuestra patria, la Cataluña sin la que la España moderna resulta inexplicable. Afortunadamente, lo que hoy parece ceniza conserva su sentido. Lo que hoy desea reducirse a polvo es polvo enamorado. En nuestro aparente final puede hallarse también nuestro principio.

Ni siquiera los disparates que hemos tenido que escuchar a lo largo de estos últimos meses de extravío han servido para acostumbrarnos a soportar un espectáculo como el debate parlamentario en estos días inverosímiles. Ciertamente, la manifestación del día 11 ya nos había suministrado imágenes asombrosas no solo de la particular propuesta del nacionalismo sino también de lo que este entiende por una sociedad viva y en plena madurez democrática. La representación homogénea y monolítica de la Diada, curiosamente presentada como un cántico a la diversidad, mostró hasta qué punto los propagandistas del separatismo han perdido todos los puntos cardinales de la sensatez. Porque no se asistió a la movilización espontánea de las aspiraciones de una sociedad sino a una exhibición más de la capacidad de manipulación de la opinión pública, del monopolio del mensaje en los medios de comunicación, de la unívoca construcción de una idea de Cataluña, de la autoritaria invocación de una imagen de España. Lo que solo puede calificarse de abuso de poder del Gobierno de la Generalitat ha provocado el auténtico expolio al que ha sido sometida Cataluña sin que –todo hay que decirlo– nadie haya salido en su defensa. Me refiero al despojo de la diversidad, al aniquilamiento de la compleja trama de identidades plurales, a la destrucción de los sentimientos múltiples de pertenencia. En definitiva, a la liquidación de las discrepancias ideológicas y las distintas actitudes culturales sobre las que se construye, más allá de sus instrumentos institucionales, el significado profundo de la convivencia democrática.

Cualquiera que se haya asomado a aquella manifestación y a los debates de esta última semana, podrá haber observado el esfuerzo por convencer al mundo de una infame falsedad. La de que Cataluña es una nación ocupada, a la que no se deja expresarse, que debe tomar medidas heroicas para mostrar al universo el escándalo de servidumbre y vulneración de derechos que contemplan con indiferencia los gobernantes europeos. Que toda esta campaña se haya realizado desde las propias instituciones del Estado en Cataluña es irritante. Que se haya hecho bajo la protección ya no de la tolerancia, sino del silencio de los responsables políticos de la nación, solo roto para entonar el mantra de la legalidad vigente, es deplorable. Que todo esto haya ocurrido precisamente por tener a mano competencias fundamentales en la formación de una conciencia nacional y en la constitución de un espíritu patriótico, clama a la ingenuidad celestial de nuestra Transición. Que el seísmo haya acaecido en una de las zonas que considerábamos de mayor madurez cívica muestra la capacidad del nacionalismo para corroer los verdaderos atributos de la soberanía moderna y sustituirlos por los sucedáneos nacionalistas de la secesión.

Porque lo que ha ido forjándose en Cataluña bajo el mandato nacionalista es la deformación de los principios elementales de una democracia parlamentaria. Muchas veces, la servidumbre se presenta con el disfraz de una libertad exagerada. Y las constantes llamadas al «derecho a decidir» que han consagrado el pensamiento único de la Cataluña oficial, son una inmejorable muestra de cómo puede empobrecerse la calidad democrática de una sociedad mientras se proclama lo contrario. Por muy paradójico que a algunos parezca, la resistencia a perder nuestra libertad se manifiesta, en esta hora grave de España, en el derecho a no elegir, según los mecanismos binarios y simplificadores con que el nacionalismo ha construido una Cataluña imaginaria. No aceptar la consulta del 9 de noviembre, no es una vulneración de la libertad, sino todo lo contrario: su más encomiable, valiente y difícil defensa, contra la intimidación, contra los aspavientos, contra las groseras acusaciones lanzadas en sede parlamentaria y en las movilizaciones orquestadas por la propaganda gubernamental.

El Parlament no ha sido, durante esta penosa semana, el espejo de esa complejidad social que Cataluña había enarbolado siempre como modelo de convivencia y garantía de cohesión. Ha sido solo reflejo de una voluntad de ruptura que se ha acompañado de innumerables trampas emocionales ejercidas sobre unos ciudadanos sumidos en la inseguridad y desesperanza originadas por esta maldita crisis. Lo que ha ocurrido en el Parlament no ha sido, en efecto, la expresión institucional de una sana aspiración de reforma y regeneración. Ha sido la imagen más descarnada del simplismo nacionalista. La democracia parlamentaria permite a los ciudadanos escoger libremente, en un horizonte plural, legítimamente conflictivo, que excluye siempre la servidumbre de una bipolaridad artificial. Ante desafíos como los que vivimos, debemos defender el primer derecho de cualquier ciudadano en un país avanzado: el derecho a decidir, ciertamente. Y, en este caso, a hacerlo negándose a elegir entre dos opciones alternativas solo existentes en el imaginario nacionalista, y cuyo simple enunciado nos empobrece. Nuestro derecho a decidir es hoy, como lo ha sido en otras ocasiones del duro aprendizaje de la democracia, el derecho a no elegir.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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