El derecho a protestar está asediado

El derecho a protestar está asediado
Sergei Gapon/AFP via Getty Images

Los líderes autocráticos a menudo buscan nuevas maneras de socavar el derecho a protestar, porque saben que protestar puede ser una fuerza extraordinariamente poderosa para el cambio político y social. A lo largo de la última década, las protestas derrocaron a autócratas, obligaron a gobiernos y corporaciones a reconocer la emergencia climática, dieron voz a los trabajadores que sufren bajo sistemas económicos injustos, e instaron a reformas para hacer frente a la brutalidad policial y el racismo estructural.

Como puntualizó Peter Mutasa, presidente del Congreso de Sindicatos de Zimbabue, institución que este año protestó pidiendo mejores condiciones de trabajo, las protestas son a menudo el “único poder y fuerza compensatoria” frente a gobiernos represivos y es la única manera para que las personas marginadas obtengan acceso a servicios públicos. E incluso en contextos donde aún no han alcanzado sus objetivos, las protestas han sacudido arraigadas estructuras de poder.

En Bielorrusia, por ejemplo, las protestas pacíficas encabezadas por mujeres (con la activa participación de amplios sectores de la sociedad bielorrusa, incluidos artistas y sindicalistas) han continuado desde las amañadas elecciones presidenciales de agosto. En Tailandia, las actuales protestas de manifestantes a favor de reformas democráticas han puesto de relieve un debate de crucial importancia sobre el papel constitucional de la monarquía, que hasta hace poco estaba fuera de los límites del debate público. Y, las protestas tras el asesinato de George Floyd en mayo convirtieron al racismo estructural en un tema central de la campaña electoral por la presidencia de Estados Unidos.

Sin embargo, los gobiernos están empleando tácticas cada vez más sofisticadas y agresivas para restringir la capacidad de protesta de las personas. Este derecho fundamental a menudo se ve amenazado de cuatro maneras principales.

En primer lugar, los gobiernos están asignando nuevos propósitos a las leyes existentes para limitar las protestas y detener a los participantes. En la India, la policía ha arrestado a manifestantes aduciendo lo prescrito en las leyes de sedición y antiterrorismo, mientras que los funcionarios de Hong Kong han tomado medidas enérgicas contra las protestas mediante el despliegue de leyes de orden público (aparentemente, con el propósito de evitar la propagación de la pandemia COVID-19). Otros países, entre ellos Argelia, Angola, Líbano, y Tailandia, también han utilizado medidas de emergencia anti-COVID para hostigar, intimidar y encarcelar a los manifestantes. Esos arrestos y medidas represivas ocurren a pesar del reconocimiento del derecho de reunión pacífica en muchas de las constituciones de estos países, así como en el derecho internacional.

En segundo lugar, algunos gobiernos, más recientemente en Bielorrusia y Nigeria, han tratado de sofocar violentamente las protestas. Estos gobiernos no sólo dispersan y detienen a los manifestantes, sino que también los torturan e incluso los matan.

En tercer lugar, los gobiernos han restringido la capacidad de organización de los manifestantes al ordenar repetidos cortes del servicio de Internet. La coalición #KeepItOn, convocada por el grupo de derechos digitales Access Now, registró en el año 2019 al menos 65 cortes de Internet durante protestas en varios lugares, incluyendo en Sudán, Irak, Irán, Venezuela, Zimbabue, Argelia, India e Indonesia. El gobierno bielorruso también ha cortado repetidamente el servicio de Internet durante las protestas de este año.

En cuarto lugar, los gobiernos, los actores no estatales y algunas organizaciones de medios de comunicación han demonizado y estigmatizado a los manifestantes. Por ejemplo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha llamado a los manifestantes pacíficos: alborotadores, saqueadores, matones y anarquistas.

Otra forma de deslegitimar a los manifestantes es poner en duda sus motivos al referirse a ellos, sin evidencia, como “manifestantes pagados”, o caracterizar a los manifestantes a favor de la democracia como “antinacionales” y a los activistas medioambientales como “anti-desarrollo”. Tales narrativas tienen como objetivo disminuir el apoyo público a los manifestantes y justificar las medidas represivas gubernamentales.

A pesar de las amenazas que plantean estas tácticas, hay esperanza. Un número creciente de personas y organizaciones en todo el mundo están trabajando para salvaguardar el derecho a la protesta. Algunos grupos, por ejemplo, la coalición Right2Protest coalition en Sudáfrica, operan líneas telefónicas directas ininterrumpidas para quienes tienen la intención de protestar pacíficamente, proporcionando información y asesoramiento sobre los marcos legales. Cuando los manifestantes son arrestados, estos grupos los conectan con abogados que trabajan para garantizar que se les conceda libertad bajo fianza y, si es necesario, los defiendan (a menudo de manera gratuita) en sus juicios.

Otros grupos se especializan en impugnaciones jurídicas a las políticas y prácticas oficiales que violan el derecho a protestar. En Uganda, por ejemplo, un esfuerzo en los tribunales de cinco años de duración encabezado por cuatro organizaciones de la sociedad civil dio lugar a una importante victoria el pasado mes de marzo: el Tribunal Constitucional revocó parte de una ley que permitía que la policía ugandesa impida o detenga arbitrariamente las reuniones públicas. En septiembre, grupos de la sociedad civil colombiana obtuvieron un veredicto contundente en la Corte Suprema del país que exige una reforma policial y una orden de silencio que impida que los funcionarios públicos demonicen abiertamente a los manifestantes pacíficos.

Sin embargo, en última instancia, la mejor protección para los movimientos de protesta y para quienes los defienden es la oportunidad que tienen los participantes de ser parte de algo más grande que ellos mismos. “La solidaridad es el motor que hace que sigamos”, dice Mutasa.

Todos, no sólo los abogados y las ONG, pueden participar en la defensa del derecho a la protesta pacífica. Los médicos y las enfermeras pueden proporcionar primeros auxilios de emergencia. Los maestros pueden educar a sus estudiantes sobre el derecho a la protesta pacífica y por qué es importante este derecho. Los operadores de telecomunicaciones pueden hacer caso omiso a las órdenes del gobierno de cortar Internet durante las protestas. Los profesionales de los medios de comunicación y los periodistas ciudadanos pueden proporcionar una poderosa contra-narrativa frente a aquellas que buscan demonizar a los manifestantes. Y, como personas individuales, todos podemos salir a las calles a protestar o podemos expresar nuestra disidencia en línea.

Sin esa solidaridad, el derecho a protestar está siempre en una situación de vulnerabilidad. Y, cuando no se defiende este derecho, pocos otros derechos están a salvo.

Sharan Srinivas is Senior Program Officer at the Open Society Foundations’ Human Rights Initiative. Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos

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