El derecho a ser visto

Mientras gran parte del mundo desarrollado está justificadamente preocupada por la multitud de violaciones a la privacidad a manos de las grandes empresas tecnológicas, exigiendo –y obteniendo- un “derecho al olvido” para los individuos, muchas personas alrededor del mundo plantean una pregunta muy diferente: ¿Qué hay acerca del derecho a ser visto?

Baste con preguntar a los mil millones de personas marginadas de los servicios que damos por sentados (cosas como una cuenta bancaria, la escritura de una vivienda, o incluso una cuenta de teléfono móvil), por carecer de documentos de identidad que demuestren quiénes son. Como resultado de datos deficientes, en la práctica son invisibles para la sociedad.

La capacidad de ejercer muchos de nuestros derechos y privilegios más básicos, como el derecho a votar, conducir, poseer propiedades o viajar entre países, está determinada por grandes entidades administrativas que dependen de información estandarizada para determinar quién es admisible para qué. Por ejemplo, para obtener un pasaporte se suele requerir la presentación de un certificado de nacimiento. Pero, ¿qué ocurre si no se cuenta con uno? Para abrir una cuenta bancaria se necesita un documento que demuestre nuestro domicilio, pero ¿y si nuestra vivienda no lo posee?

La incapacidad de proveer información básica como esa obstaculiza la estabilidad, la prosperidad y las oportunidades. Los invisibles están marginados de la economía formal, no pueden votar, viajar ni acceder a beneficios sanitarios y educacionales. No es que no lo merezcan o estén poco cualificados: es que no cuentan con una buena calidad de datos.

En este contexto, el abundante historial digital que recogen nuestros teléfonos móviles y otros sensores podría convertirse en una potente herramienta para el bien, siempre y cuando reconozcamos sus riesgos. Estos aparatos, que se han vuelto centrales para nuestras vidas social y económica, dejan un rastro de datos que para muchos de nosotros es la materia prima de lo que Shoshana Zuboff de Harvard llama el “capitalismo de vigilancia”. Nuestro historial de ubicaciones de Google muestra exactamente dónde vivimos y trabajamos. Nuestra actividad de correo electrónico revela nuestras redes sociales. Hasta la manera en que sostenemos nuestro móvil puede dar señales tempranas de la enfermedad de Parkinson.

Pero, ¿qué pasaría si los ciudadanos pudieran aprovechar el poder de estos datos para su propio beneficio y volverse visibles a los guardianes administrativos, accediendo así a los derechos y privilegios que les corresponden? Su rastro virtual se podría convertir en una demostración de hechos realizados en el mundo físico.

Eso está comenzando a ocurrir. En la India, los habitantes de chabolas están usando los datos de ubicación de sus teléfonos móviles para situarse en mapas urbanos por primera vez y registrar direcciones con las que recibir correo y registrarse para documentos de identidad del gobierno. Los ciudadanos de Tanzania usan sus historiales de pago móvil para ir desarrollando sus puntuaciones de crédito y acceder a servicios financieros más tradicionales. Y en Europa y Estados Unidos, los conductores de Uber luchan por el acceso de sus datos de viajes para pedir beneficios como empleados.

Se podría hacer mucho más. Por ejemplo, después de que una vivienda haya sido destruida por tormentas y otros fenómenos climáticos extremos, a menudo las víctimas no pueden calificar para recibir ayuda para la reconstrucción debido a que no pueden demostrar que son los propietarios o inquilinos. Podrían usar su historial de ubicación de Google para mostrar a las autoridades que durante los últimos cinco años durmieron en el mismo lugar en que había estado situada la vivienda. O presentar sus registros de pago móviles para mostrar que habían pagado la instalación de un nuevo techo en la casa o una cerca en el patio. O mostrar una serie de fotos geoetiquetadas por Facebook en la sala de estar de su hogar.

Ninguno de estos puntos individuales de datos es concluyente, pero juntos traman un rico tejido de evidencia. En lugares en que no existan registros alternativos, o que el registro haya sido destruido por conflictos o desastres, esta prueba digital puede cambiar vidas.

Por supuesto, la pregunta crucial es cómo equilibrar los riesgos de un estado de vigilancia frente el poder de la tecnología para proveer servicios y proteger derechos fundamentales. En pocas palabras, no es que quienes deseen aprovechar sus datos para propósitos que les beneficien deseen sacrificar su privacidad; por el contrario, desean controlar ellos mismos ese equilibrio, en lugar de estar a merced de los gigantes corporativos y las agencias estatales.

La respuesta radica, al menos en parte, en empoderar a la gente para que use sus propios datos con el fin de demostrar hechos vitales sobre sí misma, promover sus propios intereses e impulsar sus propios objetivos. Este enfoque desde abajo cuestiona radicalmente las estructuras de poder tradicionales por las que gobiernos y empresas recolectan grandes cantidades de datos para promover sus propios objetivos. Es un potente nivelador del terreno de juego.

El Centro para la Innovación de Datos ha observado que “para aprovechar las [innovaciones impulsadas por los datos], las personas deben tener acceso a datos de alta calidad sobre ellas mismas y sus comunidades”. Esto es absolutamente cierto, y nos remite al problema de la pobreza de datos y las desigualdades sociales y económicas resultantes de la falta de recolección o uso de datos sobre determinados grupos de personas. Pero debemos ir un paso más allá: es necesario empoderar a las personas a tener buenos datos sobre sí mismas y, además, usarlos para lograr sus propios objetivos.

Los promotores de la privacidad están impulsando importantes campañas para que los ciudadanos puedan controlar quién usa sus datos, para qué y en qué circunstancias. Son iniciativas que nos permiten decir “no” a la vigilancia y la sobreexposición. Pero empoderemos también a las comunidades a decir “sí” al uso de sus datos del modo que deseen, y cosechar sus beneficios.

Anne-Marie Slaughter, a former director of policy planning in the US State Department (2009-2011), is CEO of the think tank New America, Professor Emerita of Politics and International Affairs at Princeton University, and the author of Unfinished Business: Women Men Work Family. Yuliya Panfil is a senior fellow and Director of New America's Future of Property Rights program. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *