El derecho al olvido y el negocio de la censura

No me gusta decir que lo dije, pero lo dije. Lo dije en congresos, en artículos y en declaraciones públicas: el derecho al olvido es un peligro para la libertad de expresión e información.

Desgraciadamente, los hechos me han venido dando la razón. Apolo maldijo a Casandra tras otorgarle el don de la profecía para que sólo fuese escuchada después de que ardiese Troya.

Cuando el Tribunal de Justicia de la Unión Europea creó jurisprudencialmente el derecho al olvido, ya indicó en su fallo que este derecho no se podía ejercer contra la libertad de información. Tras reconocer el derecho de toda persona a que se borren de internet sus datos personales, la última frase de la sentencia es visionaria:

“Sin embargo, tal no sería el caso si resultara, por razones concretas, como el papel desempeñado por el interesado en la vida pública, que la injerencia en sus derechos fundamentales está justificada por el interés preponderante de dicho público en tener, a raíz de esta inclusión, acceso a la información de que se trate”.

Con posterioridad a la sentencia, la Unión Europea aprobó el Reglamento General de Protección de Datos, en cuyo artículo 17 se establece el derecho de supresión de datos, pero con diversas excepciones. Y, entre ellas, el derecho a la libertad de expresión e información, así como por fines de archivo en interés público, fines de investigación científica o histórica o fines estadísticos.

El gran peligro del derecho al olvido es que puede utilizarse con fines espurios para construir biografías a medida, blanquear historiales delictivos y, lo que es peor, para construir una historia alternativa. Que el derecho al olvido acabase siendo utilizado como herramienta de censura sólo era cuestión de tiempo.

Crónica Global, medio asociado a este periódico, ha sufrido en sus propias carnes (de papel o digitales) el embate de lo que bautizaré hoy como la censura de la desmemoria. El director del medio avisa del peligro, tras respirar aliviado porque en esta ocasión los jueces se han puesto del lado de la libertad de expresión. Pero no siempre será así.

La peor variante de la censura es la autocensura. Con el derecho al olvido como espada de Damocles sobre el periodismo de investigación, muchos artículos no se llegarán a escribir y muchos datos relevantes para la investigación histórica desaparecerán de nuestras hemerotecas. El miedo a ser demandado, a ser multado o condenado, o a los gastos que supone todo proceso administrativo o judicial, puede acabar con el arrojo del periodismo más osado.

No tiremos la toalla por miedo. Esta sentencia y muchas otras demuestran que la libertad de expresión está por encima de los emisarios del olvido, que no es sino una forma de mentira. Defendámonos entre todos, porque cuando la censura se convierte en negocio, nadie está a salvo de ser amordazado.

Carlos Sánchez Almeida es abogado y director legal de la Plataforma por la libertad de información.

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