El derecho de manifestación

La actualidad del ejercicio del derecho de manifestación y las consideraciones sobre este derecho de libertad invitan a recordar lo que tanto la legislación como la jurisprudencia constitucional establecen sobre este derecho fundamental del ciudadano en un Estado democrático. Porque, en efecto, estamos ante un derecho indeclinable en una sociedad democrática, que es de titularidad individual y de ejercicio colectivo, pues solo de esta forma puede ser más eficaz la exposición con publicidad en lugares de tránsito público, de ideas y planteamientos sobre la realidad social y la defensa de intereses generales o sectoriales. Como recuerda el Tribunal Constitucional se trata de una “manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria de personas”; también ha interpretado que es un “cauce del principio democrático participativo” (STC 195/2003, FJ 3). Porque no hay que olvidar que el sistema político de democracia representativa a través de las elecciones diseñado por la Constitución —aun siendo este el principal— no agota la participación de los ciudadanos ni excluye otras formas de participación en los asuntos públicos. En este sentido, no es banal que sobre el derecho de manifestación el Tribunal subraye en la citada sentencia que “para muchos grupos sociales este derecho es, en la práctica, uno de los pocos medios de los que disponen para poder expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones”. Y no solo él, también el Tribunal Europeo de Derechos Humanos insiste en que “la protección de las opiniones y de la libertad de expresarlas constituye uno de los objetivos de la libertad de reunión” (Caso Stankov,sentencia de 13 de febrero de 2003, &85).

Cuando la Constitución (artículo 21) reconoce el derecho de reunión y de manifestación, precisa que “en los casos de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones se dará comunicación previa a la autoridad que solo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes”. Esta comunicación no significa una petición de autorización previa por parte de la autoridad administrativa. Ello solo es así en formas autoritarias de gobierno en el que el único ejercicio de derechos que pueden tolerar es aquel que está sometido a un control previo. La Constitución está en las antípodas de esta concepción. El fin de esta comunicación, recuerda el Tribunal, es que “la autoridad administrativa pueda adoptar las medidas pertinentes para posibilitar tanto el ejercicio en libertad del derecho de los manifestantes como la protección de derechos y bienes de la titularidad de terceros” (STC 59/1990, FJ 5).

Es evidente que el derecho de manifestación como el resto de derechos fundamentales —salvo el derecho a no ser torturado ni ser sometido a penas o tratos inhumanos o degradantes— no es un derecho absoluto y, por tanto, está sometido a límites (STC 36/1982, FJ 6). El límite es la preservación del orden público. Pero en una sociedad abierta y libre, la garantía del orden público no es un bien jurídico absoluto. Por esta razón, como la democracia no se basa solo en el beneficio individual, no hay duda de que el derecho de manifestación que se expresa en la calle puede comportar una molestia colectiva que el resto de ciudadanos no puede dejar de asumir. Por eso el límite del orden público al que se refiere la Constitución solo permite la prohibición de manifestaciones cuando existan razones fundadas que desvelen un riesgo para la seguridad ciudadana. Así el ejercicio del derecho de manifestación ha de ser pacífico y es contraria a ello una situación de violencia generalizada. Pero el hecho de que grupos aislados puedan aprovechar la ocasión para practicar la violencia no habilita a la autoridad administrativa y a sus agentes a una represión indiscriminada. Entra dentro de la profesionalidad de la policía y el tino democrático de sus responsables distinguir y aislar a los violentos, pero no meter a todos los manifestantes en el mismo saco. Unos manifestantes que salvo que se conciten para cometer acciones delictivas, no hay razón jurídica para rechazar que se autoconvoquen haciendo uso de los instrumentos que proporcionan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC).

Las razones fundadas para prohibir o cambiar el itinerario de una manifestación no pueden sustentarse en una simple mención a la posible alteración del orden público. La regla jurídica aplicable en este caso obliga a que una actuación administrativa de prohibición deberá limitarse a supuestos excepcionales y, en caso de duda, siempre deberá aplicarse el criterio más favorable al derecho (principio favor libertatis). El mismo sentido de excepcionalidad y proporcionalidad de la restricción es el que debe aplicarse cuando frente al derecho de manifestación se opone la garantía de la libertad de circulación, sacralizando su contenido hasta ampliar abusivamente los límites que la Constitución establece. En fin, la preservación del orden público no puede ser argumento de prohibición, cuando en una manifestación, como recuerda el profesor Torres Muro, “vayan a expresarse ideas que puedan contradecir el orden público formal, porque entonces estaríamos negando a los disidentes la posibilidad de manifestarse en contra de las bases de la concepción del mundo dominante”.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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