El derecho fundamental al medio ambiente

La perspectiva nada improbable de llevar a cabo una futura reforma constitucional en la legislatura recién inaugurada ha situado en el centro del debate político y jurídico la ampliación del catálogo de los denominados “derechos fundamentales”. Hasta ahora se mantiene vigente la opción decidida por el constituyente en 1978, por la que se otorgó ese carácter, y en consecuencia también el mayor nivel de tutela jurisdiccional, solo a los derechos civiles y políticos; los únicos derechos sociales que fueron seleccionados entonces para disfrutar de esa protección reforzada fueron una minoría (educación, libertad sindical, huelga).

De este modo, nuestra Constitución incurría en una evidente y en cierto modo también incomprensible contradicción. Era especialmente generosa en el reconocimiento de derechos y libertades y, al mismo tiempo, cicatera y muy poco garantista con toda una nueva generación de derechos sociales que habían irrumpido en la escena del constitucionalismo europeo de los años setenta. Quedaron, pues, fuera del amparo constitucional y de una tutela judicial preferente y sumaria, derechos tan importantes para una sociedad desarrollada como la salud, la vivienda, la seguridad social, los derechos de la tercera edad, los discapacitados, los dependientes o la juventud; o bienes de interés general como la protección del patrimonio o la conservación del medio ambiente.

En la actual encrucijada que vivimos en España parece abrirse paso la idea, y necesidad sin duda, de que algunos de esos derechos pasen a formar parte de la lista de derechos fundamentales, con las consecuencias beneficiosas que ello implicaría para su eficacia y garantía jurídicas. Las formaciones promotoras de esta, por ahora solo, propuesta programática de revisión de la Constitución de 1978 han centrado la atención en los derechos que consideran más afectados por la crisis; la salud, el mínimo vital, parcialmente la vivienda, así como la educación. Este último ya está dentro de la categoría de derechos fundamentales, al menos desde el punto de vista constitucional, aunque no desde luego presupuestario, a la vista de los recortes que ha sufrido en estos últimos años.

Pero en ninguno de los programas y eventuales proyectos de reforma constitucional se hace referencia a la necesidad de reconocer asimismo la indiscutible fundamentalidad del derecho al medio ambiente, un derecho clave no solo para conservar nuestro entorno natural, sino de igual modo para garantizar una calidad de vida digna en las llamadas sociedades postindustriales. La pregunta de por qué considerar hoy el medio ambiente como un derecho fundamental apenas necesita de una respuesta explícita. La contestación es obvia cuando existe un interminable argumentario con el que se demuestra su protección representa una necesidad y una demanda esenciales para la sociedad global, amenazada por imprevisibles cambios climáticos y daños irrecuperables en la naturaleza.

Reconocida la obsolescencia de la actual regulación constitucional en este tema, creemos necesaria la implantación de un “derecho fundamental al medio ambiente”. Los adjetivos que se podrían añadir resultan posiblemente secundarios (sano, adecuado, equilibrado), porque lo verdaderamente importante es el sustantivo que delimita ese objeto (el derecho individual y colectivo). Esta proposición no implicaría ningún ejercicio de fantasía constitucional, sino solo la posibilidad de otorgar el máximo rango jurídico a un derecho cuya existencia se constata ya, de forma intensa y trasversal, en todas las ramas del ordenamiento. Véase solo a título de muestra representativa, por ejemplo, la nueva configuración que en 1995 se le dio por el legislador al “delito ecológico”, con un potencial fiscalizador efectivo para exigir responsabilidad frente a los daños medioambientales más graves. Anotemos asimismo una legislación de origen europeo con la que, desde el 2007, se puede llegar a reclamar también una responsabilidad ambiental, específica y objetiva, para determinadas actividades que comportan riesgos evidentes de degradación en el medio natural o la salud. A este listado de normas en positivo, se puede añadir la jurisprudencia que, desde el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ha vinculado nítidamente a algunos derechos individuales clásicos, como la intimidad o la inviolabilidad del domicilio, con un medio ambiente preservado de las diversas formas de contaminación; por desgracia esta doctrina no ha llegado a traspasar los muros de nuestro Tribunal Constitucional.

Pero hay déficits importantes también que obstaculizan el cumplimiento de ese derecho, hoy enunciado en la Constitución pero vaciado de virtualidad normativa. Tenemos que referirnos especialmente a la discrecionalidad o liberalidad excesiva con que, en aras de una seudoindependencia judicial, se interpreta la legislación ambiental en nuestros tribunales de justicia. El más paradigmático es, sin duda, el interminable, y contradictorio en sus soluciones judiciales, caso del hotel Algarrobico.

Somos conscientes de las dificultades técnico-jurídicas para llevar a cabo esa construcción constitucional, que forzosamente debería complementarse con una reforma de las leyes procesales para diseñar un modelo propio de tutela judicial para violaciones de ese futuro derecho al medio ambiente. Porque no se pueden aceptar las coartadas que pretenden simular con objeciones técnicas verdaderas razones ideológicas para que el medio ambiente no se encuentre entre los derechos fundamentales de un texto constitucional.

Afortunadamente, contamos con un modelo de referencia cercano y perfectamente importable a nuestra futura nueva Constitución. En el año 2005 se aprobó en Francia la Carta del Medio Ambiente, como una reforma más de las que han modificado la ya antigua Constitución de 1958. Lo más significativo de aquella no es tanto el catálogo de derechos ambientales que se añaden, en cierto modo reconocibles ya en otros textos constitucionales europeos anteriores, entre ellos el español. La importancia de esta nueva Carta de derechos, diseñados por el constituyente francés en su mayoría como derechos individuales, radica en la posición que se le otorga a los derechos ambientales, equiparándolos a los proclamados a los que componen la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Estamos hablando del origen del Estado constitucional y democrático, de la cuna de donde surgen y de la que se alimentan todas las declaraciones de derechos en la Europa continental. En esa génesis y cima del ordenamiento es donde debería estar en este momento el derecho al medio ambiente, añadiendo a las definiciones esenciales del Estado social y democrático de derecho, la que igualmente concibe a éste como un Estado de Derecho Ambiental.

Gerardo Ruiz-Rico Ruiz es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Jaén.

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